Por momentos, en la Argentina estamos condenados a las repeticiones eternas. Cambian las máscaras, a veces también los actores, pero no determinados comportamientos. Estos, que de alguna manera se imponen a las personas, son los engranajes de una suerte de máquina que se volvió autónoma y parece actuar por encima y más allá de los argentinos. Una máquina que nos hace decir que “esto no cambia más”, que “los argentinos somos así” y que hay que bajar la cabeza y tirar para adelante porque “las cosas siempre fueron iguales”.
Pienso en la inflación, en el aumento de la pobreza, en los déficits de infraestructura, en la decadencia de la educación, en los problemas con el sistema judicial, en la corrupción general, en la inseguridad, en los bajos salarios, en la economía informal, en la inequidad tributaria, en la fragmentación social, en la corrupción, en la deuda externa. La lista podría ser inagotable. Estos fenómenos nos condenaron a pensar solo en sobrevivir al día a día y, en consecuencia, nos privaron y nos privan de pensar en el futuro; de proyectarnos sobre una idea y de arrojarnos hacia ella. Nos privaron y aún nos privan de aspirar a tener una buena vida. De alguna manera, generan la falsa sensación de que las cosas son irreversibles.
Recordemos a Neo, el protagonista de Matrix, que debía elegir entre una pastilla azul y una roja. La azul prolonga el estado de las cosas. La roja, en cambio, puede cambiar la realidad. Este libro está enmarcado en esa metáfora, que utilizo para analizar el modo en que se ha sedimentado una forma de ejercicio del poder político en la Argentina. Más allá de las coaliciones que ocasionalmente ocupan los roles de gobierno, siempre nos sentimos condenados a la repetición. Esta es la pastilla azul.
Pero también voy a plantear que está en nuestras manos desenredar esa madeja que constriñe la potencia de las grandes mayorías. Hablaré, por lo tanto, sobre la posibilidad de generar nuevos escenarios desde los cuales pensar ejercicios diferentes del poder político. Si lo logro, se verá con mucha claridad que la condena no existe, que vivir de otro modo es posible, que para ello no hacen falta grandes traumas sociales sino tomar algunas decisiones atadas a una idea diferente de sociedad, a sueños grandes, pero alcanzables. Estas decisiones quizá no tengan la capacidad de llamar la atención pública pero, en cambio, tal vez sean capaces de transformar la realidad desde nuevas bases. Esta es la perspectiva de la pastilla roja.
La pastilla azul, la de la permanencia, es la concepción científica de la política, que no es otra que la del liberalismo político. Sin embargo, no es el liberalismo político en sí mismo el problema, sino la forma en que ese liberalismo fue recibido en estas tierras. Es decir, su imbricación con formas culturales muy específicas. Desde mi punto de vista, allí está la clave de que en nuestro país las mayorías no logren tener una buena vida. Transformar la perspectiva liberal —es decir, dejar de consumir la pastilla azul— es un imperativo moral que se completa con la decisión firme de tomar la pastilla roja, que contiene como principio activo la milenaria tradición republicana y democrática.
Recordemos que, de acuerdo con las constituciones de Occidente, todos deberíamos tener una vida relativamente buena y feliz. Y, de hecho, la tradición republicana pivotea sobre dos grandes principios que deberían generar las condiciones para que la vida del hombre de carne y hueso sea como las constituciones occidentales la describen: garantizar a todos el derecho a la existencia y conseguir la extensión universal del derecho de propiedad. Juntos hacen posible una concepción diferente de la libertad. Esta se define por no reconocer otro señorío que el de la ley, entendida como expresión de la voluntad común, y que no acepta siquiera la posibilidad de una interferencia externa. Se distingue así de la concepción liberal de la libertad, concebida en términos negativos frente a los demás.
La pastilla roja contiene el principio activo del cambio. Los elementos que la componen no son externos al mundo, no están fuera de la historia. Yacen en el interior de cada persona, son parte constitutiva de la condición humana. Dios, o la Naturaleza, nos dotó de razón. A la par, nos hizo criaturas débiles para otras cosas. No toleramos el frío sin abrigos o el calor sin la sombra de los árboles, por ejemplo; no tenemos velocidad para huir de los depredadores, ni fuerza física suficiente para vencerlos. Pero Dios, o la Naturaleza, nos hizo naturalmente sociables para paliar nuestras debilidades. Esta es una gran diferencia, porque los humanos tendemos a asociarnos para hacer posible el milagro de sobrevivir y vivir la vida en común, aun en medio de la discordia constante o potencial.
Kant sostenía que el antagonismo era la fuente de desarrollo de las disposiciones del hombre y la causa de los órdenes legales, específicamente por lo que llamaba “insociable sociabilidad” de los hombres. Esto es, la inclinación natural a formar una sociedad que convive con la amenaza de disolverla. Pero es la misma sociabilidad la que nos vuelve perfectibles. En palabras de Rousseau, “existe una cualidad muy específica que los distingue [a los hombres]… y ella es la facultad de perfeccionarse; facultad que, con ayuda de las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás…”. Esto es genial. Los humanos modificamos nuestra forma de vida en la intersubjetividad. Es decir, afectándonos con los semejantes.
Gracias al rasgo de la sociabilidad, tendemos a juntarnos con otros. También tendemos a tomar productos de la naturaleza, transformarlos e intercambiarlos para poder garantizar nuestra existencia. Los seres humanos también nos organizamos naturalmente para vivir en común, bajo algunas reglas establecidas por acuerdo. Sin los demás no podemos lograrlo. Pero tampoco nos gusta someternos a nadie. Por eso nos servimos de sistemas de reglas basadas en nuestro consentimiento. Se trata de crear las condiciones para que los más fuertes no sometan a los más débiles. Sin embargo, a veces un conjunto de reglas, por más perfectas que sean, no alcanzan. Es preciso también crear algunas condiciones básicas como sustrato para vivir juntos en una comunidad. Por esa razón nos servimos, además de las leyes, de algunas disposiciones institucionales que las complementan. De ello va la pastilla roja.
Sin embargo, los argentinos consumimos la pastilla azul. Sus principios activos van en contra de las disposiciones de la condición humana. Sus efectos, o sus posibilidades de hacerse reales, lo revelan con claridad. No obstante, el paradigma de la pastilla azul se nos impone y la realidad se nos presenta como un conjunto de hechos consumados. Veamos algunos ejemplos. Desconfiamos de los demás. Vivimos en una competencia destructiva latente (y a veces permanente) con otras personas. Nos aprovechamos o sufrimos las asimetrías de poder. Asignamos dispensas morales a los amigos y exigimos una severa aplicación de la ley con los que no lo son. Trazamos fronteras artificiales para dividir la vida en pública y privada, aunque la vida es una.
Esta es una escisión más profunda que separar las esferas públicas —como puede ser una instancia de diálogo colectivo— de los tópicos de la vida privada, como los hábitos de vida en el hogar. Es distinto porque fija las fronteras de lo que se puede modificar y lo que no. Es en definitiva la base real que hace posible la gobernanza de la pastilla azul.
ED