Esa mañana del 31 de diciembre Melina fue a trabajar en taxi al centro, a la oficina de Levi’s, la empresa de jeans que se había instalado en el país gracias a la apertura -así se decía- a la globalización que proponía el gobierno, directamente desde El Cielo, la discoteca de moda que quedaba en la costa del Río de la Plata, a metros del aeropuerto local en el norte de Buenos Aires. Había tomado gintonics y todavía le quedaba medio papel para aguantar en el trabajo y tres más para vender. Se los había regalado un dealer al que le decían One. Melina creía que era gay aunque lo había visto besando a una actriz de una novela del canal 13. Es que también lo había visto discutir y llorar en el estacionamiento con un chico, mientras Melina se estaba yendo con un tipo con moto a un lugar que después no podría recordar excepto por el dolor de un cachetazo cuando volvía en el 106 a su casa en Floresta con flashes de algo indecible. En la disco Melina no contaba que trabajaba de recepcionista sentada ocho horas en una banqueta giratoria detrás del mostrador de un piso treinta de una torre de Leandro N. Alem, frente a la puerta de vidrio que daba al palier con ascensores impredecibles como telones de un teatro agujereado y sin suerte, a cargo de un conmutador marrón con setenta y cuatro internos que se sabía de memoria, y cinco líneas rotativas. Miles de llamadas cada día: aguarde en línea, por favor y la música de espera, de parte de la esposa y la música de espera, no me lo pases y la música de espera. Tenía talento para poder sostener tantas charlas, silencios y castigos con musiquitas irritantes en su mente y en el tiempo real. Prefería decir que estudiaba Marketing en la UADE.
Y también tenía suerte: se la había deseado el gerente de recursos humanos el día que le dijo que empezaba el lunes. Melina le creyó porque era supersticiosa y la suerte la acompañó hasta esa mañana de fin de año en la que llegó totalmente despierta a la oficina, con sus papeles en el corpiño, la promesa de que saldrían al mediodía luego de un brindis con los gerentes y su displicencia, las secretarias y su poder remanido y el resto de los empleados, desde los de diseño hasta los de publicidad, las de limpieza, el viejo del carro del kiosco que le fiaba un cartón de Camel por semana y el cadete, la única persona a la que le prestaba el teléfono para hacer llamados personales porque le correteaba algunos gramos a otros cadetes del centro y eso le servía para que One la dejara entrar a bailar.
Después del brindis sortearían cincuenta vouchers por un Levi’s 501 que podían retirar del local del Patio Bullrich esa misma tarde. Si ganaba, Melina pensaba estrenarlo combinado con una remera blanca de manga americana que se había comprado en Munro en la gran noche de Año Nuevo que organizaba El Cielo y que prometía espejos ciegos y buena suerte para 1992. En la oficina picaban papel en la trituradora para tirar por las ventanas como la tradición de la city porteña obligaba. Melina vio bajar al cadete del ascensor haciendo unos pasitos de rollinga, dichoso y transpirado. Venía de repartir las últimas postales con buenos deseos corporativos dispuesto a terminar el día, el año, saludar, comer y llevarse él también un 501.
-Japi niu ier, bebé -le dijo- haceme el último llamadito del año.
Melina le dijo que se apurara porque ya tenía que llamar al resto para que pasasen a la sala de directorio. El cadete se hizo el que llamaba a una novia. “Muñeca, a las 12 y 5 estoy en tu casa” dijo, y cortó. Melina llamó a los setenta y cuatro internos. Es como si tuviera setenta y cuatro jefes, decía siempre. Casi nadie atendió. Le dijo al cadete que la esperara y fue al baño de discapacitados a tomar un poco más para no aparecer doblada en el brindis. Estaba despierta desde hacía más de veinticuatro horas y justo iba a ver a Germán Neuman, un relaciones públicas, a quien solía ver en El Cielo apretando con alguna modelo de agencia, las que desfilaban los Levi’s. Él a veces la saludaba de lejos. Perfecto, cruelmente lindo, más que ningún hombre que ella hubiera conocido antes. Ese invierno, una tarde en la que esperaba el ascensor él le había preguntado cómo hacía para entrar a El Cielo. Y Melina le había dicho que por One y Germán se había reído. En el baño pensó en Germán en la reunión, de la manera que lo hacía siempre en el baño, y después se tomó el resto de su papel. Cuando volvió el cadete la miró y ella le dijo:
—¿Qué te pasa, boludo? Vamos así comés un poco que estás cagado de hambre.
—Mirá que le prometí al cadete de Arauca.
—Dejame disfrutar que se termina este año de mierda.
Alguien se había ocupado de que la música ambiental de la sala fuera de Génesis. Había unas cien personas, las chicas de limpieza se resguardaban en las de administración, unas madres aburridas, que bandejeaban canapés con kanikama y salsa golf y sándwiches de miga. Los gerentes entraron y les dieron un beso a cada uno, pero luego se agruparon junto al gran ventanal desde donde se veía apenas el río a tomar champagne y a hablar de los asuntos pendientes de siempre. Melina, para bajar la merca, también tragó cuatro copas de champagne. Vio que el de recursos humanos tenía un sobre plástico en la mano con lo que parecían ser los vouchers. Después, el director de Levi´s Argentina, un estadounidense, hizo un balance anual y prefijó metas para el 92. Sumaron sus palabras el gerente general y Germán Neuman que citó a Osho para impactar con una interioridad vuelta jactancia. El de recursos humanos pasó al sorteo y entonces Germán sugirió que la recepcionista sacara los papelitos. Había sólo treinta. Sabía que este año no habría 501 para todos pero no se imaginó que fueran tan pocos. Invitaron a Melina a pararse en una silla frente al ventanal que daba al cielo para lucir sus piernas y su minifalda tubo mientras el gerente batía una bolsa con los nombres de todos los que estaban ahí. Empezó la lotería. El primer Levi’s fue para Marta, la contadora, el segundo para el viejo del carro del kiosco y así siguieron hasta los veintinueve vouchers, sin suerte para ella ni para el cadete. Y ahí Melina sacó el último nombre: Germán Neuman. Germán saltó de alegría y la alzó a Melina de las piernas, la abrazó fuerte por debajo de las nalgas, como a un talismán venerable y todos aplaudieron y el hecho de que Germán estuviera tan feliz por tener un Levi´s más hizo que Melina amara la empresa y mucho más su puesto en la empresa. Al bajarla, Germán pasó su nariz por el pubis de Melina y ella sintió que estaba en el centro de una pista o en el mejor telo de la ciudad o en el año 2000. Los de administración habían abierto el ventanal y tiraban papelitos. Sonaba Invisible touch de Génesis. Quedaron bailando enfrentados. Melina sacó un sobre metalizado del corpiño, se lo metió en el bolsillo del saco a Germán y miró por la ventana. Llovían planillas rotas desde el cielo.
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