Cinco claves para entender el cine de Godard, un revolucionario nonagenario

Francesc Miró

13 de septiembre de 2022 07:26 h

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Durante los cincuenta y sesenta, el cine cambió para siempre y en todo el mundo. Surgieron nuevas voces que buscaban otras formas de reflexionar sobre la realidad que les había tocado vivir, y su entusiasmo se contagió sin entender de fronteras ni tradiciones.

En el Reino Unido se llamó Free Cinema y abrazó las historias de cotidianidad y locura de Tony Richardson a Karel Reisz. En Estados Unidos floreció un cine underground que abarcaría las miradas de Warhol a Jonas Mekas, fallecido hace escasas semanas. En Brasil se llamaría Cinema Nôvo y permitiría a Glauber Rocha y Ruy Guerra narrar sus historias con pretensión de transformación social. En Japón los nuevos vientos trajeron el cine de Nagisa Oshima, en Checoslovaquia los de Milos Forman y Jan Nemec y en España los de Basilio Martín Patino y Miguel Picazo entre otros.

En Francia, ojito derecho de la intelectualidad europea, se manifestó la Nouvelle Vague con François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Éric Rohmer y Claude Chabrol en primera línea de fuego, mientras que enormes cineastas como Agnès Varda buscan a día de hoy un reconocimiento que merecen desde hace décadas. De todos y todas, Godard fue siempre el menos domesticado, el más libérrimo creador, el más prolífico, el mayor canalla.

Ahora estrena El libro de imágenes, un ensayo visual sobre el significado de la mirada, el cine como producto o contestación de una realidad social y la vigencia –o extinción– de su potencial transformador. Colección de rimas visuales y manías personales que viene definir a un cineasta único. Repasamos algunas de la claves para comprender mejor el desafío que supone su cine en pleno siglo XXI.

Otras formas de narrar

“Fumista para quienes empecinados en las formas de narrar más simples no le entienden y le desprecian como el profano en la pintura desprecia el arte abstracto, Godard es al cine lo que James Joyce a la novelística del siglo XX”, decía el crítico Javier Memba en su libro sobre la Nouvelle Vague.

Exagerase o no, es cierto que el cine de este artista francés no es un ramillete de bellas historias sobre su tiempo sino más bien una exploración formal, estilística e incluso semiótica de otras formas de narrar. Desde que estrenase Sin aliento, allá por 1962, su cine ha recorrido siempre caminos poco transitados para buscar estrategias que constituyesen un avance, o mero pensamiento, para el lenguaje del cine.

Decía él mismo sobre aquella joya protagonizada por Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg, en Cahiers du Cinéma, donde escribía junto a compañeros de generación como Truffaut: “Lo que yo quería era tomar una historia convencional y rodarla de manera completamente distinta a como se había hecho hasta entonces. Quería dar la sensación de que las técnicas cinematográficas se acababan de descubrir”.

Una intención que vertebraría los primeros trabajos de su dilatada –e increíblemente prolífica– carrera, desde Sin aliento, pasando por Vivir su vida, El desprecio, Banda aparte y llegando hasta Pierrot, el loco. Obras, todas ellas, en constante diálogo con las ideas fundamentales, sociales y filosóficas del siglo XX.

“En cuanto al fondo que entrañan tan cautivadoras formas”, escribe Memba, “esa desdramatización de los malotes, ese tono de caricatura que el maestro imprime a casi todo, se detecta en realizadores tan aplaudidos como Quentin Tarantino –reconocido admirador de Godard–, o Wong Kar-Wai. Más aún, la practica totalidad de los actuales cultivadores del cine independiente de una u otra manera está influenciada por Godard”.

Un poquito de marxismo

Todo aquella forma de comprender el cine viviría un cisma en el interior de Godard en mayo de 1968. París ardía buscando la arena de playa debajo de los adoquines, mientras el realizador francés asumía una serie de postulados revolucionarios sin parangón. Sus simpatías maoístas y el debate mediático sobre la legimitidad de la lucha armada le habían llevado a rodar la mítica La Chinoise. Anticipando el malestar generacional que desembocaría en aquel conato revolucionario.

“Godard fue el único cineasta que, tras los acontecimientos del 68, nunca volvió a hacer las mismas películas de antes”, describía el artista Harun Farocki en su libro conversado con Kaja Silverman A propósito de Godard. “El único que no consideró todo eso como un mero paréntesis sino como un punto de partida”.

Tras lo vivido aquel año, Godard anunció que dejaba el cine comercial y abrazaba la propaganda, como antes hicieron algunos de sus cineastas favoritos. Inaugurando así una etapa de su cine entendido como arma política capaz de concienciar al espectador, e incluso alterar la sensibilidad del tejido social en determinados temas. Con el llamado Grupo Dziga Vertov realizó Pravda para cuestionar la capacidad de engaño de las imágenes y el revisionismo comunista; Luchas en Italia para reflexionar sobre las contradicciones del marxismo y la moral burguesa; y Aquí y allá para denunciar la ocupación de Palestina.

En el 72 su película Todo va bien volvería en parte a la narrativa audiovisual clásica para ofrecer una de las muestras más relevantes de cine social. Discurso ampliamente integrado en el cine francés contemporáneo cuya influencia se puede rastrear hasta en El odio de Mathieu Kassovitz.

Ejercicio para descolonizar la mirada

Desde que en 1963 la censura francesa prohibiese la distribución y exhibición de su film El soldadito, Godard ha abogado en múltiples ocasiones por evitar la mirada centralista del cine occidental y abrazar otra forma, más global, de entender las imágenes. Por cambiar el foco. No en vano, aquella película se significaba como un inteligente alegato en contra de la colonización en la guerra de Argelia. Como La Chinoise lo fue contra la ocupación estadounidense de Vietnam.

“No hay ninguna duda de que el acto de representar casi siempre implica violencia hacia el tema de la representación”, reflexiona el propio Godard en El libro de imágenes en referencia a la coacción que implica la representación occidental de Oriente. La mirada, casi siempre imbuida de prejuicios, que un mundo proyecta sobre otro que no conoce. Bien invadiendo el espacio representativo de particularidades culturales propias, bien exaltando las ajenas hasta dejarlas en el terreno de lo exótico.

“Se les representa con exageraciones y jaleo. Al mundo no le interesan los árabes. El mundo árabe es un paisaje, un decorado. Aunque exista como un mundo en sí mismo nunca se aprecia como tal. Siempre se le considera como un todo en relación a cualquier país de Oriente Medio”, añadiría el autor.

Para el Godard de hoy, el cine puede ser un ejercicio para conocer culturas no occidentales, abrirse a ellas e intercambiar relevancias. Para nutrirse. Si el egocentrismo del séptimo arte actual lo permite. “¿Quién ha llamado 'arte' al cine? Sólo los occidentales”, recogía Natalia Ruiz en En busca del cine perdido.

El cine es una ciencia experimental

El libro de imágenes es el último ejemplo del Godard más experimental. Aunque bien es cierto que viene estudiando los límites formales del arte cinematográfico como espacio de encuentro entre espectador y artista desde que iniciase su carrera.

Allá por 1973, Godard se toma en serio –se considera el vídeo Moi Je como el que abre su etapa teórica–, la exploración de lo formal en el séptimo arte, alejada de su concepción narrativa, de la idea de cine como arte para contar historias a través de imágenes en movimiento.

Puestos en duda sus postulados, su obra ha reflexionado sobre múltiples realidades alejándose, cuando lo ha necesitado, de la lógica. “Marxismo, psicoanálisis y semiología constitituyen un marco común definido por una voluntad de deconstrucción crítica”, describe David Oubiña en el prólogo de A propósito de Godard. “Esa es la lección de Godard: mirar debería implicar un cuestionamiento de la mirada”.

Una objeción al acto de la mirada pasiva que Godard lleva cultivando desde hace décadas y que ha destilado hasta cintas como Filme socialisme, Adiós al lenguaje y la que ahora llega a nuestras pantallas. Un cine que antepone el interrogante a la pregunta para mover al espectador hacia el cuestionamiento de la imagen en una sociedad ultramediatizada.

El cine es esperanza

En 1963, su cinta El desprecio se abría con una cita de André Bazin –padre intelectual de gran parte de la Nouvelle Vague–, que rezaba: “El cine sustituye nuestra mirada por un mundo más en armonía con nuestros deseos”. Pues bien: no solo ésta era una reflexión sobre el deseo, todo la obra de Godard se configura como una extrapolación de sus anhelos para con el mundo. De su confianza –y paulatina decepción–, para con su capacidad emancipadora. 

De ahí que El libro de imágenes  se revele, en última instancia, como una llamada de esperanza en la capacidad transformadora del cine. Intelectual, material o sentimentalmente. La voz en off  del realizador francés -quebrada y a punto de apagarse, como bien apuntaba el crítico Jordi Costa- exclama en el el tercer acto de este viaje cuasi performático que es su último film: “Incluso si nada ocurriera como nos habíamos imaginado, nuestras esperanzas no cambiarían. Las esperanzas seguirán existiendo y la utopía será siempre necesaria”.

“Pensar consiste, entre otras cosas, en tocar lo que se nos escapa de las manos”, describía el filósofo y periodista cultural Albert Lladó en el libro Humanidades en acción. “Pensar es aproximarse al territorio donde los prejuicios caen, de forma necesaria, por el abismo que se abre entre cada vínculo no dibujado”.

Eso es exactamente lo que nos propone Godard con El libro de las imágenes. Un artefacto para pensar el cine como un diálogo, como un intercambio de pareceres entre imágenes en movimiento que significan lo que cada uno tenga a bien interpretar. Pero con capacidad para afectar y transformar, si bien no el mundo, sí la mente de cada espectador. Para entender el séptimo arte como una utopía capaz de cambiar y cambiarnos.