El 42% de las personas están en situación de pobreza y más del 10% están en situación de indigencia. En cualquier lugar del mundo diríamos que la economía tocó fondo. Sin embargo, estamos en Argentina y aún muchos se preguntan: “¿Cuándo explota esto?” La explosión de la economía se asocia al fin de un modelo que, por lo general, da surgimiento a otro distinto. El proceso es acompasado por un cambio político y organizacional: la sociedad permite esa reorganización. La degradación del país es peor, no tiene color político: ningún partido en el poder pudo resolver problemas, ni estructurales ni coyunturales. Quizás la opción sea entender que estos grandes asuntos de la economía argentina no están tan disociados.
Inflación y pobreza, un vínculo no tan evidente
La inflación es uno de los motores que generan pobres en Argentina. Nuestra medición de pobreza es ‘absoluta’. Es decir, si en Argentina un individuo o un hogar no gana determinado nivel de ingresos que alcance para sostener una canasta de consumo básica, entonces, está en situación de pobreza. Para explicarme mejor, en el límite esto implica que podemos tener un país con el 100% de pobres.
La ecuación parece sencilla: si los ingresos crecen por debajo de los precios, los pobres se incrementan. Un ejercicio mental puede ayudar a clarificar la cuestión. Si dada la producción de un país los precios suben, lo único que hubo fue un cambio distributivo: unos tienen más, otros tienen menos. Luego, puede haber consecuencias en la cantidad de producto que provoquen más pobreza. Pero, el corazón de por qué la inflación causa pobreza es -meramente- distributivo.
Actualmente, el país tiene un ingreso per cápita similar al de 1974, pero peor distribuido. Más allá de haber caído varios peldaños en el ranking global, puertas adentro estamos peor. El coeficiente de Gini es una variable que mide desigualdad. Sin entrar en tecnicismos, un valor de 0 implica completa igualdad, un valor de 1 implica completa desigualdad. En 1974, el Gini de Argentina era de 0.35. Actualmente es de 0.45. Una torta de cumpleaños de 47 años más chica y peor distribuida.
Sobre esta situación es que se monta el tema inflacionario. Muchas familias y hogares que no logran recomponer ingresos al ritmo del incremento de precios quedan por debajo de la línea de pobreza. El vínculo entre inflación y pobreza se agrava con una mala distribución.
Con una inflación que desde LCG anticipamos que estará entre 4% y 4,5% para el mes de marzo y con un abril que parece mostrar un piso de 3,5%, el futuro en materia de indicadores socioeconómicos no luce muy promisorio. La cuestión es más delicada y hay que evitar caer en los extremos. Que la inflación per se no cause la pobreza no implica que la misma no sea un problema y que no tenga relación con la segunda, como se explicitó en el párrafo anterior.
Este Gobierno festejaría tener una inflación de 30% para 2021, 10 puntos porcentuales por encima de los que teníamos hace 10 años y que, poco a poco, fuimos naturalizando. El camino más cómodo es el de culpar a consultores, medios, analistas, gobiernos anteriores, etcétera, de querer generar mal ambiente. El problema inflacionario fue observado con igual vehemencia en los distintos gobiernos, incluso cuando era mucho más baja. Se trata, simplemente, de advertir que el camino por el que estamos transitando es peligroso no sólo en el corto plazo, sino en las consecuencias de seguir aceptando que la inflación puede instalarse, con niveles más elevados y consecuencias graves sobre el capital humano: ¿De qué crecimiento inclusivo se puede hablar con 57% de niños y jóvenes pobres?
Pobreza, desigualdad y crecimiento
Sociológicamente, se percibe a la desigualdad como una lucha. “El de al lado quiere que yo financie su renta baja, justo yo que trabajo todo el día. Es injusto que pague tantos impuestos.” Es que es difícil internalizar las externalidades de la igualdad. El de al lado tiene que avanzar a la par, también, para que esto sea sostenible para todos. Se crean falsos dilemas y la sociedad se polariza.
En el otro extremo, “hay que igualar para crecer, entonces hay que redistribuir ingresos.” Esa es una mirada muy simplista de un proceso más complejo. Se asume que el producto a distribuir ya existe y es independiente de la distribución. Que de esa vereda se acuse de simplista a la teoría del derrame es igual de ridículo a que bajo la óptica de esta última se desestime el problema de la desigualdad.
Ambos extremos derivan en crisis macroeconómicas. En la segunda, si la ‘igualdad’ no incorpora un significado más amplio que el de la dimensión única de la igualdad de ingresos, no se produce crecimiento. El conflicto de distribuir algo pequeño arruina las cuentas públicas o genera pujas de distribución de migajas. En la primera, la de la “meritocracia pura”, genera conflicto distributivo que no permite que se completen los mercados y la economía funcione en un subóptimo que terminará haciendo socialmente inviable llegar a ser un país de renta alta e igualitario con baja pobreza. En el medio, faltará inversión, en capital físico y capital humano, principalmente.
Se habla de la necesidad de generar empleo (para una fuerza laboral no cualificada) y, al mismo tiempo, se pretende avanzar en insertarse al mundo exportando servicios intensivos en capital humano en un mundo donde economía del conocimiento gana espacio. Esos niveles de contradicción son, en alguna medida, el producto del fracaso de no comprender adecuadamente, en el pasado y en el presente, las interconexiones entre crecimiento e igualdad y, sobre todo, de entenderlas como un ciclo o relación bidireccional, en lugar de ponerlas en extremos contradictorios.
Parte de la grieta actual pasa por una discusión entre ‘redistribución’ o ‘asignación eficiente para crecer’. Es un falso dilema, que -en el corto plazo- confunde-, porque los efectos de un ciclo virtuoso de crecimiento, igualdad (en sentido amplio) y reducción de pobreza se dan en el largo plazo. Como mucho debería existir el debate sobre “¿por dónde empezar?”, pero nunca plantearlo como modelos antinómicos.
GL