La inflación vuelve a ser noticia. No en Argentina, donde hace al menos 60 años que lo es, sino en el mundo desarrollado. Si bien un grupo viene alertando sobre la inflación en países ricos desde hace bastante, en las últimas semanas se han visto algunos números concretos: la suba de precios en Estados Unidos fue de 4,2% anual en abril y se aceleró a 5% en mayo. Si bien todo parece asociado a la suba del petróleo (y en parte a los alimentos), la última vez que un aumento en un insumo clave afectó a la inflación en Estados Unidos se produjo una revolución en su política monetaria. Fue a fines de los 70 y aquella vez, como ahora, también tienen voz quienes culpan a los excesos en el gasto público.
Las encuestas indican que la preocupación por la inflación recrudece… bueno… cuando hay inflación. En EE.UU nadie se preocupaba por ella hasta los 70, pero a partir de allí más de la mitad de los americanos expresaban su espanto ante tasas con picos de 15% anual, métricas que para nosotros serían una bendición.
La inquietud por el regreso de la inflación en el mundo debería estar asociada a sus contrariedades y, si bien afirmar que la inflación es dañina parece una verdad de perogrullo, explicar por qué no lo es tanto. Una parte de la sociedad asocia la aceleración de la inflación con la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores. La frase que hemos escuchado una y otra vez es que “los salarios van por la escalera, pero los precios por el ascensor”. Pero la evidencia en este sentido es mixta. En más de un episodio inflacionario los salarios le terminan ganando a los precios. Más aún, la teoría tradicional ha sostenido durante mucho tiempo que el lado nominal y el lado real de la economía están divorciados, lo que significa que la suba de salarios y precios debería, si todo funciona bien, ser similar.
Desde luego, en la práctica “no todo funciona bien”, en el sentido de que al final algunos trabajadores zafan, otros ganan, y otros pierden. Y lo mismo para cada decil de ingresos, para cada sector productivo, para cada jurisdicción gubernamental y también para cada empresario (¿o acaso no escuchamos a estos supuestos beneficiarios de la inflación quejarse sistemáticamente de ella?). Los impactos son entonces diferentes a nivel desagregado, pero si en promedio la inflación no es tan perjudicial, ¿por qué la aprensión generalizada?
Comencemos por las familias. En los países estables, la mayoría de los hogares puede ahorrar y lo hace en activos que no se ajustan por inflación, por la sencilla razón de que históricamente nunca fue una variable a considerar. Cuando el fenómeno se presenta, lo hace de manera súbita e inesperada, y afecta las tenencias en términos reales de estos hogares, generando tensiones en su patrimonio. (Esta explicación me la señaló hace 25 años el brillante economista Miguel Bein, lamentablemente fallecido recientemente).
En cuanto a los empresarios, el argumento es parecido pero corresponde al otro lado del mostrador. Las deudas nominales cambian con la inflación en términos de bienes y en momentos de inestabilidad debe modificarse la lógica del contrato financiero y ajustarse por inflación. En EE.UU., una economía donde el crédito es clave para su funcionamiento, el cambio de las reglas con los clientes o los proveedores trajo enormes dolores de cabeza. La inflación generó una sensación general de injusticia, la idea de que otros se estaban llevando lo propio solo porque habían logrado anticiparse a los cambios de precios futuros, y otros no. La incertidumbre inflacionaria también impacta negativamente en las decisiones de inversión de mediano y largo plazo. Parece arriesgado invertir en un entorno donde los precios son inestables y los precios relativos futuros se desconocen.
Estos argumentos subrayan como costo de la inflación su aspecto sorpresivo y su variabilidad, no la inflación en sí misma. Una inflación sostenida, elevada pero estable podría no tener las mismas consecuencias que una sorpresiva o volátil, y quizás no debería provocar tantos sobresaltos en el público y en las autoridades. (Para ser justos, la inflación alta y estable también tiene consecuencias negativas, pero examinarlas requiere de una nota por separado).
Desde esta experiencia inflacionaria en Estados Unidos, que duró unos pocos años, el pavor a la inflación es tal que cada pequeño riesgo de que vuelva es tomado con seriedad, y a veces con excesiva seriedad. Tanto que en la práctica algunos analistas “han predicho diez de los últimos cero episodios inflacionarios”. Se trata de quienes establecen una relación automática desde el aumento en el déficit fiscal del Tesoro americano hacia la aceleración de precios. Estos agoreros han fallado sistemáticamente pero no se rinden, y hoy disponen de una nueva oportunidad para reivindicarse.
De todos modos, son los datos los que avivaron la reacción de los vigilantes de las cuentas fiscales y no se descarta que las autoridades se suban al tren y ajusten su política monetaria. La última vez que esto ocurrió de manera abrupta fue durante la época de Ronald Reagan, cuando el presidente de la Reserva Federal Paul Volcker decidió, en 1981, una violenta suba de las tasas de interés de referencia, que se acercaron a máximos de 20%. El objetivo: acabar con la inflación lo antes posible y a cualquier precio.
El resultado de este salto en las tasas internacionales fue la crisis de la deuda en buena parte de una América Latina altamente endeudada, que significó un descalabro financiero mayúsculo en la región y nuestra primera década perdida. Con todo, el riesgo de que hoy suceda algo similar es bajo. El recalentamiento de la economía de Estados Unidos debido a los precios internacionales (y en parte a los estímulos del Plan Biden) puede significar una suba transitoria de precios, pero es difícil que esto se transforme en una inercia de las expectativas en lo inmediato. Por otro lado, si las presiones inflacionarias se sostienen, lo más probable es que la Reserva Federal esta vez no reaccione con histeria, sino con subas pausadas de la tasa, y seguramente con un mejor timing que el de aquella vez.
PM