No con una explosión, sino con un gemido
Hace unos días les entregué las notas a mis estudiantes del curso de Crónica en la carrera de Artes de la Escritura la Universidad Nacional de las Artes. Fue una cursada particular, les dije, y por alguna razón mitad aparata mitad insondable intenté hacer un resumen de lo que habíamos vivido: nos vimos poco, tuvimos muchos paros y marchas, varias clases online, alguna clase pública y de repente, cerca del final del cuatrimestre, un regreso a la normalidad inoportuno, inesperado y silencioso. Una semana, sin que quedara del todo claro qué se había conseguido (sé que se consiguieron cosas, más allá de que las medidas de fuerza siempre se agotan antes de terminar de dar lo que se espera de ellas, pero por alguna razón que desconozco ni el gobierno ni el movimiento universitario quisieron explicar públicamente a qué acuerdo precario se llegó; se ve que a ningún actor hoy le reditúa confesar que fue capaz de arreglar), las clases volvieron casi por omisión. Se levantó la toma en una facultad, luego en otra, finalmente en todas. Not with a bang but a whimper, como en el poema de T.S. Elliot.
Les dije (de vuelta: no sé ni por qué ni para qué) que aunque las clases habían sido escasas y accidentadas, en el fondo la situación se había parecido más a la de la escritura de una crónica “en la vida real”, con un editor que nunca tiene demasiado tiempo de atenderte el teléfono y en cambio te pide que te organices para tomar decisiones solo. Nos reímos un poco. Hubo crónicas muy buenas, y no diría que el nivel general fue muy diferente que en otras cursadas. Si pienso en lo que no se terminó de armar, me doy cuenta de que hubo más dificultades con la estructura de los textos que otros años; que probablemente el tiempo que faltó fue el tiempo que pasó enseñando eso a partir de ejemplos de crónicas que me gustan, buscando distintas maneras de encontrar un tono que te ayude a ver cómo se organizan los elementos en un texto, un tono que te lleve hasta el final sin que te des cuenta, como cuando empezás a bailar con el pie correcto y terminás donde tenés que terminar sin pensarlo mucho. El cuatrimestre inusual me sirvió para entender, entonces, lo que puedo hacer por los estudiantes y lo que no puedo hacer por ellos. Pero más allá de eso, me quedé pensando en esta idea de prepararse para los baches de la vida real.
Creo que muchos de los debates que estamos teniendo en los últimos años en relación con la escuela y la universidad se tratan de la pregunta de cuánto deberían parecerse los espacios educativos a eso que viene después. Todos en Argentina hemos escuchado alguna vez ese argumento a favor de la precariedad en las universidades públicas (curiosamente, a veces no viene de la derecha), según el cual está bien que en el baño se facultad no haya papel higiénico y que los trámites sean de soviet porque así es la vida y así es el mundo, y es mejor que la universidad te muestre eso desde el principio y no que te mimen como en una universidad privada. Se trata de un razonamiento parecido al de quienes dicen que es absurdo sacar los celulares de los colegios y que, en cambio, hay que integrarlos al proceso educativo, porque ese es el mundo en el que esos chicos viven y no tiene sentido prepararlos para ningún otro.
Los debates de la universidad tampoco se parecen ni a los de la calle, ni a los de la política, ni a los de la tele: pero sostener las reglas y la atmósfera que elevan a esas discusiones casi a una idealización imposible sirve para aprender a debatir en la realidad, como los experimentos que se hacen en un laboratorio pueden luego usarse para pensar lo que pasa en otros contextos, como un entrenamiento sirve para jugar al fútbol
La salida elegante, en esta clase de discusiones, suele ser la del término medio, pero yo no pienso eso, y cada año, de hecho, lo pienso menos. Pienso que la escuela y la universidad son santuarios. En parte creo que tantas culturas tienen templos porque la necesidad de un espacio que va a otro ritmo es tan atávica como la de abrazarse o reírse. No es solo otro ritmo, también: son otras reglas, otros roles, como si se tratara de una performance. Pienso en eso que pasa en un rodaje o en una obra de teatro en la que actores que son más ricos y famosos que los directores con los que trabajan sin embargo los obedecen; lo converso con mis estudiantes de escritura bastante seguido. En una materia como la nuestra, es realmente imposible saber si yo escribo mejor que ellos o si tengo algo que enseñarles, pero durante estas dos horas, entre estas cuatro paredes, es más útil para todos sostener la ficción de que sí, de que estamos seguros de que vale la pena escucharme hablar.
Los debates de la universidad tampoco se parecen ni a los de la calle, ni a los de la política, ni a los de la tele: pero sostener las reglas y la atmósfera que elevan a esas discusiones casi a una idealización imposible sirve para aprender a debatir en la realidad, como los experimentos que se hacen en un laboratorio pueden luego usarse para pensar lo que pasa en otros contextos, como un entrenamiento sirve para jugar al fútbol (aunque en el entrenamiento casi ni juegues al fútbol). Pensar que lo único que te prepara para la realidad es la realidad es no saber cómo funciona nada: ni la educación, ni el cuerpo, ni el cerebro, ni el mundo, ni la realidad, ni la fantasía. Mucho de esto me lo enseñó la universidad, otro poco me lo enseñó el teatro. Es fantástico cuando algo no está funcionando en una escena y un director propone una improvisación que no tiene nada que ver con lo que se estaba ensayando, pero que destraba exactamente lo que había que destrabar.
Igual que cuando estás atascada con un texto y encontrás la novela que había que leer, una que tampoco tenía nada que ver con lo que estabas tratando de escribir. Es verdad que yo enseño en una carrera artística, pero creo que ese contexto medio de fantasía que se necesita para hacer arte es muy parecido al que se necesita para aprender cualquier cosa, de matemática a física, incluso un oficio, o para aprender a manejar. De hecho: de esa fantasía que me enseñó a armar la universidad aprendí a armar en mi casa y en mi mente el silencio que necesito para escribir, y es lo mejor que saqué de la facultad, esa capacidad de imaginar un espacio un tiempo más abstracto en el que efectivamente puedo resolver cualquier problema.
Ya es casi hora de los deseos de fin de año, así que ahí van algunos de los míos. Sostengamos los ritos colectivos sobre los que se apoya nuestra educación, nuestra literatura, nuestra posibilidad de producir algo que es de este mundo pero que parece haber venido de otro, porque en el fondo viene de otro, de esas ficciones que inventamos para escribir o actuar o tocar un instrumento, de esos metaversos antiquísimos que siempre supimos habitar y ahora nos quieren reemplazar con hiperrealismos idiotas. Sostengámoslas contra los supuestos conservadores que quieren preservar los valores occidentales y cristianos, pero no entienden la importancia de cerrar los ojos y hacer silencio, de decir textos sagrados y revolcarnos en capas de metáforas que llegan a nosotros desde pasados antiquísimos y futuros soñados. Sostengamos nuestras autoridades momentáneas, nuestros debates socráticos, nuestras herencias culturales y nuestra fantasía de que en un mundo donde todo se ha dicho todavía queda todo por decir. Amén.
TT/MF
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