El asalto del pasado domingo contra los centros de poder de Brasil debe considerarse, al menos en parte, como otro frente de la guerra contra la naturaleza.
Una semana antes, el nuevo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, había inaugurado su mandato con la presentación del que probablemente sea el programa de protección medioambiental más ambicioso del mundo. Lula y la ministra de Medioambiente, Marina Silva, prometieron acabar con la deforestación de la Amazonia, poner fin a las invasiones de cualquiera de los biomas brasileños y aumentar la participación de los pueblos indígenas en la toma de decisiones nacionales. Se trata de cambios de dimensiones históricas y épicas. Desde la invasión de los primeros europeos hace 500 años, la economía de Brasil se basó en la destrucción de la naturaleza y en el sometimiento de los pueblos nativos.
Las medidas representan una amenaza para la vieja élite, en su mayoría blanca, y para quienes dependen de actividades extractivas ilegales, como el acaparamiento de tierras y la extracción de oro en reservas naturales y territorios indígenas.
Los disturbios se organizaron con mucha antelación y llama la atención el hecho de que fueron ignorados por simpatizantes de Bolsonaro dentro de las fuerzas de seguridad, a pesar de haber contado con el apoyo de grandes capitales y de haber experimentado un gran crecimiento público –en forma de bloqueos de carreteras y actividad en redes sociales–.
En sus primeras declaraciones tras los hechos, el presidente brasileño insinuó que mineros ilegales, madereros y el “malvado agronegocio” podrían estar implicados en la destrucción. Estas acusaciones no fueron probadas, pero no hay duda de que los planes de Lula para proteger la selva tropical y otros biomas provocaron un gran revuelo en la Amazonia.
Durante los dos últimos meses, grupos heterogéneos de manifestantes bolsonaristas acamparon frente a cuarteles militares de todo el país. Se convirtieron en una imagen familiar con sus banderas nacionales verdes, camisetas de fútbol amarillas y pancartas que afirman falsamente que las elecciones presidenciales fueron fraudulentas e instan al ejército a intervenir. Cada vez son menos y la mayoría de la población, incluidos los soldados, los ignora. Sin embargo, curiosamente, se mantuvieron bien provistos de alimentos y carpas para resguardarse de las tormentas de la temporada de lluvias. Pocas veces los perdedores resentidos están tan bien financiados.
La ola de caos del fin de semana en Brasilia no fue más que una escalada de ese movimiento. Al menos por ahora fue sofocada por la policía federal, que detuvo a más de 1.500 personas, disolvió los campamentos de protesta y secuestró los vehículos de los participantes.
Entre los cerca de 70 primeros nombres de los detenidos divulgados por la policía hay personajes que pasarán a la historia como maniáticos criminales, similares al “chamán de Q-Anon” y otros implicados en la revuelta del Capitolio en Washington DC hace dos años.
Sus homólogos brasileños son William Ferreira da Silva, el autodenominado “hombre del tiempo”, que se presentó a las elecciones del estado amazónico de Rondonia y publicó imágenes de campaña con vestimenta militar; y Adriano Castro, artista visual e influenciador en Internet del movimiento derechista “balas, biblia y carne” [BBB, por sus siglas en inglés]. Muchos participaron activamente en política. Uno de ellos es miembro del antiguo clan gobernante: Leo Índio, sobrino de Jair Bolsonaro. Más de una docena participaban en el gobierno local o se habían presentado como candidatos en las elecciones de octubre. Otra detenida es la esposa del exgobernador del estado de Paraíba. Varios fueron guardias de seguridad municipales. Se trata de un grupo heterogéneo que incluye un mecánico del estado de Rio Grande do Sul, un barbero de Brasilia, el jefe de una asociación de comerciantes de Goiás y un abogado de Minas Gerais, entre otros muchos.
Estos son los “soldados rasos” del movimiento, que tendrán que defenderse de cargos de allanamiento, destrucción de bienes y posiblemente insurrección. Ahora la atención se centrará en los poderes que hay detrás de ellos. Entre los primeros bajo escrutinio se encuentra la policía militar, claramente favorable a Bolsonaro, que escoltó a los autobuses de los manifestantes e hizo pocos esfuerzos por impedir que irrumpieran en los edificios oficiales.
El gobernador bolsonarista del distrito federal, Ibaneis Rocha, fue destituido de su cargo mientras se le investiga por presunta connivencia. La persona designada por él como secretario de Seguridad, Anderson Torres, está siendo investigada con mayor detenimiento, ya que acababa de dejar el cargo de ministro de Justicia en el gobierno de Bolsonaro. Fue detenido este sábado cuando volvía “de sus vacaciones” en Florida, el mismo estado de Estados Unidos que sirve de refugio a Bolsonaro y sus hijos, lo que los pone, al menos temporalmente, fuera del alcance de la ley brasileña y de las preguntas de la policía sobre la propagación sin fundamento de denuncias de fraude electoral y la incitación a la violencia. El exmandatario brasileño sigue cerca de su amigo y aliado Donald Trump, que se enfrenta a cargos similares por el asalto al Capitolio.
De hecho, incluso antes de los disturbios del domingo, el presidente del Tribunal Superior Electoral, Alexandre de Moraes, ordenó una investigación sobre la financiación y organización de los campamentos de protesta que surgieron por todo el país tras la victoria de Lula. En noviembre, un informe policial filtrado reveló la existencia de un movimiento que financiaba el transporte, los aseos portátiles, los refugios temporales y la comida y bebida de los manifestantes, a los que también se regalaban camisetas de fútbol y banderas. Entre los organizadores figuraban varios políticos locales bolsonaristas.
Estas protestas antidemocráticas, que han atraído a grupos evangélicos y miembros de la extrema derecha, fueron objeto de burlas por parte de la izquierda. Pero lo cierto es que también se vivieron episodios violentos, sobre todo en el municipio amazónico de Novo Progresso, donde los manifestantes dispararon balas y lanzaron piedras contra la policía. Aún más extremo fue el intento de atentado contra el aeropuerto de Brasilia en diciembre por parte de un empresario del estado amazónico de Pará.
El vínculo amazónico
No es casualidad que muchos de estos participantes procedan de la Amazonia. La vasta región de la selva tropical es un hervidero de apoyo a Bolsonaro, junto con el extremo sur y los enclaves ricos dentro de las principales ciudades del litoral. Muchos en el “arco de la deforestación” se beneficiaron de los años de Bolsonaro, durante los cuales se produjo un aumento del 59,5% en las licencias de tierras, así como un crecimiento de la impunidad para la minería ilegal de oro y la toma de terrenos.
Ahora, el nuevo gobierno de Lula amenaza esta actividad delictiva de múltiples maneras. En su discurso de toma de posesión, Lula prometió el regreso del Estado a la Amazonia: “Fomentaremos la prosperidad en la tierra, pero no podemos convertirla en una tierra sin ley, no toleraremos la deforestación ni la degradación medioambiental”.
Su iniciativa más progresista fue la puesta en marcha de un nuevo Ministerio de Asuntos Indígenas, que otorga a las comunidades indígenas más poder y una plataforma mayor que en cualquier otro momento de la historia del país. Para muchos insurrectos, esta medida es un anatema.
Todas las miradas se centran ahora en las fuerzas de seguridad. Las lealtades del ejército parecen estar con Bolsonaro. Los generales desempeñaron un papel destacado en la última administración y Bolsonaro fue capitán del ejército y partidario entusiasta de la última dictadura militar de Brasil, de 1964 a 1985. Aquel régimen comenzó con un golpe de Estado y centró gran parte de sus energías en abrir la Amazonia a la explotación por parte de grupos empresariales afines.
Hasta ahora, el ejército, a diferencia de sectores de la policía militar, hizo caso omiso de las súplicas de los golpistas. Eso puede deberse a que la guerra contra la naturaleza ya no es un buen negocio. La crisis climática convirtió a Bolsonaro en un villano internacional y a Brasil en un paria, lo que fue malo para el comercio.
Muchas de las tensiones que ahora están estallando, tanto en Brasil como antes en Estados Unidos, están relacionadas con la tensión sobre el viejo modelo capitalista industrial. En ambos países, el antiguo régimen quería mantener la vieja forma de hacer negocios, ya fuera talando árboles o generando combustibles fósiles, pero las ganancias económicas eran insignificantes y los riesgos para la reputación, enormes.
Lula, por el contrario, representa a una coalición de los más amenazados por el robo y la contaminación de la tierra fértil, el agua limpia y el aire puro; los que quieren restaurar la reputación internacional de Brasil en aras de las exportaciones, y los alineados con un movimiento mundial basado en la ciencia que se dan cuenta de que el único futuro viable es un nuevo enfoque hacia los sistemas planetarios que sustentan la vida, como la Amazonia.
Hasta ahora, las instituciones respaldaron a Lula, pero es un momento de riesgo para la democracia brasileña y su transición hacia un modelo de desarrollo menos destructivo. Si los mercados y los militares se mantienen de su lado –o al menos en la barrera–, el intento de golpe de Estado fracasará en Brasil como lo hizo en Estados Unidos. Esto no es en absoluto seguro, e incluso si resulta ser el caso, la guerra está lejos de haber terminado.
Traducción de Emma Reverter.