El nirvana y las cosquillas
Cuando un director tiene una propuesta estética tan clara desde el principio, como es el caso de Martín Rejtman (Rapado, Silvia Prieto) es interesante ver qué es lo que se va profundizando a lo largo de una carrera. Viendo La práctica, nominada a la Concha de Oro 2023 y recién estrenada en MUBI, mi sensación es que lo que repensó Rejtman esta vez fue la relación de su búsqueda formal con un tema y una visión de mundo. Nadie pensaría en Rejtman como un director de cine de tesis, o un retratista de la realidad social, y sin embargo, La práctica es para mí un claro acercamiento a esas formas de hacer cine; acercamiento que, incluso, me da ganas de volver a revisar su filmografía con esto en mente.
El protagonista de La práctica es Gustavo (un magnífico Esteban Bigliardi), un profesor de yoga argentino que vive en Santiago de Chile, donde estuvo casado hasta hace muy poco con Vanesa (una también magnífica Manuela Oyarzun), también profesora de yoga, chilena. Gustavo y Vanesa acaban de separarse, o algo parecido: siguen yendo a terapia de pareja, todo indica que porque Gustavo no termina de entender la situación y Vanesa quiere que la terapeuta se la explique. Gustavo está como aletargado, seguramente deprimido en un sentido clínico; la sensación es que todas las experiencias, y no solo su separación, le llegan con una suerte de delay.
El cuerpo no le permite procesar los acontecimientos a la velocidad que la vida le pide, y por eso termina alquilando un cuarto como un adolescente, saliendo con una chica que lo invita sin que quede claro si tiene ganas o no las tiene, yendo a un retiro espiritual al que ya no sabe ni a qué va. Es gracioso porque una de las características más centrales del cine de Rejtman es el registro literal y robótico con el que se manejan todos los personajes, tanto en términos de la actuación como en la escritura de los parlamentos que les toca decir: a veces explican de más, a veces explican de menos, pero nunca explican lo que explicaría una persona normal.
Este tono es una de las claves del humor de Rejtman, y también de la frialdad y el extrañamiento que logra crear en relación con la interioridad de los personajes y las emociones de la película en general. En ese contexto, distinguir a un depresivo, a un personaje que estuviera aún más corrido que el resto de la naturalidad y la frescura, parece de difícil a imposible. Y sin embargo, Rejtman lo logra: todos lo logran. El personaje de Bigliardi tiene una tristeza que se destaca entre los demás autómatas, y al mismo tiempo es tan sutil que no lo despega del registro en el que están todos. Es divertido, también, el hecho de que la película no termine de tomar parte por él. Casi todos los demás personajes, sobre todo su madre y su ex, parecen exasperados con Gustavo y su incapacidad de actuar como un adulto; pero la película decide claramente no opinar sobre quién tiene razón. Gustavo parece claramente ver un absurdo en la existencia que nadie más ve; pero Rejtman trata a todos los personajes con tanto amor que no queda claro, igual que en la vida, si hay que estar del lado de las mujeres que actúan sin mirar a los costados o del varón enredado en su propia neurosis.
Sé que la gente del cine compara mucho a Rejtman con Kaurismaki, y entiendo por qué lo hacen, pero en mi mente el nombre que viene siempre adosado al de Rejtman es el de Miranda July. Tanto Rejtman como July son, además de cineastas, escritores, y creo que es en parte por eso que ambos tienen un entendimiento tan fino de los conceptos de pacto ficcional y realismo. Las obras de Rejtman y July respetan en un sentido las reglas de la realidad: no hay ni platos voladores, ni futuros distópicos, ni creaturas fantásticas; no pasa nada que estrictamente no pueda suceder en el mundo real, podría una decir, pero eso también es falso. En las obras de Rejtman y July se hacen y se dicen cosas que las personas normales no hacen ni dicen, y sin que a nadie le llame la atención. Es una suerte de surrealismo psicológico: los personajes de Rejtman y July no viven en mundos fantásticos en términos físicos, pero sí en mundos psíquicos de pura fantasía. Esas fantasías tienen algo de arbitrario pero nunca son completamente arbitrarias: apuntan a mostrar de formas extremas y oblicuas las exageraciones y los absurdos de nuestra época, esos que todos damos por normales y sobre los que ya no nos preguntamos nada.
Ambos, también, trabajan con el humor, porque saben que la risa es un impulso que tiene mucho más que ver con el misterio de lo que se suele pensar. El humor es, de hecho, siempre abismo: si te preguntan por qué llorás en un drama podés contestar que es porque se murió un niño o porque los protagonistas se dejaron de amar, o por lo que fuera. En cambio, ante el más básico de los chistes, si te preguntan por qué te reís de que alguien se tropiece con una cáscara de banana o deje caer una torta de tres pisos realmente no una no sabe qué contestar: “porque es gracioso”, es lo único que podemos decir, y algo del absurdo de la existencia está muy patente en esa falta de palabras.
Creo que esa manera exagerada, graciosa y extrañada de investigar la pregunta contemporánea por el sentido de la vida es lo que me pareció más interesante de La práctica. El yoga está tan incorporado a la cotidianidad de la clase media occidental como una manera de moverse un poco o “relajarse” que en general nos olvidamos de que, en un principio, se trataba de entender qué hacía uno en este mundo; nos olvidamos de que ese estado zen al que uno quiere llegar no se trataba solamente de descansar y desenchufarse de la vorágine, sino de generar las condiciones para encontrar algo verdadero.
De alguna manera (y de una muy liviana, además; una muy divertida) La práctica devuelve al yoga a esa pregunta con muchísima honestidad: cuando empieza la película parecería que Gustavo practica yoga porque sí, que terminó en esa profesión de casualidad como podría haber terminado en cualquier otra. No es un tipo que alardee de su conexión con la sabiduría; es, de hecho, un neurótico consumadísimo. Y sin embargo, a lo largo de su camino lo que vamos viendo es su intento sincero y desprovisto de toda ironía de dar con algo profundo en el medio de todas sus pequeñas tragedias cotidianas. No es un yogi estricto ni militante porque no es un fetichista: de hecho piensa que puede encontrar el nirvana haciendo cualquier clase de ejercicios, incluso levantando fierros.
Cada vez que Gustavo se acerca a eso sagrado que busca, sea en un aparato del gimnasio, o paseando por el bosque, o caminando con una chica que gusta de él, Rejtman y Bigliardi crean para su protagonista una ternura sencilla y conmovedora. Se habla mucho hoy de estar presente, de lograr largar el teléfono para conectar con el aquí y el ahora, pero nos interrogamos poco por los modos de esa presencia, como si estuvieran dados, como si alcanzara con poner el teléfono en modo avión para saber estar. Rejtman se pregunta, en La práctica, con qué alcanza para estar viviendo la vida con la intensidad que la vida se merece. No lo contesta en términos claros, pero lo deja esbozado, en esos gags minúsculos que nos desatan una risa catártica que no sabemos de dónde sale, pero parece venir de esa parte de una misma a la que hay que ir a buscar el zen; es como si Rejtman supiera que el nirvana vive en el mismo lugar en el que viven las cosquillas.
TT/MF
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