La caída de Kabul en manos de los talibanes no es, desgraciadamente, el título de una película sino el hito más reciente de un trágico proceso en el que hay muchos más perdedores que ganadores.
Entre los primeros sobresale, con diferencia, el conjunto de los afganos que, sin haber salido en ningún momento de la miseria y la inseguridad permanente en la que han vivido estos últimos veinte años, vuelven ahora a quedar bajo el dictado de quienes ya demostraron en la última década del pasado siglo su absoluto desprecio por la vida de quienes no compartan su iluminada visión del Islam.
Entonces fueron instrumentos de otros, con Pakistán respaldando activamente sus ansias de poder y con Estados Unidos admitiendo sin titubeos su utilidad para pacificar un escenario revuelto. Hoy, inamovibles en su afán de poder, son presentados como la encarnación del mal, sin reparar en que cuentan con sustanciales apoyos internos y externos tanto o más poderosos que entonces, aunque tras la fachada de generalizada condena apenas se disimula su aceptación como un mal menor. Y no parece que las milicias locales y los antiguos ''señores de la guerra'' –auténticos señores feudales escasamente comprometidos con los derechos humanos o las necesidades de los que no pertenezcan a su grupo– vayan a resultar eficaces en su oposición armada a quienes pretenden reverdecer sus pasados laureles.
La credibilidad de EEUU
Pierde, asimismo, Estados Unidos y el resto de países que acompañaron a Washington en la desventura militarista que arrancó con la invasión de octubre de 2001. La credibilidad estadounidense como gendarme mundial y como garante último de la seguridad de sus aliados se resquebraja por completo ante el empuje talibán.
Inevitablemente, aliados como Taiwán o los países bálticos se estarán preguntando ahora mismo qué garantías reales de seguridad pueden esperar de Estados Unidos ante el empuje de Pekín o Moscú, si, a pesar de su abrumadora superioridad militar, ni siquiera ha podido hacer frente a un simple grupo irregular. En todo caso, se equivocan quienes consideran que EEUU ha fracasado en Afganistán porque los afganos se quedan desamparados y los talibanes vuelven al poder. El error deriva de no entender que el objetivo de la invasión y ocupación nunca fue el bienestar y seguridad de los casi 40 millones de afganos o democratizar el país, sino que solo buscaba responder al 11S, haciendo lo necesario para que no se repitiera algo similar.
Escenario secundario
Visto desde esa lógica se entiende que, cuando China y Rusia plantean desafíos que afectan directamente a los intereses vitales del hegemón mundial, Washington haya decidido retirarse de un escenario, a fin de cuentas, secundario en su agenda, desentendiéndose de lo que deja tras de sí.
Y ahora, si los talibanes cumplen con su parte del trato establecido con Washington en Doha en febrero del pasado año (no con el inoperante Gobierno de Ghani-Abdullah) –evitando atacar objetivos occidentales y distanciándose de Al Qaeda y Daesh–, a nadie le va a importar si los afganos vuelven a sufrir las consecuencias de un poder tan nefasto. Y lo mismo vale para China y Rusia, siempre que los talibanes eviten traspasar líneas rojas que pudieran obligarles a tener que ir más allá de las consabidas declaraciones de condena, tan altisonantes como vacías de contenido político y militar.
No escapa a ese cartel de perdedores el conjunto de las instituciones de la comunidad internacional, por mucho que haya habido agencias humanitarias y organizaciones de la sociedad civil que hayan procurado sinceramente aliviar los efectos más brutales de una situación como la que arrastran los afganos desde hace décadas. Que la OTAN o la ONU amenacen ahora a los talibanes con no reconocerlos como interlocutores válidos no les va a quitar el sueño ni un minuto.
La victoria talibán
En el bando contrario, como ganadores netos –lo que no quiere decir que su victoria sea sostenible–, destacan obviamente los talibanes.
No han necesitado vencer batallas sobre el terreno, sino que les ha bastado con asistir a la implosión de un gobierno corrupto e incompetente, con muy escaso apoyo popular y fracturado internamente entre un presidente que ya ha abandonado el país y un rival que tan solo hace un año organizó su propia ceremonia de toma de posesión.
Por su parte, las fuerzas armadas y de seguridad han colapsado, sin voluntad alguna de defensa y dejando en manos de sus enemigos abundante material militar que ahora se vuelve en su contra. En paralelo, los talibanes han ido recabando el apoyo mercantilista de unos líderes tribales que ahora los ven como caballo ganador (y que mañana pueden volver a cambiar su apuesta) hasta el punto de que, como ahora se ha visto en Kabul, apenas ha habido grandes combates.
Pakistán es, por último, el vecino que más beneficios obtiene de lo ocurrido. Hace mucho que Islamabad lleva jugando con fuego en el territorio de su vecino, tratando de imponer allí un gobierno amigo o, al menos, uno que no plantee una amenaza a sus intereses, para poder así concentrar su atención en su tradicional enemigo, India. Lo que ahora espera es poder rentabilizar ese sostenido apoyo, aunque no cabe suponer que India se lo vaya a poner fácil.