En nuestros primeros meses de vida, los seres humanos dormimos de media unas 16 horas por día, aunque hay bebés que llegan a hacerlo durante veinte horas cada jornada. Ese número de horas se va reduciendo durante la infancia de manera gradual, hasta que las horas de sueño recomendadas para la adolescencia es de nueve, mientras que a partir de la adultez lo aconsejable es dormir entre siete y ocho horas diarias.
Sin embargo, a los adultos mayores dormir les cuesta cada vez más. Al menos, hacerlo durante esas siete u ocho horas que los expertos señalan como óptimas para la salud. Y no es solo una cuestión de cantidad, sino también de calidad: el sueño, a partir de cierta edad, ya no es tan bueno como en las etapas previas de la vida. ¿A qué se debe?
¿Los mayores necesitan dormir menos o solo no pueden hacerlo?
Científicos de la Universidad de California en Berkeley (UCB), Estados Unidos, se propusieron dar una respuesta a esa pregunta. En particular, a la cuestión de si las personas mayores simplemente necesitan dormir menos o si en cambio son incapaces de dormir todas las horas que les siguen siendo necesarias. Para ello, analizaron las diferencias a nivel cerebral que se producen durante el sueño en personas jóvenes y mayores. Hallaron que, en general, a los 50 años de edad el sueño profundo de una persona representa la mitad del que tenía a los 20 años, y a los 70 años ese tipo de sueño se ha perdido prácticamente por completo.
De acuerdo con el trabajo de estos investigadores -cuyos resultados se publicaron en la revista especializada Cell- esta falta de sueño, no solo de sueño profundo sino de sueño en general, se debe a una pérdida de conexiones neuronales. Los investigadores refieren que no existe un consenso absoluto en cuanto a este asunto, pero sostienen que “la evidencia actual parece respaldar la hipótesis de que los adultos mayores no necesitan dormir menos, sino que tienen una capacidad limitada para registrar o generar esa necesidad de sueño insatisfecha”.
Y todo a causa de que las neuronas, con el paso del tiempo, pierden -siempre según esta teoría- su eficacia para detectar esa necesidad. Existen, por otra parte, problemas de salud que son mucho más frecuentes después de los 65 años de edad y que se asocian con dificultades para dormir en cantidad y calidad adecuadas: problemas cardíacos, enfermedades pulmonares, artritis, dolores crónicos, incontinencia urinaria, demencia, etc.
También los niveles de insomnio son más elevados en esta etapa de la vida, sobre todo en las mujeres (un 23,6% de ellas lo sufren, mientras que en los hombres ese índice alcanza el 14,5%). Sin embargo, “los indicadores polisomnográficos de anormalidades de sueño son más notables en los varones”, tal como indican Elena Miró y María Ángeles Yáñez, de la Universidad de Granada, y Carmen Cano Lozano, de la Universidad de Jaén, en un documento publicado en la Revista Internacional de Psicología Clínica y de la Salud.
Lo curioso es que el trabajo de los científicos de la UCB sugiere la posibilidad de invertir los términos. Es decir, que quizás los mayores no duerman menos a causa de otros problemas relacionados con el envejecimiento, sino al revés: que esos otros problemas sean originados o propiciados por la falta de sueño. Se sabe que dormir mal o menos de lo necesario afecta el sistema inmunológico, y como resultado aumentan las probabilidades de padecer enfermedades como obesidad, diabetes, afecciones cardiovasculares, demencia e incluso cáncer.
El sueño, el “precio” por la plasticidad del cerebro
Por lo demás, el sueño sigue siendo, en buena medida, un misterio para los investigadores. La ciencia todavía no es capaz de responder con contundencia por qué o para qué dormimos. Pero para todos los animales es necesario dormir, una situación en la que se tornan vulnerables, y sin embargo la evolución no suprimió tal actividad. Es claro que está relacionada con funciones de importancia vital. En caso contrario, como destacó hace cuatro décadas Allan Rechtschaffen, uno de los pioneros en el estudio del sueño, estaríamos ante el más grande error evolutivo de la naturaleza.
“Dormir es el precio que pagamos por la plasticidad del cerebro del día anterior y la inversión necesaria para un aprendizaje fresco el día siguiente”, graficó Amanda Sacker, investigadora del Univerisity College de Londres, quien ha estudiado el fenómeno del sueño en los niños. Y es que la importancia de dormir bien se advierte desde la primera etapa de la vida. Como se ha señalado más arriba, los menores deben dormir más que los adultos, y en la medida en que no lo hagan se pone en riesgo su desarrollo cognitivo.
Resulta curioso que los bebés recién nacidos, pese a dormir el doble de tiempo o más de lo que duerme un adulto, ocasionen en sus padres el efecto contrario: los adultos pierden entre 400 y 700 horas de sueño durante el primer año de vida de sus hijos, en relación con las horas que dormían antes de tener al bebé, según datos del Instituto Europeo de Calidad del Sueño. No es poco tiempo: 700 horas en una año equivalen a dos por día, es decir, algo así como una cuarta parte del total. Esto se debe, claro está, a que durante esos primeros meses el sueño del bebé es discontinuo.
En este sentido también cabe preguntarse cómo es posible -por qué la evolución lo permitió o quizá lo propició- que los bebés causen ese perjuicio en el sueño y eventualmente en la salud de sus progenitores. Entre todas las posibles respuestas, la hipótesis más interesante arriesga que el llanto recurrente es una especie de mecanismo a través del cual los bebés dificultan que sus padres engendren pronto un hermanito, que supondría una competencia.
C.V.