Martín Miguel de Güemes jamás imaginó el modo en que su nombre pasaría a la posteridad. Era una persona de cuidada formación, sencilla y despojada, capaz de actos temerarios y puesto a medir la adversidad, prefería desafiarla. Pertenecía a una familia de la alta sociedad salteña y se sintió uno más, un hombre del pueblo. Así, en la pura especulación de quien dispone a escribir acerca de su vida, es posible establecer que se trató de un personaje singular, aguerrido y perspicaz, con mirada amplia y objetivos precisos. Como protagonista de hechos notables, era indiferente al lugar que había ocupado y, al referirse a esos momentos, solía olvidar que había sido su actor central. Por eso, jamás se detuvo a mensurar sus pasos sino a actuar en circunstancias sumamente difíciles, desde las Invasiones Inglesas, cuando tuvo un papel descollante, hasta las luchas por la Independencia, cuando se produjo su traumática muerte en 1821.
Martín Miguel fue hijo de una familia de inmigrantes propia de la etapa virreinal en la sociedad salteña de su época. La ascendencia española lo encumbró en su perspectiva social, aunque eso no incidió directamente sobre su personalidad o sus objetivos de existencia. Ese lugar garantizaba al niño una formación sólida y un futuro venturoso, aunque nada fácil, en cuanto al rol que iba a ocupar en la sociedad. Lo que nadie podría avizorar en tiempos de formación es que ese joven iba a alentar la construcción de un país independiente.
Martín Miguel nació en la Ciudad de Salta el 7 de febrero de 1785. Dos días después fue bautizado por el presbítero Gabriel Gómez Recio en la Iglesia Matriz bajo el nombre de Martín Miguel Juan de Mata. El acta de bautismo rezaba que “En esta Iglesia Matriz de Salta, en 9 de febrero de 1785, yo, el Cura Rector más antiguo, exorcicé, bauticé y puse óleo y crisma a Martín Miguel Juan de Mata, criatura nacida de dos días e hijo legítimo de don Gabriel de Güemes Montero y de doña María Magdalena de Goyechea y la Corte”.
El historiador salteño Atilio Cornejo estableció que el apellido Güemes o Güemez es de origen vasco y significa “linderos”, lo cual simbólicamente traza el destino del héroe que luchó para trazar el límite norte de la Argentina. El apellido tiene su origen en antiguos escuderos de la población de Güemes, Ayuntamiento de Bareyo, provincia de Santander. El lema del escudo de armas de la familia Güemes rezaba: “Una buena muerte honra toda una vida”.
Fue hijo de una familia de inmigrantes propia de la etapa virreinal en la sociedad salteña de su época. La ascendencia española lo encumbró en su perspectiva social, aunque eso no incidió directamente sobre su personalidad o sus objetivos de existencia.
Martín Miguel fue el segundo de los hijos del matrimonio y su hermano mayor, nacido en 1783, fue Juan Manuel. Luego iban a nacer Magdalena “Macacha”, en 1787; Francisca, Gabriel y Benjamín, en 1802; José, en 1803, e Isaac y Napoleón, en 1805, según lo recogió Cornejo. Ricardo Rojas interpretó, tomando un censo de 1779, que el hogar de Güemes era de “señores” de la época y contaba con servidumbre de indígenas y esclavos. Recordaría a la “mulata Úrsula” y al “negro Bernardo” y ocho criados más.
En cierto modo, sin desconocer las distancias sociales de aquellos tiempos, Rojas señalaba que había un nivel de integración en lo íntimo de las familias que, por momentos, sorteaban los prejuicios para encontrarse en un plano de igualdades relativas en la profunda humanidad de todos y cada uno. Se trataba de una dimensión del vínculo que podía observarse desde la mirada de un recién llegado, aunque no estuviese asentada en la juricidad o en la formulación social de ese tiempo.
Su padre, Gabriel de Güemes Montero, natural de Abionzo, provincia de Santander, en la región española de la Cantabria, recibió el nombramiento para ejercer un cargo administrativo en el Virreinato del Río de la Plata, a solo un año de su fundación. Una curiosidad es que el primer virrey, Pedro de Cevallos, también era natural de Abionzo. Güemes Montero fue designado en el cargo de Tesorero Oficial Real de las Cajas de Jujuy, el 6 de noviembre de 1777, y llegó a Buenos Aires el 17 de enero de 1778 para trasladarse a Jujuy y servir al rey de España. De ese cargo surgiría el apodo que lo acompañó siempre, “el Tesorero”. El casamiento de Güemes Montero, que tenía 29 años, con doña Magdalena de Goyechea y la Corte, de 15 años, se efectuó el 31 de mayo de 1778, en la Iglesia Matriz de Jujuy, ciudad en la que se radicaron. María Magdalena era de origen jujeño, hija de una familia noble, descendiente de Francisco de Argañaraz y Murguía, fundador de la ciudad de San Salvador de Jujuy. El 5 de agosto de 1783 el rey Carlos III creó la intendencia de Salta del Tucumán y Güemes Montero fue nombrado Ministro Tesorero de la Real Hacienda de esa provincia, en consecuencia, la familia debió mudarse allí con su primer hijo, Juan Manuel. Los Güemes compraron la hacienda El Paraíso, ubicada a 40 kilómetros de esa capital, y en el paraje El Sauce, que pertenecía a la hacienda, se establecieron con cierta precariedad y recibieron allí el nacimiento de su segundo hijo Martín Miguel. Algunos historiadores, como Cornejo, de trabajo fecundo y hallazgos trascendentes, dan otra versión y señalan que el futuro héroe nacional vio la luz cuando sus padres vivían en la calle de la Amargura, hoy Balcarce.
La función de Güemes Montero no le impidió actuar frente a una rebelión por lo que fue reconocido por el entonces Intendente, Andrés Mestre, Gobernador y Capitán General de la provincia de Salta que resaltó: “Como tan amante al Soberano, dio [Gabriel Güemes Montero] también pruebas de buen vasallo cuando la sublevación de la plebe en Jujuy, pues aunque incesante de día en el trabajo de su oficina, velaba de noche sobre las armas todo el tiempo que estuvo sitiada de los rebeldes, turnando con los demás principales vecinos, haciendo rondas con sus dependientes, defendiéndose con ellos en la parte de la trinchera que le tocaba, animando a la fidelidad a los desconfiados, convenciéndolos con sus razones, disuadiéndolos de las malas intenciones que encubrían muchos que se les conocía deseo de reunirse a los insurgentes y asistiendo a los Cabildos y Consejos de Guerra a que era llamado para acordar con su prudencia el mejor éxito que al fin se consiguió, tocándole mucha parte a este buen Ministro de la pacificación del Perú”, según la documentación del historiador salteño Luis Güemes.
La educación de Martín Miguel tuvo como escenarios a la ciudad de Salta y las estancias de Campo Santo, en la región de la Frontera. Allí aprendió a hacerse baqueano en una zona tropical cruzada por ríos torrentosos originarios de las altas cumbres y una selva que planteaba desafíos. Durante este período de su infancia y juventud vivenció la campaña y la ciudad como espacios diferenciados que precisaban de cierta capacidad de conocimiento sensible para moverse según sus códigos secretos. En las fincas de su madre, El Bordo y El Paraíso, supo de la estatura de los campesinos, sus silencios, su lenguaje parco y hondo, y las labores agrestes. El ámbito social al que pertenecía Martín Miguel le permitió alcanzar una buena educación. Sus primeros pasos en la escuela pública fueron en el Colegio de los Expatriados Jesuitas y contó con profesores como José Antonio Pinto, maestro de primeras letras, y el maestro de gramática, José León Cabezón. Hay quienes sostienen que incluso tomó una cátedra de arte, novedad en la época, que la departía el muy reconocido Manuel Antonio de Castro, en ocasiones, a domicilio.
Historiadores como Luis Oscar Colmenares y Luis Güemes dan cuenta de esa formación: “Existen asientos del padre donde figuran pagos por éste a educadores, pero sin decir a cuáles de sus varios hijos correspondían las clases dadas, como también expresiones de Güemes para con el doctor Manuel Antonio Castro donde lo llama ‘maestro y amigo’. Además, Toribio del Corro y José Andrés Pacheco de Melo dijeron haber sido condiscípulos del prócer. Por último, en su testamento de 1845 la madre consigna que tuvo gastos por la educación de su hijo Martín en la capital de Buenos Aires por el término de dos años”. Esto sería puesto en duda por José María Paz, Mitre y otros historiadores que recurrieron a la ficción para montar un relato afín a sus intereses.
Tuvo como escenarios a la ciudad de Salta y las estancias de Campo Santo, en la región de la Frontera. Allí aprendió a hacerse baqueano en una zona tropical cruzada por ríos torrentosos originarios de las altas cumbres y una selva que planteaba desafíos.
Otros historiadores sostienen que, en Buenos Aires, Martín Miguel fue alumno del Colegio de San Carlos y que uno de sus compañeros habría sido Andrés Pacheco de Melo, salteño que fue diputado por Chichas al Congreso de Tucumán en 1816. Todo esto echa por tierra los infundios que activaron José María Paz o Bartolomé Mitre para presentarlo como una suerte de deportista de la violencia de masas sin contenido ni formación.
Cuenta el historiador Cornejo que “a fines del siglo xviii se encontraban destacadas en Salta algunas compañías pertenecientes a regimientos de Buenos Aires. Así, en 1787, figura el Regimiento de Extremadura. También aparece el de Dragones”, y sintetiza: “En 1790 encontrábase la 7ª Compañía del 3er. Batallón del Rey, ‘Fixo’ de Buenos Aires, destacada en Salta”. Ese iba a ser, en cierto modo, el lugar en el mundo de Martín Miguel durante varios años.
Sería su padre quien elegiría el rumbo de su muchacho de catorce años para que se sumara como cadete del Regimiento. El 15 de febrero de 1799, el Tesorero Ministro Principal de Real Hacienda y Comisario de Guerra, Gabriel de Güemes Montero, dejó expresado en sus escritos que el “Cadete don Martín Miguel de Güemes” ingresó al Regimiento de Infantería de Buenos Aires, 3er. Batallón de la 6ª Compañía destacado en Salta. Martín Miguel recorrió su región y ganó experiencia. Trajinó sus territorios, conoció a autoridades de pueblos y ciudades, siempre a caballo, y compartió la vida con sus compañeros de milicia en las fronteras y con los aborígenes de la región, de quienes aprendió a sortear obstáculos que ofrecía la naturaleza. No lo detuvieron ni el caudal de los ríos que se ensanchaban con los deshielos, ni la maraña de las zonas de selva intensa e impenetrable de yungas, ni aun cuando subió las montañas o soportó la escasez de oxígeno en la puna inhóspita. A lo largo de su vida lo acompañarían las imágenes del caballo, la extensión de los caminos ásperos, el rancho, el mate y la hora del fogón al son de una guitarra. El historiador Bernardo Frías detalló la sencillez con que recorría los montes y “cruzaba con igual facilidad un campo abierto y solitario con la celeridad del relámpago, o saltaba sobre obstáculos peligrosos sin disminuir la marcha o atravesaba la selva sin fin, espesa, enmarañada y espinosa donde casi no llegan a tierra los rayos del sol, tendido sobre el cuello de su caballo, jugando su cuerpo con destreza tal, que evitaba de ofensas a su cuerpo en el golpe de ramas y el choque de troncos, sin detener la velocidad de la carrera, persiguiendo sin descanso hasta recoger en el lugar oportuno, al ganado disperso”. Era un baqueano en la descripción que se hace en los pueblos.
En aquellos años, Salta era el centro por el cual pasaban los caminos que llevaban al Alto y Bajo Perú, a Chile, a Paraguay por las adyacencias fronterizas con Bolivia o a los ríos Uruguay y Paraná. Martín Miguel era ese muchacho temerario que iba a las quebradas del Toro, de Humahuaca, de Conchas o Escoipe, los valles de Lerma, el Calchaquí, de Siancas y atravesaba cerros, selva, montes, ríos y arroyos, mientras escuchaba la música del viento cuando la gente de los pueblos recibía a los soldados y los asistían solidarios. “Al frente de los ríos y la espina / y del tembladeral alucinado, / jefe de sombras por la noche pasas / mojado en su silencio como un astro”, lo trajo a nuestros días el poeta Jaime Dávalos en su Canto a Güemes.
Juana Manuela Gorriti lo describió de un modo majestuoso, destinado a ser recuperado por la historia en cualquier punto de su trayecto: “Un guerrero alto, esbelto y de admirable apostura. Una magnífica cabellera negra de largos bucles y una barba rizada y brillante cuadraban su hermoso rostro de perfil griego y de expresión dulce y benigna [...]. A su lado, pendiente de largos tiros, una espada fina y corva, semejante a un alfanje, brillaba a los rayos del sol como orgullosa de pertenecer a tan hermoso dueño”. Sin dudas, los hombres perduran en el tiempo también por el imaginario que el arte hace de su figura.
ACT