Cuando era niña y su padre volvía a casa, Analía Kalinec gateaba hasta colgarse de su pantalón. Él la levantaba en brazos, la besaba, la hacía cosquillas y se reían juntos en una típica escena en el seno de una familia conservadora argentina de los 80. Hoy estos son recuerdos que duelen y alivian al mismo tiempo, que se enmarañan con emociones contradictorias que Analía tardó en colocar para poder asumir que el hombre al que tanto quiso y al que tanto obedeció es el mismo que cumple pena de cárcel. Que ese hombre, además de su padre, había sido el Dr.K.
Conocido bajo ese apodo en sus años como miembro de la Policía Federal durante la dictadura militar en Argentina, Eduardo Kalinec lleva 18 años en prisión: “Mi papá cumple cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad”, resume Analía. Kalinec fue detenido en 2005, cuando ya era un comisario retirado, y fue condenado cinco años más tarde en el proceso que juzgó la actividad de los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo, que durante la dictadura sirvieron de espacios de detención, tortura y exterminio de personas, muchas de las cuales continúan desaparecidas.
“Al principio hubo mucho desconcierto, no entendía nada porque no sabía de su vinculación con la dictadura. Incluso pensaba que se trataba de un error”, explica la mujer, que entonces tenía 25 años y acababa de tener a su primer hijo. Sin embargo, entrar en contacto con el dolor del otro lado, el de quienes fueron represaliados, verlo de cerca y sentir lo actual que sigue siendo la cambió. Y a medida que fue conociendo a víctimas del “Dr. K” y familiares de desaparecidos terminó entendiendo que su padre era responsable: “Fue un desmoronamiento muy grande. Es la caída de ese padre tan querido e idealizado y es algo muy difícil de atravesar porque la imagen de padre genocida es casi un oxímoron, o sé es una cosa u otra. Sin embargo, asumir esa condición de mi papá fue duro pero necesario”.
Lo contrario, asegura, hubiera sido elegir el camino de “la hipocresía” y del “mirar para otro lado”. Porque Analía no es solo hija de un hombre condenado por participar en la represión, es también una hija desobediente, que se atrevió a denunciar públicamente las atrocidades cometidas por su padre y a posicionarse al lado de las víctimas. “Elegí conservar recuerdos con él que forman parte de mi historia, pero tuve la necesidad de explicarle al mundo que soy hija de Eduardo Kalinec pero repudio sus crímenes y no los convalido”, sentencia Analía, que contó su historia en el libro Llevaré su nombre (Marea Editorial).
Como ella, otros tantos hijos, hijas y familiares de victimarios vinculados fundamentalmente a las dictaduras latinoamericanas forman parte del colectivo Historias Desobedientes, que agrupa a quienes desde el interior de las familias decidieron romper el mandato de silencio y pelear por la verdad, la justicia y la reparación a pesar de los costos personales y las preguntas sin respuesta que quedan en el aire.
“¿Había humanidad en ti?”, “¿Alguna vez sentiste compasión?”, le cuestiona a su abuelo Loreto Urraca en el libro Entre hienas, que publicó la editorial Funambulista en 2018. A Loreto ningún amor la unía al padre de su padre, pero sí la sangre y el apellido. Lo primero que sintió cuando supo que era nieta de Pedro Urraca, el policía franquista dedicado a detener republicanos exiliados en la Francia ocupada por los nazis, fue vergüenza. “Me impresionó muchísimo saber la implicación tan grave que había tenido en la represión, fue tremendo ser consciente del daño que había hecho”, afirma.
Acercarse al dolor de las víctimas
Loreto se crió sin saber quién era su abuelo, que vivía en Bélgica y era un desconocido para ella. Lo vio por primera vez en Madrid en 1982, cuando cumplió 18 años, pero no fue hasta 2008 cuando supo que se trataba del cazador de rojos gracias a un reportaje de El País que contaba su verdadera identidad. Desde entonces, Loreto, investigó el pasado de su abuelo y decidió desafiliarse de su figura, como denomina a “separarme públicamente de él”: “Soy nieta de Pedro Urraca, pero no tengo nada que ver con sus ideas, no tengo esa lealtad familiar”.
Loreto, que participó en el reciente documental Urraca, Cazador de rojos, es la única representante en España del colectivo Historias Desobedientes, aunque sí tiene contacto con algunas personas descendientes de falangistas que no están dispuestas a hablar públicamente. “Hay miedo, que es algo de lo que yo me he salvado al tener un padre ausente y una madre ajena a esto, porque saben perfectamente que pueden recibir denuncias incluso por parte de sus familiares, que en algunos casos todavía se identifican con esa ideología. Además, viven en el medio rural, donde el encuentro y la cercanía es mayor”, esgrime la mujer, que pone a disposición de posibles desobedientes españoles la dirección historias.desobedientes.es@gmail.com.
Pedro Urraca, conocido como Unamuno, fue el agente de la Gestapo en Francia que detuvo al presidente de la Generalitat de Catalunya, Lluís Companys, al que entregó a la autoridades franquistas antes de ser fusilado. Varias décadas después, Loreto conoció a su sobrina nieta, Mariona, con la que depositó un ramo de rosas blancas en el Castillo de Montjuic, donde fue asesinado. Y es que parte de su proceso fue también acercarse a los descendientes de las víctimas de su abuelo, al que siempre se refiere por su nombre de pila. “La distancia que tenía con Pedro Urraca ha hecho que no me haya sentido culpable, pero dentro de las posibilidades quiero contribuir a reparar el daño causado”, asume.
Abuelo nazi
Conocer a un hombre que había sido prisionero en los campos de concentración de Hitler fue para Ilka Vierkant (Múnich, 1964) un punto de inflexión. “Fue tremendo ver su dolor, que todavía estaba por todo su cuerpo, y que sufriera por algo en lo que mi abuelo estaba implicado. Me di cuenta de que estoy dentro de la Historia y no fuera”, explica la mujer, nieta de Werner Vierkant, que fue a principios de los 40 director de parte de la red de ferrocarriles y miembro del Partido Nazi. “Me di cuenta entonces de que Jon y mi abuelo estaban en el mismo espacio y tiempo. Él fue esclavo en Auschwitz trabajando en el levantamiento de raíles y mi abuelo tuvo que organizar la construcción”.
Werner, al que casi no conocía, murió cuando ella tenía entre seis y siete años. Su padre le había contado que era nazi, pero pasó el tiempo hasta que unió “las piezas del puzzle” y se decidió a alzar la voz: “Es importante que los descendientes de los verdugos hablemos. La mayoría no lo hace porque hay una ley del silencio, pero confrontar con el horror y mirarlo de frente puede contribuir a que no se repita”.
Cuando el vínculo de afecto se rompe
A diferencia de Loreto e Ilka, que no tenían vínculo afectivo con sus abuelos, ser desobediente tuvo para Analía Kalinec un profundo costo personal y familiar. “Fue durísimo porque éramos una familia muy tipo, muy unida”, explica la mujer, que tiene otras tres hermanas. Ello provocó su “expulsión literal de la familia” hasta el punto de que en 2022 tuvo que defenderse de una demanda interpuesta por Eduardo Kalinec y dos de sus hermanas para intentar excluirla de la herencia de su madre por “indigna”. “Son vínculos muy primarios que se truncaron. Tengo dos sobrinos que no conozco a quienes junto a mis hijos les dedico el libro para que crezcan y puedan conocer la historia de esa tía de la que seguramente no sepan mucho”, afirma.
La decisión trajo también consecuencias familiares para Lisette Orozco, que narra en el documental El pacto de Adriana, el camino que recorrió desde que su tía, Adriana Rivas, fuera detenida en 2007 por haber sido agente de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), la policía secreta del dictador chileno Augusto Pinochet, un organismo vinculado a casos de detenciones, torturas y asesinatos “financiado y amparado por EEEUU”, sostiene ella. “Mi familia decía que la habían confundido y que era inocente y yo creí eso al principio, no me podía imaginar que alguien tan humano a mis ojos, a quien admiraba tanto, había podido hacer cosas tan inhumanas”.
Se puso entonces manos a la obra, a buscar información para intentar ayudar a su tía, pero a medida que fue dándose cuenta de donde había estado involucrada “fue como si su figura se me empezara a oscurecer”. Adriana Rivas aprovechó en 2011 la libertad condicional para huir de Chile hasta que en 2018 la detuvieron en Australia y un par de años después aceptaron su extradición a su país. Desde entonces no sabe nada de ella y hay una parte de su familia “negacionista” que siempre defendió “una versión sesgada de la dictadura” y “justificó los crímenes de lesa humanidad” con la que no tiene contacto.
Sin embargo, hoy en día está orgullosa del camino recorrido, de haberse posicionado “contra las vulneraciones de derechos humanos” y a favor “del dolor de las víctimas” para contribuir a “liberar a mis futuras generaciones de la carga del trauma” que ella misma experimentó a través de la culpa o la vergüenza. Ella lo llama romper “el daño transgeneracional”. “La familia no se elige, pero sí elegimos nuestro camino y podemos elegir no acompañar el camino de otros cuando eso se trata de mentir o negar los hechos. Me parece esta una forma responsable de vivir”, reflexiona Lisette.
“Nunca va a dejar de ser mi papá”, dice Ana Laura Gutiérrez al otro lado del teléfono. Hija de Armando Gutiérrez, militar que ejerció en un centro de detención y tortura de la dictadura impuesta en Uruguay entre 1973 y 1985 en el que se terminaron encontrando los restos de dos desaparecidos. Aunque fue con 28 años cuando se enteró de su actividad, “desde muy temprano empecé a cuestionarlo por justificar la dictadura”, pero cree que haberse independizado joven hizo que el proceso sea más sencillo. “Hay personas que no lo han logrado y creo que tiene que ver con un fuerte peso del patriarcado. Aquí hay hijas abogadas que defienden a sus padres presos por delitos de lesa humanidad”, afirma.
Junto a su hermana, Ana Laura forma parte del colectivo Historias Desobedientes, que, reconoce, la ayudó a atravesar la vergüenza de “reconocer ser hija de quien soy” y dejar de cargar por ello “con una mochila que no es mía”. Armando falleció hace tres años y nunca dejó de ser alguien contradictorio para su hija. “Era mi papá, lo acompañe hasta el final porque estaba muy enfermo y me necesitaba, pero su persona me genera muchísima contradicción. Mi papá defendió ciegamente lo ocurrido y eso ya le hace parte. Además, el dolor es actual, no han dicho dónde están las 192 personas que en nuestro país aún están desaparecidas”.
Al silencio que mantiene su padre también se refiere Analía Kalinec como uno de los elementos que impiden su vínculo afectivo a día de hoy. “Tiene información sensible que podría aportar y colabora colaborar con sus víctimas y el hecho de que no lo haga y que siga eligiendo el silencio es una forma de reactualizar su crueldad que a mí me hace mal”, sostiene. Ese es el silencio que hace que padre e hija, a pesar de todo, no se puedan encontrar. Porque a pesar de todo, hay brechas que no se cerraron del todo. “Yo quisiera que él hablara por las víctimas y porque me ubicaría en otro lugar con él, hay algo del anhelo del encuentro que sigue vigente y de ahí el afán de que hable”.
MB