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Liliana Heker: “La literatura no busca verdades consensuadas”

Lo que se recuerda con nitidez, lo que se pierde o se hace borroso (de hecho la miopía aparece con toda su sombra en varias escenas), lo que se puede decir y lo impronunciable. La novela El fin de la historia (publicada en 1996, reeditada ahora por Alfaguara) de la escritora argentina Liliana Heker tiene a dos mujeres entre esas tensiones. Dos amigas que nacieron en los ‘40, fueron niñas y adolescentes de Escuela Normal y guardapolvo blanco en los ‘50 y abrazaron los ‘60 con todo su frenesí y también con todo su espanto. En los ‘70, con la dictadura militar secuestrando, torturando y matando, Leonora Ordaz, militante revolucionaria, pasa a integrar la lista de desaparecidos y termina en un centro clandestino de detención. Diana Glass, que fue siguiendo los pasos de su amiga hasta donde pudo, intenta recapitular lo que vivieron juntas de chicas y quiere saber, ante la ausencia, qué fue de su amiga. Como en las citas de aquellos años temibles, Diana espera, camina por la ciudad, toma apuntes de lo que recuerda en bares. Pero en ese ir y venir, siempre con miedo, descubrirá una historia que no se imaginaba y que solamente tendrá sentido si la puede escribir, si se vuelve novela.

Contada desde distintos puntos de vista, con tiempos y voces que se entrecruzan, El fin de la historia es un libro de una notable destreza formal que arrastra una complejidad doble: la del lenguaje –siempre incómodo, siempre agujereando–  y la de la realidad –siempre sorprendiendo, siempre alejada de lo esperable–.

Con una carrera que comenzó a finales de los ‘60 y una de las voces centrales de la literatura argentina, la autora recibe en su departamento del barrio porteño de San Telmo a elDiarioAR para recordar cómo nació este libro, tal vez uno de los más polémicos de su trayectoria.

Una de las protagonistas está buscándole el comienzo a una historia que quiere contar. ¿Cómo fue el comienzo para vos, para tu historia, para este libro?

Fue complejo en algún sentido porque tiene por lo menos dos puntas. Hubo una historia, una historia muy concreta que conozco muy en profundidad y que en determinado momento de mi vida me dio vuelta. Entonces sentí que quería escribir acerca de eso, que necesitaba escribirlo. De alguna manera se dio algo con esta historia para mí y para que tuviera sentido, me dije, lo único que podía hacer era escribir una novela. También para sobrevivir al impacto que me provocó. Por otro lado, fue la necesidad de dar cuenta del tiempo que nos tocó vivir a aquellos que nacimos en la década del ‘40.

¿Cómo era ese tiempo?

Creo que en Argentina, para quienes fuimos chicos en esa época, este país era un lugar muy pacífico donde no había guerra, y de hecho la guerra era algo que ocurría en otros lugares. El hambre era un hecho que ocurría en otros lugares. Yo nunca me voy a olvidar en primero superior, en la fiesta del 25 de Mayo que dijimos un poema que decía “hoy 25 de mayo/decir quiero una vez más/ cuánto agradezco a la suerte/ el haber nacido acá/ en esta tierra argentina/ donde hay trabajo y hay paz/donde todos como hermanos se saludan al pasar”. Esa era la realidad que mamamos. En las plazas, los carteles decían “en la nueva Argentina los únicos privilegiados son los niños”. Aviso que mi mamá y mi papá no eran peronistas, pero ese era nuestro mundo, nuestra infancia. Después, en pocos años, primero tuvimos la esperanza de una revolución socialista y esto ocurrió cuando éramos adolescentes, cuando llegó la Revolución Cubana y los movimientos en toda Latinoamérica. Hasta que caímos en un tiempo de horror, de desaparecidos y de muerte como no habíamos concebido. Yo siempre pensé que a los que nacimos en la década del '40, nos pasaron demasiadas cosas en poco tiempo. Y que, sin duda, los que sobrevivimos un poco locos debemos estar para haber sobrellevado experiencias tan opuestas y tan fuertes. 

Ya que hablás del tiempo histórico que le tocó vivir a las personas como vos, la novela todo el tiempo está atravesada por la historia en minúscula y la historia en mayúsculas. ¿Creés que esa fue la tensión que marcó a tu generación?

No puedo hablar en un sentido de percepciones y no puedo hablar en general. Siento, sí, y hablo concretamente de eso en la novela, que cuando éramos adolescentes percibíamos la historia, sentíamos que era una cuestión nuestra y que nuestros actos iban a tener un peso real. Yo por lo menos puedo decir que lo sentía así. Y estoy segura de que muchos de quienes fuimos adolescentes a finales de los ‘50 y principios de los ‘60 lo sentimos de esa manera. Algo que está en la novela y que para mí fue una experiencia muy fuerte ocurrió en el año ‘58, en la escuela secundaria, cuando yo tenía 15 años. Fue lo que se llamó como la lucha de la educación “laica o libre”. Y por primera vez no solo las universidades salieron a la calle, salimos los estudiantes de colegios secundarios. Yo me recuerdo a los 15 años haciendo piquetes de huelga en las plazas. Para bien y para mal, supongo, tuvimos una politización muy temprana y una confianza tal vez excesiva en que nuestros actos iban a tener un peso real en la historia. Un peso palpable. Yo quería que quedara reflejado eso en El fin de la historia. Hay dos protagonistas, una que va al frente en la militancia, y la otra, su amiga, la que quiere dar cuenta de ese tiempo y de toda esa historia.

Claro, se marcan dos líneas de circulación en esos tiempos: los que deciden ir a la militancia más concreta y aquellos que están para contarla, para escribirla.

Exactamente. Y también están los que no iban a ningún tipo de acción en este sentido, como se ve con las compañeras de la escuela normal de la novela. La mayor parte de ellas querían casarse y tener hijos. En mi experiencia personal, de hecho, puedo decir que en la escuela normal éramos un muy pequeño grupo de chicas de armas llevar, digamos, las de leer mucho y de tener conciencia de la historia y de lo que pasaba. Pero también había un montón de chicas que iban al baile los sábados, a veces acompañadas por la mamá, y que aspiraban a casarse y a tener hijos. Esa es también la otra realidad: cuando una habla de los '60 o habla de la propia existencia da la impresión de que éramos todas iguales. Pero en realidad fue una época de un cambio muy grande.

Eso se ve si se piensa, por ejemplo, en la música y el cancionero específico de esos tiempos, algo que se recupera en la novela.

Sí, es muy curioso. Por un lado estaba, Palito Ortega con el Club del Clan. Pero al poco tiempo aparecen los Beatles que también son muy escuchados. Y, por otro lado, estábamos las que cantábamos las canciones revolucionarias, pero con un anacronismo, porque nosotras cantábamos las canciones de la Guerra Civil Española y las sabíamos todas. Es decir, todo eso también mamamos. Es bastante curioso porque ya hacía muchos años que esa guerra civil había terminado y Franco estaba totalmente instalado. Sin embargo cantábamos esas canciones y éramos muy transgresoras. También en la cuestión del sexo hay un cambio muy fuerte ¿no? En las relaciones sexuales. Entonces bueno, es una época de cambio. Nosotras veníamos de una escuela primaria en la que una chica un día vino con la novedad de que para tener un hijo había que inflar globos blancos y de tener también conversaciones muy terribles. Esa era toda la formación sexual que habíamos tenido de chicas y de eso pasamos al ejemplo de Sartre y Simone de Beauvoir, de la convivencia y las relaciones sexuales sin estar casadas. Todo eso pasaba realmente en esa época y todo desembocó en el horror de la dictadura militar. Un tiempo de muerte como no habíamos concebido. Pensábamos que sí, que tal vez la cárcel o la censura podían ocurrir. Pero creo que no pensábamos que iba a ocurrir la muerte como finalmente ocurrió.

Cuando éramos adolescentes percibíamos la historia, sentíamos que era una cuestión nuestra y que nuestros actos iban a tener un peso real. Yo por lo menos puedo decir que lo sentía así.

La novela, sobre todo desde la mitad hacia adelante, recupera imágenes terribles y escenas muy concretas que tienen lugar en la ESMA, un centro clandestino de detención que tuvo sus jerarquías, sus espacios, sus personajes bien concretos. ¿Cómo hiciste la reconstrucción cuando escribiste esto en la década de los ‘90?

Sí, el presente de la novela es la dictadura y las protagonistas están ubicadas en 1976 cuando empieza la novela. Investigué muchísimo. Realmente hice muchas entrevistas. Entrevistas terriblemente dolorosas para mí, pero que necesitaba para saber lo que estaba contando. Con el tiempo fue muy impresionante porque, cuando muchos años después ya se pudo visitar la ESMA, yo ya conocía los lugares, sabía dónde habían pasado las cosas, sabía cómo había sido. Además, por supuesto, leí todo lo que se había escrito a propósito de las muertes, sobre los distintos grupos guerrilleros, sobre algunos personajes. Además debo decir que dialogué con algunos protagonistas.  

Es curioso porque la novela sale cuando hay un montón de juicios que para entonces no habían existido y un montón de testimonios que todavía ni se habían escuchado. ¿Buscaste meterte en un mundo que todavía no había sido tan narrado? 

Por lo menos no narrado de esa manera. De todas formas yo me metí en una historia singular. No quise dar el ejemplo. La generalidad de los militantes no era lo mío. Creo que la literatura toma casos singulares y a mí me interesaba un caso muy singular, un personaje femenino, una protagonista de características muy singulares. Me gustaba contar esa trayectoria. Entonces sí, me metí en un mundo que creo que no estaba narrado de esa manera y al mismo tiempo en un mundo que me resultaba muy complejo de narrar. Esta novela para mí fue un desafío en varios aspectos. 

¿Por qué?

Uno de los aspectos es que la historia me resultaba particularmente dolorosa. Por otro lado, quería contar toda una época y hacerlo en distintos planos. Entonces me encontré con un desafío formal muy grande. Cuando empecé, había pensado algo mucho más lineal: una mujer joven que quiere escribir una historia. Entonces va toda la mitad de la novela con su deseo y en la otra mitad trata de encontrar la historia. Hasta que me di cuenta de que así era un plomazo y entendí que en realidad necesitaba ir mezclando esos tiempos e ir mezclando esos planos: descubrí que había una historia que podríamos llamar cronológica, que se podía seguir pero que a partir de esa historia, los distintos sucesos iban a significarse por contigüidad, es decir por choque, uno contra el otro. Eso es lo que busqué. Fue una novela dolorosa por la temática que estaba encarando y al mismo tiempo muy dichosa cuando fui descubriendo los recursos por los cuales yo podía contar esa novela. Fue realmente un salto formal para mí la escritura de esta novela.

¿Tuviste otras dificultades, más allá de lo formal?

Bueno, una fue la de meterme, por ejemplo, en la cabeza de un torturador. Creo que no debe haber ser más abominable que un torturador, pero para decir que un torturador es abominable yo no necesito escribir una novela. A mí me gustaba, y ahí estuvo el desafío, la idea de meterme en su propia verdad. Que sin dudas en su cabeza de alguna manera la tiene. No tenés más que escuchar a Videla hablar. Decís “este tipo está convencido de que tiene la verdad”. Bueno, a mí me interesaba meterme ahí.

Las amigas y protagonistas son mujeres incómodas que a su vez incomodan a los demás, desde la militancia, desde lo que hacen, desde lo que escriben. ¿Los escritores tienen que meterse sí o sí en lugares incómodos con sus relatos?

Yo creo que sí, que de alguna manera una siempre se mete en lugares incómodos. Una no está diciendo una verdad oficialmente constituida. Lo que está tratando es de movilizar, de contar hechos que nunca son ni tan nítidos ni tan deseables como una querría. Porque la historia tampoco lo es. Y se ve actualmente también: las cosas son complejas siempre. Entonces, desde tu lugar, vos escuchas distintas verdades y decís “qué es esto” o “qué tiempo me tocó vivir”. Y no nos queda otra, no podemos escaparnos de la historia que nos tocó vivir. 

Cuando salió la novela, en 1996, se desató una enorme polémica (N. de la R: un video de 1996 que acompaña este texto refleja en una entrevista con la autora estos debates que se desplegaron entonces). En algunos casos por cómo se mostraba a una dirigente montonera de relevancia. ¿Qué recordás de ese tiempo?

Sí, mucha polémica, muchísima. Creo que además esto se potenció por la faja que traía al principio el libro. Juan Martini, que además de gran escritor y gran amigo, fue un editor excepcional, impuso un texto ahí que a mí me enfureció porque era justamente todo lo contrario de lo que yo quiero hacer en literatura. Creo que decía algo así como “Montoneros y tal, la colaboración”. Y no es eso, de ninguna manera es eso la novela. Creo que esto, de entrada, predispuso a algunas personas de una manera muy particular. Cuando la primera tirada se agotó muy rápido, y salió la segunda edición, le dije a Martini “cambiale por favor la faja”, pero me dijo “no, si algo funciona yo no lo cambio”. Esto para mí fue muy terrible, pero por supuesto no fue lo único. Me criticaron mucho. Me acuerdo, por ejemplo, de Graciela Daleo una sobreviviente de la ESMA. No la cuestiono, claro, pero ella me reprochaba que yo hubiese tomado un ejemplo tan negativo, digamos, de la militancia. Y yo le decía lo que realmente creo: que para hablar de un militante que es entero y que es coherente con la idea que uno tiene sobre lo que debe ser un militante, no necesito escribir una novela. La literatura no busca verdades consensuadas, busca justamente instalar algo que no es tan nítido ni tan aceptable. Pero eso despertó polémicas al punto que hay un libro a propósito de las polémicas que se generaron. Lo hizo un crítico de Córdoba que se llama Rogelio Demarchi y se llama De la crítica de la ficción a la ficción de la crítica. 

De alguna manera una como escritora siempre se mete en lugares incómodos. Una no está diciendo una verdad oficialmente constituida. Lo que está tratando es de movilizar, de contar hechos que nunca son ni tan nítidos ni tan deseables como una querría

¿Pensabas que iba a pasar algo así, que iba a causar tanta reacción?

Yo sabía que El fin de la historia iba a ser una novela polémica. En general a mí me interesan los textos que son polémicos, que llevan a pensar y a discutir, pero lo que no me gustan son las interpretaciones maniqueas. Y con este libro hubo varias interpretaciones maniqueas. Creo que muchos no leyeron un libro que es muy complejo y que no tiene un único personaje, tiene por lo menos dos. Y ahí hay dos conflictos. Uno el de la protagonista militante, y el otro es el de alguien que querría que la historia tuviera un sentido hasta que choca con la imposibilidad de escribir esa novela. Es decir, son dos conflictos y yo no podría decir cuál de los dos conflictos gana porque a mí los dos conflictos me parecen apasionantes. Y con esos dos conflictos construyo la novela.

Algo que recorre tu obra en general tiene que ver con la memoria. En este caso, se trata de una memoria atravesada por el miedo.

Claro, por esto tiene varios planos: está lo que pasa en los campos de exterminio como la ESMA. Y también el miedo afuera, el de caminar por la calle y sentir que hay una amenaza. El miedo en la nuca de no saber si vas a terminar un acto tan simple como abrir la puerta de tu casa. En este sentido, para mí hubo una situación muy clara. Los viernes solíamos comer en la casa de la tía de Abelardo Castillo. Un día me llamó mi mamá para decirme que me habían ido a buscar a mi casa. Pero yo no tenía a dónde ir así que no me quedó otra que volver a mi casa. Al día siguiente me fui, me quedé en la casa de mi hermana por varios días. Si me querían agarrar me agarraban. Bueno, ese día yo tuve mucho miedo. Mucho miedo cuando abrí la puerta de mi casa y de repente supe que habían interrogado a todos los vecinos y al portero en el lugar donde viví desde que tenía 4 años. Con solo decir la verdad, es decir, contar que a mi casa venía mucha gente o que yo guardaba revistas en el sótano, yo no estaría hoy acá.

También aparecen, como en otros de tus libros, mujeres muy potentes.

Mis protagonistas son todas mujeres, sí. Hay varios hombres pero las protagonistas son mujeres. En realidad, en mi literatura en general pasa esto. Pero, por supuesto que si necesito escribir un protagonista hombre, escribo un protagonista hombre. Porque creo que ni la heroicidad ni la curiosidad ni el miedo pertenecen a un único género. Tampoco la excepcionalidad.

Mencionabas antes esta cuestión de la lucha del ‘58, de aquello de “laica o libre”. Hasta hace unos días estaban tomados algunos colegios porteños. ¿Creés que hay debates que siempre están volviendo? ¿Ves alguna resonancia entre tus días de estudiante y los actuales?

Siempre están volviendo, exactamente. Con otras características, pero siempre vuelven. Yo a veces veo a estos adolescentes, chicas y chicos, muy lúcidos y recuerdo que nosotros también éramos lúcidos. De hecho, yo a los 16 años ya estaba en El grillo de papel. Por eso pienso que no hay que creer que un adolescente o una adolescente no sabe pensar o no sabe lo que quiere. No, no, saben lo que quieren y lo tratan de comunicar a los otros y a las otras: Eso es una lucha. Y no me parece un argumento decir que son pocos o una minoría. Sí, siempre son pocos los que están a la vanguardia, pero cuando hay una verdad seguramente va a haber mucha más gente que va a seguir a esa vanguardia.

A propósito de esto, una de las preguntas de El fin de la historia tiene que ver con desentrañar cómo se forma un revolucionario, de qué está hecho un militante, por qué unos sí y otros no siguen ese camino. ¿Por qué te interesó esa cuestión?

Es algo que a mí me fascinaba. Por ejemplo, el tema de las lecturas. Es decir, ver hasta qué punto ciertas lecturas también nos fueron formando. Después, quise ver, también muy intrigada, por qué con las mismas lecturas o la misma formación vos podés tomar un camino u otro: la intelectualidad, la ciencia, o la militancia. Ahí ya creo que hay un mandato de otro tipo. Así como alguien puede estar dotado para la música, creo que hay personas dotadas particularmente para la militancia. Son militantes, lo son, y esa es una manera de ser en el mundo. Después se tomará el camino que se tome. Es muy compleja también la actividad política. 

Si necesito escribir un protagonista hombre, escribo un protagonista hombre. Porque creo que ni la heroicidad ni la curiosidad ni el miedo pertenecen a un único género. Tampoco la excepcionalidad.

¿Y qué sucede, en cambio, con los otros, que además son los que sobreviven? ¿Está el mandato de la escritura?

No sé, yo lo que puedo hacer con todo lo que viví es contarlo, porque lo mío es contar. No puedo hablar de otras experiencias. Evidentemente hay mucha gente que no escribe y seguramente procesa todo lo que vivió de otra manera. O gente que se dedicó a la ciencia, gente maravillosa que tiene una familia y forma maravillosamente a sus hijos. O los que abren un comedor. Cada uno con las ideas que tiene. Lo mío es escribir. Entonces, con todo lo que me pasó no pude y no puedo hacer otra cosa que escribir. A esta altura además, lo único que puedo hacer es eso.

¿Creés que el lugar de la literatura es el de la memoria o cómo funciona eso?

No sé si el lugar de la memoria es el de la literatura, yo tengo mucha memoria, realmente tengo mucha memoria, y entonces se me cruza continuamente en lo que escribo. Guardo recuerdos de cuando tenía 3 años. De hecho aparecen mucho los chicos en mi literatura porque esa memoria está muy presente y fue muy fuerte. Pero también hay una memoria histórica. Cuando una es adolescente, la historia es lo que hemos recibido. Pero llega un momento en que la historia también es lo que hemos vivido y estamos viviendo. En este momento yo lo percibo mucho porque creo que estamos ante un mundo que es muy difícil de entender. Es muy diferente lo que yo viví cuando tenía 20 años y también del mundo en el que creí. Estamos en una realidad bastante atroz y bastante extraña, una realidad que creo que no terminamos de entender. 

Hablábamos de los miedos, del miedo específico en la dictadura. ¿Cuáles son tus miedos hoy?

¡Ay, los miedos! Hay un miedo mío personal por la edad que no tenía y es el miedo a la muerte. Es algo que apareció y está. Y es natural: cualquiera se puede morir en cualquier momento, lo sé, pero hay mayor probabilidad cuando ya tenés casi 80 años, como yo. Es más cercano. También en este momento me provoca horror sentir la destrucción del planeta. Siento esta destrucción que avanza y que está todo vinculado con este capitalismo salvaje al que le importa un cuerno que el planeta se destruya, que nos mate a todos. También me da mucho miedo esta ultraderecha con características nazis que a la vez no tiene nada, no hay inteligencia, no hay nada. Es algo muy extraño que pasa acá y que pasa en el mundo. Creo que estamos en un cambio de era, en el principio de un cambio de era cuyo final no conocemos. Eso me provoca cierta inquietud. Al mismo tiempo, no puedo dejar de estar curiosa sobre lo que está pasando y qué es lo que se puede modificar. Lo que pasa es que, cuando yo era adolescente, parecía que el cambio hacia un mundo mejor estaba en nuestras manos y ahora no lo veo tan claro. El otro día estaba leyendo un libro de un escritor que admiro absolutamente que es John Berger y él decía que en realidad en este momento la política es obsoleta, porque los que manejan el mundo no son los políticos, son grandes poderes que tienen bajo sus alas a los políticos, a los medios, a todos. Eso da mucho miedo.

Y sin embargo hay que seguir escribiendo.

¡Claro! (risas). Y sin embargo hay que seguir escribiendo. Hay que seguir viviendo y hay que seguir disfrutando de lo que da la vida. Yo tengo mucha capacidad de disfrutar. Siempre la he tenido. Entonces me sigo moviendo. Creo que mientras uno pueda moverse bien y pensar más o menos bien, estamos bien. No quiero perder mi capacidad de disfrute en mi pequeño mundo con Ernesto (N. de la R: su pareja), con los amigos, con los gatos, con mis alumnos, con gente que quiero muchísimo, con los libros. Con todas las cosas que me gustan que son muchas, porque, bueno, ¡yo realmente disfruto!

AL

Un tiempo “sábatico” para los talleres de escritura

Además de una destacada autora de libros de cuentos, de novelas y de ensayos (el último, La cocina de la escritura, resulta un material vital para quienes quieran dedicarse a la palabra escrita) Liliana Heker se dedicó a coordinar talleres de escritura desde 1978. Justamente esos espacios, en plena dictadura militar, crecieron por una doble necesidad. “De los escritores, para vivir de algo, y de la gente todavía inédita que buscaba reunirse con pares y tener un lugar donde poder escribir y hablar de lo que escribían”, recuerda ahora.

Una de las protagonistas de El fin de la historia, sin embargo, no cree en ellos hasta que termina acercándose a uno de la mano de una mujer más grande (en el libro se llama Herta Bechofen y, según la autora, está inspirado en una visita que hizo con un amigo en Francia a Marguerite Duras). “Lo que le pasa a Diana Glass es un poco lo que nos pasaba a nosotros, los de los ‘60. El taller literario era una mala palabra porque eran institucionales. La Sociedad Argentina de Escritores tenía uno y yo me imaginaba que debían estar llenos de señores de corbata o señoras así muy bien puestas dando taller no sé desde dónde. Para nosotros las discusiones estaban en las mesas de café. El escarabajo de oro (N. de la R. la revista literaria que dirigió Abelardo Castillo y reunió a los escritores más notables de los años '60 y '70) durante años se reunió los viernes en el Tortoni y ahí estaban Abelardo Castillo, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Vicente Battista. Uno leía y todos discutíamos a muerte y esa fue nuestra formación”, apunta.

Con los años, sin embargo, Heker convocó en sus talleres a escritoras y escritores locales que con el tiempo se hicieron muy conocidos, como Samanta Schweblin o Pablo Ramos, por citar apenas un par. Y esos encuentros se hicieron míticos. Sin embargo, en agosto, la escritora sorprendió a todos sus alumnos con un anuncio: decidió tomarse un tiempo sabático e indefinido, en el que no dará más clases.

¿Se inquietaron cuando avisaste esto?

Movilizó mucho esto aunque lo avisé con dos meses de anticipación. Yo estaba dando clínicas para gente con cierta experiencia en el oficio y algún proyecto de narrativa. Durante los dos años de pandemia lo di por Zoom, tuve un alumno en Shanghai y otro en Rosario. La experiencia para la gente fue maravillosa y hasta enriquecedora, pero a mí me agotó. Además, de pronto me di cuenta de que estoy hace muchos años poniendo mucha creatividad, mucha polenta, mucha energía en los procesos creadores de otros y necesitaba un poco para mí. Como venía de una especie de desorden y confusión con el material que estoy escribiendo, necesitaba concentrarme en lo mío, en esto que estoy escribiendo ahora. 

¿Cómo venís llevando este tiempo sin el ritual del taller?

Lo vengo llevando muy bien. Percibo que hay un cambio grande. Al mismo tiempo, sigo entrañablemente amiga de quienes fueron y quienes hasta el último tiempo han sido mis alumnos. Estamos en contacto siempre.

AL