Es paradójico: la muerte de ciertas personas potencia su vida, los hace ver más vivos que nunca en la cadena nacional voluntaria en la que se convierte su despedida. De Mauro Viale hay horas, días, quizás años de videos para reproducir. Hasta este viernes, hacía un programa diario, Mauro, más que noticias, y uno de 5 horas los domingos, Mauro, la pura verdad. Pero esa exigente rutina empezó hace unas tres décadas, como mínimo. Durante varios años de los 90, Viale tenía un programa de dos horas a la mañana y otro de duración similar al mediodía. Si sintonizabas ATC entre el 91 y el 96, tenías una posibilidad certera de encontrarte con él. Mauro Viale era la televisión. Y desde sus títulos, sus programas además acentuaban esa simbiosis televisión-vida que era parte de su época: La mañana con Mauro, El mediodía con Mauro, Anochecer con Mauro. La tele como compañía pero también como omnipresencia: desde esa plataforma cotidiana, Mauro Viale definió cómo la televisión argentina tramitaba su proceso estético y ético hacia “devorarlo todo”, como decía Oscar Landi. La televisión de esos años devoró a la política -recuerden ese hit llamado “videopolítica”- y brindó una nueva versión -televisiva- de los casos reales. En años de enorme cuestionamiento a la justicia desde programas de periodismo de investigación “serio” -furor de Dia D, por ejemplo-, Viale hizo cuanto pudo para quitarle todo halo de solemnidad a la institución justicia y a causas judiciales, como con el desfile de testigos del Caso Cóppola, que cobró vida propia. Lo hizo desde una pantalla como ATC, otra institución altamente cuestionada de la época.
En el desayuno, al mediodía y cuando se hacía de noche, Viale ofrecía un escenario para la videopolítica y también para la expansión del reality show como tono, como propuesta y como aspiración de los ciudadanos a aparecer en la televisión. El periodista, que venía de la cobertura deportiva, dejó unas definiciones sagaces sobre la televisión de alto impacto que él llevaba a cabo. Cuando en una entrevista le preguntaban por los efectos que podía tener la exposición para las personas que iban a su programa, Viale respondió que nadie iba inocentemente: algunos iban a pedir garantías, otros a buscar ayuda o a presionar a un juez: “Hoy todos los poderes ven televisión. En las comisarías lo hacen. Los jueces ven televisión a esa hora y tienen que reaccionar”, le dijo a Rolando Graña en una entrevista de Página/12 que se tituló “El Neustadt de los pobres”.
A comienzos de la década, Mauro Viale era un blanco recurrente del ala cultural de Página/12, epítome del progresismo antimenemista. No tanto como Gerardo Sofovich, pero Mauro Viale también era algo más que un periodista televisivo: era un símbolo. Y en su caso, la palabra que salía de los trazos más ilustres repetían la misma palabra: amarillismo. Viale respondía y devolvía: “Una vez leí a un filósofo que decía que el amarillismo era tanto el de la página policial como el de Página/12, que publica en la tapa la avispa del presidente, y se preguntaba qué era más amarillo (...). La frontera es delicada”.
Los cuestionamientos se repetían. Y las narrativas en torno a él postulaban la dicotomía: ¿A favor o en contra? Él definía su forma de hacer televisión: “Yo soy ético, absolutamente ético. Sin embargo, como soy periodista, a veces creo que hay que mostrar las cosas con crudeza, con rigor, porque la conmoción hace que la gente se sacuda y entienda mejor”. Cuando se lo lee en entrevistas hechas por otros -que no han sido tantas si se piensa en los 50 años de actividad en los medios y en su influencia-, se comprende por qué tantas personas de la televisión lo señalan como un maestro de los formatos y de la búsqueda de noticias.
En 1996 terminó -momentáneamente- su vínculo con ATC y pasó a América, donde el Caso Coppola se expandió hasta conformar una trama televisiva autóctona tan identificable para los +30 como cualquier telenovela exitosa. Su partida del 7, en donde había sido relator de fútbol, periodista de actualidad, gerente de noticias y conductor exitoso, estuvo cruzada por rumores de presiones de distintos sectores a Carlos Menem. Viale contó que el presidente lo apoyaba, pero que él sintió el límite: “El día del carterazo de la madre de María Fernanda a Natalia supe que yo no podía seguir en el canal del Estado”, dijo en una entrevista que dio cuando se pasó a América 2, en donde dio rienda suelta al Coppolapalooza.
A Canal 7 volvió fugazmente en 1999, con el menemismo en declive económica y estéticamente. Su programa no pudo recuperar el rating del esplendor noventista. En cierto punto, los tiempos habían cambiado.
Él también iba a cambiar, pero nunca dejó de pasar muchas horas en televisión. En sus últimos años al aire conservaba la frescura de su manejo escénico, la cintura para gestionar la televisión en vivo como ningún otro periodista argentino, y el olfato por la noticia y el impacto que se podía advertir en cada repregunta a un entrevistado.
Desde que se conoció su muerte, escuchamos hablar de sus invenciones: el primer plano en noticieros para destacar a invitados o panelistas, la voz en off en el vivo mientras otros hablan, las frases y los recursos que hicieron sus productos tan pregnantes y tan típicamente firmados por Mauro Viale. Pero también, apareció nuevamente el comentario de la compañía que brindaba con sus largos programas durante la pandemia de Covid-19. Una cobertura persistente y en tiempo real, preocupada, inquieta y ciertamente plural.
Son apenas las puntas conmovidas de un análisis que inevitablemente va a ir creciendo sobre la forma de narrar la actualidad que tenía Mauro Viale, que no solamente fue el emergente de una época significativa de la industria: también fue uno de los diseñadores.
NS