Cien días atrás, un año atrás, ni del Joe Biden candidato demócrata, ni del ganador en las disputadas elecciones del 3 de noviembre que acababa de jurar como presidente n°46 como sucesor del reluctante republicano Donald Trump, que no estaba ahí para el traspaso de mando, nadie había augurado que estaba en sus planes y programa el preocuparse mucho por Latinoamérica. Cien días después, Latinoamérica lo ha ocupado de un modo que ni él, ni su campaña, ni sus asesores habían anticipado. Ha sido la causa de la mayor catástrofe de su mandato, y el punto que desploma el promedio de una popularidad que las encuestas que tradicionalmente miden el simbólico primer centenar de días sin embargo registran pacíficamente alta. El aluvión de caravanas de centroamericanos en la frontera Sur, de menores no acompañados y también de adultos solitarios, le costó la primera renuncia de una funcionaria. El 53% de la población de EEUU desaprueba profundamente la reforma migratoria de Biden, según una encuesta difundida el martes. La ex embajadora en México Roberta Jacobson, que había sido encargada de supervisar in situ los cambios más benignos introducidos desde el primer día por la nueva administración, anunció su renuncia el 9 de abril. Este tema y problema, y la voluntad de enfrentar y competir con Beijing en la región, han desplazado las restantes consideraciones y constantes de la relación de Washington en el hemisferio.
Frenar las caravanas que cruzan la frontera, frenar a China que penetra la región
En todo cuanto pudo, Biden mantuvo el statu quo que significara menos demandas, o retrotrajo las relaciones al statu quo que había dejado Barack Obama, como en el caso de Cuba. El mayor eje diplomático busca limitar el avance de China, comercial, político, estratégico, y militar. En una operación de pinzas, o de lisa y llana economía de recursos en tiempos de pandemia y recesión, la administración busca, o desea, que la mayor presencia norteamericana, que significaría menor presencia china, según piden, con promesas en mano, los enviados que recorren la región, se tradujera también, en México y América Central, en la creación local de circunstancias y oportunidades nuevas que contribuirían, si no a detener, o morigerar las olas migratorias que no sólo no cesan, sino crecen, en los últimos meses, y de las que no hay señal de merma ninguna.
Un grandioso proyecto presidencial, este sí alimentado por Biden desde sus años como vicepresidente en dos mandatos de Obama, buscaba frenar la migración en su origen. El método era una suerte de Plan Marshall ad-hoc, para volver a Centroamérica próspera, democrática, ni violenta ni corrupta, de modo tal que la esperanza en mejoras en los futuros nacionales viables en las comunidades de origen obre como contrapeso realista y eficaz para la desesperación, la urgencia, y la incólume ilusión del sueño americano.
Jacobson tenía un cronograma de trabajo precisamente para los primeros cien días, cuyos éxitos pensaba enumerar Biden el miércoles en el Capitolio en su mensaje a las dos Cámaras del Congreso al cumplir su simbólica centena de jornadas. Sólo podrá reconocer fracasos cuyo puntual registro y sistemática denuncia ha hecho ya la oposición republicana y admitir que, si ahora se ha formado una composición de lugar, en ella hay más riesgos a corto plazo que las estrategias a mediano o largo que tenía preparadas, y que a su vez no prometen ser tan serviciales ni siquiera en un horizonte de larga duración.
Reforma migratoria, derechos humanos y prestigio
Las medidas más espectaculares e iniciales de la presidencia, exactamente cien días atrás, querían ser el anticipo de una reforma migratoria que los demócratas siempre conciben en gran escala, sin conseguir que sea votada como ley. En sí mismas, antes que avances, eran retrocesos, porque básicamente se limitaban a dejar sin efecto la normativa, esta sí novedosa, de la anterior administración republicana. El primer decreto de Biden fue detener de inmediato la construcción del muro con México. Fue seguido por otros decretos que permitían la reunión de familias separadas a uno y otro lado de la frontera, según quienes pudieron ingresar y quedarse, y quienes no lo lograron o sufrieron deportación, y la restauración de las normas para las demandas de asilo a la versión anterior a las reformas de Trump, permitiendo que quienes demanden asilo puedan acompañar la evolución del proceso en suelo norteamericano, y no deban permanecer en el extranjero hasta que se dicte sentencia, que recién entonces, si es favorable, pemitirá el ingreso e instalación en EEUU.
Estas medidas cimentaron el prestigio de la administración en la izquierda partidaria, y en los grupos y organizaciones de Derechos Humanos: el nuevo presidente volvía a mostrar el rostro generoso y abierto al mundo de EEUU. Daba prueba de que había cumplido sin dilación una promesa varias veces reiterada. La aprobación pública, nacional e internacional, fue inmediata en muchos sectores y países; el entusiasmo, en cambio, menos generalizado, y menos duradero aun donde había existido. Fue inútil que el secretario de Estado Antony Blinken aclarara que el hecho de que se diera un trato más benigno a quienes buscaba asilo no significaba en absoluto que a partir de ahora se fueran a aceptar más solicitudes que antes, ni a que significara una decisión tomada en pro del ingreso de más refugiados. La anunciada proscripción de la legislación y del lenguaje oficial del término ultrajante ‘extranjero ilegal’ (illegal alien) no trae aparejado que todos quienes crucen sin autorización de las autoridades norteamericanas la frontera sur serían bien recibidos de inmediato para continuar su vida y trabajar en EEUU. Las caravanas aumentaron a números récord, sucedidos por otros números récord.
Caravanas de migrantes, catástrofe política, derechos humanos y desprestigio
El promedio de ingresos al suelo de EEUU sin autorización (ingresos detectados) en los cien días de Biden es de 5000 personas por día, de las cuales 500 son menores no acompañados, que no pueden ser deportados sumariamente. Durante los primeros meses, Biden insistió en que el crecimiento no era alarmante, y que los números seguían en el rango promedio de los heredados de la administración Trump. Esta visión conservadora de la situación fue desmentida por el hecho de que los funcionarios, ante el alud de menores, reabriera centros de recepción que el propio Trump había cerrado, donde los niños eran alojados en células semejantes a jaulas, para despertar la conmiseración de parientes que vinieran a buscarlos, o los reclamaran y pidieran que fuesen encaminados a países y hogares de origen. Biden puso a la vicepresidenta Kamala Harris al frente un grupo de tareas destinado a enfrentar la cuestión del avance migratorio. También faltan buenos éxitos que mencionar, hasta ahora, en el discurso del balance de los cien días.
La esperanza en el exceso futuro de vacunas
En los otros aspectos de su relación con el hemisferio occidental, ha logrado mantener, como se proponía, el statu quo, o este le ha evitado mayores alarmas. Su intervención diplomática ha encontrado en la contención de la influencia china, uno de cuyos subcapítulos es la competencia sanitaria por brindar asistencia médica y proveer (en términos que oportunamente varían desde onerosos hasta gratuitos) dosis extra de vacunas anti Covid-19 de diversos laboratorios. En el caso de EEUU, Biden ha prometido la inmunización total de la nación, que se habrá cumplido en el también simbólico día de la Independencia del 4 de Julio. La promesa es creíble y creída: dos tercios de la población de EEUU aprueba la gestión de la pandemia por la administración actual. En ese caso, la capacidad fabril e industrial instalada permitirá mantener el ritmo y nivel de producción, con lo cual EEUU dispondrá de números millonarios de dosis extra de vacunas que le darán nuevas bases negociadoras, aun cuando declaradamente, a diferencia de sus adversarios -dicen-, ninguna conversación condicionan con estos auxilios. No lo han entendido así en México, donde vieron flexibilizar exportaciones e importaciones de insumos sanitarios, y aun llegar inesperadamente cargamentos de vacunas, a medida que la administración reconocía que necesitaba, como antes Trump, que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ejerciera, por el empleo de la fuerza de seguridad y aun militar, un control de las caravanas, y las alejara cuanto más pudiera de la frontera norte mexicana.
Sin mucho clima para el clima
Cien días atrás, otra medida espectacular fue la reincorporación de EEUU al acuerdo de París. En sus cien días, ha sido anfitrión de una Cumbre que restableció como doctrina de Estado la teoría del cambio climático. En la Cumbre, el mundo presenció una sospechosa conversión, la del presidente brasileño Jair Messias Bolsonaro, antes negacionista del cambio climático y de la pandemia como su admirado Trump, que prometió detener la deforestación de la cuenca amazónica que había tolerado -en aras de la economía, el mismo argumento que usó para abstenerse de ordenar cuarentenas- desde el inicio de su gobierno. Entre las promesas de campaña de Biden, había un fondo de 20 mil millones de dólares para la protección ecológica del Amazonas. Antes, tal programa no era bienvenido por Jair Bolsonaro, pero tampoco por la mayoría de los brasileños, que miran con alarmada sospecha toda beneficencia exterior focalizada en la selva y la cuenca amazónicas como un ataque camuflado contra la soberanía nacional secundado por una subrepticia pero inocultable codicia de rapiñas y despojos. Ahora, no faltan las voces que dicen que a Bolsonaro la parte de los 20 mil millones ha dejado de resultarle indiferente, si puede participar en la administración de tal recurso.
Los entusiasmos de EEUU en pro de formas limpias de energía reciben habitualmente desprecio o sorna de Andrés Manuel López Obrador. El político que evoca al nacionalista Lázaro Cárdenas hace del monopolio estatal mexicano de la explotación de hidrocarburos una de las bases más inconmovibles de su gobierno y de su credo. No ha habido mayores avances en este punto.
La munición de la democracia
Durante años, la palabra ‘democracia’ era un arma que EEUU usaba, en América Latina, para hacer fuego contra Cuba, Venezuela, y Nicaragua. El alineamiento respecto a la República Bolivariana ha dejado de ser, aparentemente, un requisito exasperante requerido para acuerdos y progresos por la Secretaría de Estado, más preocupada por China que por ese aliado chino e iraní en un momento en que no está en su mejor forma. Con Trump, Washington había regresado a un principio de aislacionismo muy antiguo en la política exterior y militar, uno de cuyos presupuestos o cálculos era que la defensa nacional, si el país se apartaba de los conflictos externos, quedaba asegurada porque esos conflictos seguirían y debilitarían a sus rivales enfrentados, y EEUU se fortalecería, en paz consigo y sin beligerancia con el mundo. Con Biden, se ha vuelto a la también antigua, pero medio siglo más moderna, política de la contención, donde la fortaleza y seguridad se aseguran con alianzas estables y zonificadas contra enemigos comunes -las guerras al comunismo, a las drogas, al terrorismo, fueron trasladadas a América Latina-. Ahora, menos militar, aunque no menos estratégica, es el turno de guerrear con China, pero Washington hace mucho menos pie en el terreno que en las guerras anteriores. Con lo cual, la actual administración tampoco parece abandonar la fe en que, simultáneamente, el aislacionismo residual de los años Trump, y conflictos en los que prefiere participar lo menos posible -como el de Colombia y Venezuela- también se resolverán en una inercia que la deje indemne, para ocuparse de la migración y de China, y todo el resto quedará para un futuro en el que no desperdicia imaginación.