El caso Salman Rushdie 1989-2022

La Caída del Muro, el clérigo iraní, y el último mártir universal de la libertad de expresión literaria absoluta

La condena a muerte para Salman Rushdie sentenciada por el ayatola Ruhola Jomeini resultó en una significación global única y una vigilante presencia informativa atribuidas en Occidente. La excepcionalidad que gozó y padeció el escritor británico y apóstata islámico deben mucho al horizonte temporal inmediato de la fatwa pronunciada en la República Islámica de Irán. El año 1989 vio celebrar en un Berlín democristiano la Caída del Muro que desde 1961 había dividido a la Alemania oriental prosoviética y comunista de la Alemania occidental pro norteamericana y libre. Y vio festejar en un París socialista el Bicentenario de la Revolución Francesa de 1789 que había inaugurado la Edad Moderna de los libros de texto decretando la Declaración de los Derechos Universales del Hombre y del Ciudadano.

En la atmósfera festiva de la Unión Europea y de EEUU, donde el presidente Bush Sr veía despuntar la aurora globalizadora de su consenso de Washington, la fatwa pronunciada desde la República Islámica de Irán lucía como ejemplo perfecto de toxicidad máxima y como recordatorio de la misión de extender al resto del mundo los beneficios de la Libertad. El Pen Club Internacional e intelectuales en todo el mundo proclamaron 'Todos somos Rushdie'.

En 2015, tras el ataque a la revista semanal cómica parisina Charlie Hebdo, Rushdie impulsó un evento en Nueva York para defender la libertad de expresión. Esto le costó la amistad con varios miembros del PEN que consideraron que los dibujantes del semanario habían hecho ilustraciones “racistas”. Ya no existía entonces el consenso de Washington, ni la fe en la libertad absoluta para la difusión universal de la expresión literaria individual. Hay que decir que Rushdie siguió fiel a aquel principio, a aquel escenario donde la vigencia de la máxima de que nadie debería afirmar “creo en la libertad de opinión, pero…”, si no era respetada por todos, nadie decía en voz alta que fuese indeseable que esto ocurriera. En una entrevista a The Guardian en 2015, Rushdie repitió que la libertad de expresión “es indivisible”

En 1989, las instituciones académicas y la crítica culta de los medios premiados de Occidente habían encontrado en el novelista laico pero mágico, metropolitano pero postcolonial, cosmopolita pero multicultural, inglés pero nacido en Bombay en 1947, un mártir, un santo, y un héroe. Eran también años de triunfo estético del posmodernismo. Y todos los rasgos anteriores son gruesos y gráficos en las novelas de Rushdie, y siguen siéndolo.

La opinión liberal consideraba a la fatwa como una incursión intolerable del mundo religioso en una esfera impertinente, la de la sociedad civil laica y el gobierno del Estado de Derecho. Era una rémora, a sus ojos. Equivalente a lo peor del totalitarismo, encontraban que era. Ese totalitarismo de la Monarquía absoluta a la que había puesto fin doscientos años atrás, según las celebraciones, la Revolución Francesa de 1989. El mismo totalitarismo soviético al que revoluciones de terciopelo y otras garras con o sin guante llevarían ese año a su fin cuando fuera horadado el Muro de Berlín. Ese final era triunfo también del campesino polaco que desde 1978 ejercía como papa Juan Pablo II la pastoral anticomunista desde el Trono de San Pedro en el Vaticano, pero a esta contribución decisiva de una autoridad religiosa católica se le prestó más distraída o intermitente atención. Se comparó al ayatola Jomeini con el fascismo musoliniano que hizo matar al abogado opositor Giacomo Matteoti en Roma para dar la señal de que las voces disidentes debían callarse. Con el comunismo staliniano que mandó a matar a León Trotsky en México para informar que por más lejos que estuviera la contrarrevolución, sería contrarrestada por la militancia de los agentes revolucionarios en el extranjero.

Los debates sobre la libertad de expresión y la libertad de prensa -derechos conexos pero en nada idénticos- son hoy otros. Parece quedar, en algunas opiniones, un injustificado desprecio por Jomeini, o no menos equívoco respeto que ve en él una figura maquiavélica. En Occidente, la opinión liberal ilustrada sostenía que el fundador de la República Islámica de Irán movilizó multitudes panislámicas globales en que pedían la muerte del autor de un libro que no habían, o no había, leído. No es menos cierto que en casi todo Occidente la pena capital ha sido retirada de los Códigos Penales. No hace tanto. En Francia, la abolición de la pena de muerte fue promulgada en 1981 por François Mitterrand, cuyo gobierno socialista presidió las solemnidades del 14 de julio del Bicentenario de la Revolución que había instaurado la guillotina. En EEUU, subsiste en muchos estados, derecho estadual inalienable celosamente defendido por la Corte Suprema.

Casi nadie, o muy pocos, entre quienes militan contra Mi lucha, han leído el abominable texto antisemita y eliminacionista hitleriano. Los versos satánicos, la novela de Rushdie, fue leído en el Islam como un Mi lucha. La analogía es muy relativa, pero muy poderosa, con aquel panfleto de entreguerras. La condena clerical no es por aquello que en la tradición cristiana se entiende por blasfemia, y que el derecho liberal occidental consiguientemente, y consecuentemente, excluye de su legislación penal. Los versos satánicos significan una invitación ilustrada a abandonar la fe, a disolver el Islam, a considerar la Escritura sagrada del Corán no sólo como falsa, sino como un fraude torper o una ficción poco profesional. Que en Occidente asista a Rushdie el pleno derecho a redactar la novela, a las editoriales de traducirla y publicarla y promocionarla, a los PEN Clubs de premiarlas, no vuelve inexacta ni exagerada la lectura crítica de un creyente shiita, por deplorable que se encuentre la invitación a la acción directa que deriva de ellas.

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