Puede que el desarrollo tan esquizofrénico que ha tenido El planeta de los simios como saga durante buena parte de su historia se deba a la potencia del desenlace de la película original. Es uno de los finales más icónicos de todos los tiempos, ejecutado como un giro devastador que se aleja juguetonamente de lo descrito en la novela de Pierre Boulle para inyectarle a la aventura del astronauta George Taylor un angustioso peso de gravedad existencial. Resulta que durante todo este tiempo el personaje de Charlton Heston estaba en la Tierra. Que no había viajado a través del espacio, sino del tiempo. El planeta de los simios era nuestro planeta, dentro de unos cuantos años. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo había podido ocurrir?
Las siguientes películas de El planeta de los simios, producidas a toda velocidad entre 1970 y 1973 —a película por año, cuatro en total—, se dedicaron a contarlo valiéndose de una paradoja temporal. En un momento dado una pareja de simios volvía atrás en el tiempo, a lo que conocemos como nuestro mundo, y al engendrar a un caudillo llamado César condenaban a la humanidad. Así de sencilla era la argucia narrativa, propia de las coordenadas de Serie B que definían la franquicia, y que aún así en la década de los 70 podía ejercer de espejo para un clima deprimente, donde el futuro no parecía posible ni deseable. Pero la saga terminó pronto, atropellada por la velocidad con la que se había querido explotar el éxito de 1968.
Tiempo después Tim Burton dirigió un remake que quería ceñirse más a la novela de Boulle, ignorando el trasvase espaciotemporal de la adaptación cinematográfica para en su lugar regodearse, con el fetichismo habitual, en lo que podía ser un genuino planeta de los simios. No recibió muchos elogios, al contrario de lo que sí logró en 2011 El origen del planeta de los simios. La Serie B y la imaginería burtoniana daban paso aquí a otro tipo de espectáculo: uno que, influenciado por el cercano Caballero oscuro de Christopher Nolan, había quien llamaba clever blockbuster. Blockbuster inteligente. Ambicioso, de ímpetu intelectual. Y aún así, puede que lo que más trascendiera de esta nueva fase fuera el trabajo de Andy Serkis.
Un trabajo que define El reino del planeta de los simios. Owen Teague, intérprete de Noa (el nuevo simio protagonista de la última entrega que este jueves llegó a las salas de cine), asegura a elDiario.es que “aunque Serkis no inventara la captura de movimiento, sin duda es su padrino”. “Fue el primero que la concibió como una actuación real. El reino del planeta de los simios no habría sido posible sin su César”.
Las posibilidades de la tecnología
El motion capture (captura de movimiento) traslada las acciones de un intérprete a un modelado digital. Se le ha llamado así desde los primeros experimentos de los años 50, aunque Serkis quiso renombrarla pronto, según el mundo quedaba extasiado por su trabajo en El señor de los anillos. Tal compromiso había contraído con Gollum, tanto había logrado transmitir, que el actor consideraba más adecuado “performance capture” (captura de interpretación). Es el término que ahora suelen utilizar sus profesionales, incluidos los de El reino del planeta de los simios.
El reino del planeta de los simios supone, más o menos, un reinicio para la saga de El planeta de los simios. No planta la misma distancia con entregas previas que la que practicaran antes Burton o Rupert Wyatt con El origen del planeta de los simios. De hecho, su trama se asienta en la línea narrativa que inauguró esta última, con el César que encarnó Andy Serkis. Según los designios de 20th Century Studios, su director Wes Ball ha orquestado el reboot que realmente es una secuela tardía, ambientada décadas y generaciones después de lo que vimos en La guerra del planeta de los simios (el final de la trilogía que firmó Matt Reeves hace siete años). Eso significa que César ya no está, pero su figura lo determina todo.
Y, con ella, la huella imborrable que Serkis ha dejado en la performance capture. Kevin Durand interpreta en El reino del planeta de los simios a Proximus Caesar, el gobernante de una civilización primitiva de monos inteligentes que asegura seguir los designios de César (algo así como el Moisés de su raza). Y Durand se acuerda, antes que de César como tal, de otro simio que interpretó Serkis a mediados de los 2000: “Él ya nos había inspirado mucho antes con King Kong”. “Recuerdo verle interpretando a Kong cuando tenía seis años. Eso me inspiró a ser actor, y quizá a probar con la performance capture”, asegura Teague. “La humanidad que él ha llevado a todos sus personajes digitales es extraordinaria, realmente ha sobrepasado todos los límites de cómo podemos empatizar con ellos”.
Durante la primera década de los 2000, Hollywood se sumió en la fiebre de la performance capture desde dos vías. Por un lado estuvo la de Robert Zemeckis con películas de animación estilo Polar Express, comúnmente consideradas fallidas por su movimiento ortopédico y la afloración del “valle inquietante” (el rechazo instintivo a una réplica antropomórfica que se parece demasiado a un ser humano real). Por otro estuvo la escuela Andy Serkis: intérpretes que interiorizaban esta nueva dinámica y actuaban tras un velo digital con resultados sorprendentes y enriquecedores. Tanto Teague como Durant se muestran muy satisfechos de su experiencia con la performance capture. “Ha sido algo liberador”, apunta Durant, a quien hace poco vimos en el film de terror Abigail. “Me ha liberado de mí mismo”.
“Permite que te olvides de tus inseguridades humanas, que desaparezcas y te conviertas en alguien distinto”, asegura el actor. Estas palabras remiten a lo que James Cameron dijo allá por 2009, presentando con Avatar la cumbre de la escuela Andy Serkis: el director, tras alumbrar para los Na’vi la performance capture más avanzada que jamás viera la industria, aseguró que esta había “liberado a sus actores del cuerpo físico, para centrarse únicamente en su emoción”. Cameron siguió indagando en este terreno, claro. En El sentido del agua, secuela de Avatar, se las apañó para contar con una performance capture submarina, logrando imágenes de una sofisticación técnica que dejó atrás a pioneros como Peter Jackson o Steven Spielberg.
Pero si la performance capture atrae tanto a los intérpretes no es por la tecnología sino, irónicamente, por la sencillez que implica “A veces solo trabajas contigo mismo y con tu imaginación. Hay mucho de black box theater en la performance capture”, asegura Teague. El black box theater hace referencia a un teatro de vanguardia, muy propio del entorno escolar, caracterizado por una escenografía mínima y una intensa cercanía con el público. Aun cuando su ejecución sea posibilista, algo cutre incluso, permite al intérprete comunicarse con el material desde una gran visceralidad. Y, a la vez, desde esa libertad que Teague y Durand comparten, se “llega a crear algo nuevo, algo más allá de lo humano”.
Un mundo sin César (y sin apenas humanos)
Freya Allan, sin embargo, no comparte el entusiasmo de sus compañeros. Esta actriz, dada a conocer por The Witcher, es prácticamente la única protagonista humana de El reino del planeta de los simios. Siguiendo con lo narrado en la trilogía de Wyatt y Reeves, la película de Wes Ball nos devuelve a una Tierra donde la humanidad prácticamente se ha extinguido, y los simios lidian con sus restos mientras se preguntan qué horizonte civilizatorio quieren. En este sentido será fundamental el encuentro de Mae (Allan) con Noa, y una interacción que en el marco del rodaje fue algo difícil para la actriz. “Para mí la performance capture fue complicada porque tenía que rodar todas mis escenas con ellos y sin ellos”.
“Algo muy raro, con lo que me llegué a sentir muy sola”, confiesa, acaso en sintonía a la misma soledad que siente Mae cuando ha de acompañar a Noa en un viaje para rescatar a su familia de la opresión del Proximus Caesar que interpreta Durand. “Tenía que grabar escenas hablando con la nada, o incluso abrazar el aire. A veces tenía que fingir ser arrastrada por alguien, lo que hacía que me acordara de los ejercicios de la escuela de teatro”. Con lo que, en cierto modo, Allan también vincula el rodaje de El reino del planeta de los simios con el black box theater, si bien hace un gran matiz. “Más que liberador, me hizo sentir ansiedad”.
La incomodidad de Allan recuerda a la que su gremio ha experimentado con otros avances tecnológicos, estilo las pantallas verdes o su mutación más reciente: The Volume, una instalación de pantallas LED envolventes que sitúan a los intérpretes en escenarios ficticios a la vez que hiperrealistas. Es la técnica que acuñó Jon Favreau con The Mandalorian y que ha sido especialmente socorrida en tiempos pandémicos —cuando era más costoso desplazarse a localizaciones reales—, pero que últimamente ha recibido críticas por su acabado rígido y, en definitiva, bastante falso. En particular ha sido un clamor contra Marvel Studios, teniendo a Thor: Love and Thunder o Ant-Man y la Avispa: Quantumanía como exponentes.
Frente al agotamiento de The Volume, la performance capture sigue ofreciendo un festín visual de primer orden en El reino del planeta de los simios. Eso no quiere decir por otra parte que la película se libre de numerosos problemas narrativos, derivados de la ausencia de un centro gravitacional como el que había podido ofrecer César en la trilogía previa. Noa no es capaz de ocupar ese puesto mientras que Proximus Caesar —aunque sea muy interesante el modo en que coopta el legado de César para instaurar un sistema feudal— tampoco está lo bastante trabajado como para proyectar el film a los apuntes discursivos tan estimulantes de Wyatt y Reeves. En ese sentido, El reino del planeta de los simios se aparta del clever blockbuster porque parece preferir, curiosamente, la senda de James Cameron y Avatar.
Los mejores minutos de El sentido del agua se concentraban en su segunda hora, cuando la trama (exigua de por sí) se detenía y todo se limitaba a una sucesión de imágenes imponentes, de registro casi documental, dedicadas a exhibir el alcance de la tecnología CGI. El reino del planeta de los simios, con algunos tramos prácticamente mudos y una trama basiquísima que aún así se alarga a dos horas y media, recoge ese espíritu y conjura algo radicalmente distinto a la angustia que Charlton Heston sintió al ver la Estatua de la Libertad: un sentido de la maravilla. La última de las mutaciones de una saga siempre marcada por ellas.