Desde la continuidad de la decadencia y una creciente polarización social, alejados de un destino venturoso que nos esquiva y se esconde, ciertos sectores vuelven a reclamar consensos para garantizar el desarrollo. Consenso. ¿Remedio, placebo, entretenimiento? Se reclama como si nuestra actualidad estuviera vaciada de acuerdos o prisionera de disensos salvajes.
Los consensos realmente existentes (aunque aleguen con desfachatez su desconocimiento los políticos y empresarios) son los que, en buena medida, explican el proceso de degradación económica y social que padecemos.
¿Cuáles son esos consensos?
La renuncia del Estado a ejercer la planificación económica. El mantenimiento de las leyes de entidades financieras y de inversiones extranjeras. El aval a la continuidad de los acuerdos de protección de inversiones. Las privatizaciones de servicios y empresas públicas sin control ni regulación efectiva. El régimen de inmunidad fiscal para los ricos. El respeto a los pactos corporativos entre los distintos capitales y el estado. La persistencia indiscutida de los agronegocios, la minería y las industrias de montaje. La tolerancia e incentivos para la expansión de la tercerización y la precarización social. La resignación o promoción de la concentración y extranjerización del aparato productivo.
En definitiva, un vertiginoso y despiadado proceso de mercantilización social que arrasó no sólo la disponibilidad de bienes comunes, sino también fracciones numerosas de capitalistas más débiles generando un derrumbe social, cuyos escombros, siguen cayendo en nuestras cabezas.
El objetivo de estos consensos vigentes es garantizar un aumento significativo de la productividad de la economía por vía del efecto combinado del incremento de la inversión y el empobrecimiento de la fuerza de trabajo. Esto es, recomponer la tasa de ganancias y… despegar hacia el mundo que nos salvaría.
Alguien podría alegar que “con los constantes cambios se hace imposible invertir”, pero esos consensos vienen durando por la fuerza, el terror a la bala o la moneda, pasiva o activamente, en algunos casos desde hace 45 años y otros durante 31. Un tiempito para evaluar. Entretanto, la inversión que es la medida de la pertenencia del capital hacia el futuro de una sociedad se ha derrumbado desde principios de los 80 y perforó todos los pisos en los últimos quince años.
Si la Inversión Bruta Fija está lejos de un objetivo razonable (25% del PBI), hoy apenas supera el 10%. El capital privado invierte más en inmuebles que en maquinarias (en plena reconversión tecnológica mundial), destina bastante menos de la mitad de sus ganancias netas a la inversión y el sector público agoniza con un 30% de lo que debiera ser su inversión.
Pero ahora, dicen, los consensos nos van a salvar. Que quede claro no se buscan otros consensos, se busca una nueva dosis de consenso para estos. No es otro, es más de lo mismo.
El gobierno convoca a acuerdos donde el efecto brújula (marcar un norte estratégico, un hacia dónde y para quienes vamos) y el salvavidas (anudar un simple acuerdo de precios y salarios) se superponen. Lo hace sin un plan de desarrollo propio, sin una estrategia de movilización social que impulse reformas y sin una agenda que impida que los sectores dominantes fracturen consensos sociales en beneficio propio.
¿Pueden existir otros consensos?
Ranciere decía: “El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende lo mismo con el nombre de blancura”. De eso se trata.
Lo primero a reconocer es que tenemos este capitalismo y estos capitalistas. Es lo que hay, no para resignarse sino para comprender con qué se coopera y con qué se confronta. Del mismo modo que la inversión extranjera no resuelve nuestros problemas, una terapia colectiva de capitalistas o una importación masiva de emprendedores no nos saca del pozo.
Lo siguiente es reencontrarse con la idea de planificación pública (no sólo estatal), sino hacemos planes acerca de que sociedad queremos producir (derechos, ambiente y bienes), viviremos el producto, y como producto de los planes de otros. Planificar es previo a concertar. Un plan no es ponerle resignado la camiseta 10 a una burguesía nacional inexistente, o a transnacionales con responsabilidad social.
Luego aparecen interrogantes fuertes. ¿ El modelo de pacto sirve cuando hay heterogeneidad estructural, desarticulación productiva y precariedad social? ¿Un capitalismo donde las cadenas de valor están dirigidas desde afuera puede pactar sin un plan serio de reconversión productiva ¿Quienes se sientan, que representan quien queda afuera? Y por último, pero no menos importante. ¿Hay interés de políticos, empresarios, medios y sindicatos de arriesgar posiciones dominantes al habilitar políticas de reformas profundas como las requeridas?
Quizás haya llegado el momento de plantear un consenso de la ruptura. Un acuerdo con plan y con memoria. La propuesta es avanzar hacia un consenso que implique universalización de derechos, construcción social de las ganancias y cuidados concertados. Para dejar atrás la mercantilización, el saqueo y el abandono caótico que vivimos.
Construir una nueva prosperidad, en un mundo donde tienden a desaparecer las clases medias, implica girar el eje de la inversión y producción hacia los bienes comunes, auspiciar una radical austeridad para el capital (implica transferir mas de 6 puntos porcentuales del PBI para financiar piso de ingresos, infraestructura y fondos sectoriales de desarrollo productivo).Como así también replantear la cuestión del trabajo (menos trabajo para más personas, más reconocimiento para los esenciales e ingresos ciudadanos por fuera del empleo) y reformular la matriz productiva creando propias cadenas de valor salvaguardando y reproduciendo el ambiente.
Sí, se dice fácil, pero lo absurdo es que a pesar de esa facilidad no se lo diga ni se discuta.
Esto también es lo que hay si creemos, sin hipocresía, que el otro consenso es inaceptable.
MH