En 1921, luego de cuatro años en el poder y de finalizada la guerra civil, los bolcheviques se enfrentaron a una nueva rebelión armada. Pero esta vez el desafío provino de sus propias filas y no de los contrarrevolucionarios. Los marineros de la fortaleza naval de Kronstadt habían sido considerados por el propio Trotsky como el “orgullo y la gloria” de la Revolución rusa. Pero ahora se rebelaban y ponían en el primer plano una incómoda pregunta: ¿era la Rusia soviética en verdad una República de obreros y campesinos o se había transformado en una comisariocracia?
La rebelión de Kronstadt se inició en marzo de 1921, en un país en bancarrota económica, agotado tras las dos guerras previas, inmerso en una ola de huelgas obreras en la capital y atravesado por estallidos rurales contra las requisas del “comunismo de guerra”. Todas estas movilizaciones pusieron en alerta a los bolcheviques, quienes aún temían intervenciones externas, después de la agotadora guerra civil, y explosiones sociales en las grandes ciudades. A este clima de crisis contribuía la desmovilización de los soldados, fuente potencial de nuevos disturbios.
El descontento rural tenía correas directas de transmisión hacia quienes habitaban la base naval del Báltico. Estos eran, a fin de cuentas, campesinos transformados en marineros, sensibles a los padecimientos de sus familiares y aldeas. Para colmo de males, el invierno fue especialmente riguroso durante ese año. En medio de la escasez de combustibles y de raciones alimentarias, reducidas aún más por la crisis y por los problemas de transporte ferroviario, esa situación podía poner a parte de la población al borde de la muerte por congelamiento. Además, un sistema segmentado de racionamiento alimentario, que colocaba a unas categorías laborales y socioeconómicas por encima de otras, no podía sino tensar la cuerda del descontento. Este era tan grande que en 1920 muchos de los afiliados al Partido Bolchevique rompieron su carnet en señal de protesta.
Kronstadt era una ciudad fortificada mandada a construir por Pedro el Grande en el siglo XVIII y base naval estratégica para proteger a Petrogrado, que era como se había empezado a llamar a San Petersburgo durante la Primera Guerra Mundial para disimular su germanismo. Erigida sobre el río Neva, se encontraba en la isla de Kotlin. Cuando el mar se congelaba, la base quedaba unida al continente por una estepa helada.
Como explica Paul Avrich en Kronstadt 1921, un muy buen –y y sutil– libro sobre este evento histórico, los marineros de Kronstadt “constituían una estirpe inquieta e independiente que abominaba de todo privilegio y autoridad, y parecían siempre a punto de estallar en actos de violencia abierta contra sus oficiales o el gobierno central, que consideraban como una fuerza ajena y coercitiva”. Ese carácter había sido funcional a los bolcheviques, que tuvieron en los marineros de esta isla a uno de sus principales grupos de choque, dispuestos a ir a Petrogrado a defender a la revolución, por ejemplo cuando el general Lavr Kornilov intentó el golpe contra el gobierno provisional surgido de los eventos de febrero o cuando Lenin los necesitó para reforzar a los Guardias Rojos durante la toma del Palacio de Invierno en octubre de 1917. Pero ahora los marineros de acorazados míticos del mar Báltico eran quienes se embarcaban en la “segunda Comuna de París”. En Kronstadt estaban las modernas embarcaciones Petropavlovsk y Sebastopol y la isla estaba atravesada por una densa organización desde abajo: comités de edificio, de barco, de fábrica, de taller, alimentarios, etc., además de constituir una fortaleza difícil de penetrar.
Al comienzo los marineros levantaron demandas políticas y económicas pero la situación pronto se radicalizó. Las asambleas celebradas en la Plaza del Ancla no solo terminaron poniendo en cuestión al poder bolchevique, sino que organizaron un desafiante Comité Revolucionario Provisional que tomó a su cargo el gobierno local. El líder de la revuelta era el marinero Stepan Petrichenko.
Primero se aprobó una resolución del Petropavlovsk firmada por Petrichenko como Presidente de la Asamblea de la Escuadra. Este verdadero manifiesto era un desafío político al gobierno, ya que se pedían nuevas elecciones para los soviets, con plena participación de los partidos socialistas, libertad para los presos políticos socialistas o vinculados a las huelgas y movilizaciones obreras y campesinas, e igualación de raciones alimentarias (con algunas escasas excepciones). Y se denunciaba la deriva autoritaria del gobierno. Este programa sería el de la propia rebelión, cuyas proclamas eran sintetizadas en consignas como “Fuera la comisariocracia” y “soviets libres”.
Como muestra Avrich, los marineros estaban lejos de una visión democrática “liberal”. De hecho, miembros de la flota habían tenido un importante rol en la represión a la Asamblea Constituyente, que los bolcheviques disolvieron después de la revolución por no representar con rigor a la totalidad de las fuerzas de izquierda. En lo que a algunos podría resultar sorprendente, había sido el marinero anarquista Anatoly Zhelezniakov quien estuvo al mando de los destacamentos que, bayoneta en mano, acabaron con una asamblea en manos de fuerzas socialistas adversarias de los bolcheviques.
El programa de Kronstadt recuperaba, más bien, una sensibilidad anarcopopulista (populista en el sentido ruso de naródnik, que en ese idioma está más cerca de la idea de ser un “servidor del pueblo”) que despreciaba los poderes centrales -incluida una Asamblea Constituyente vista como mero parlamentarismo- y propiciaba una suerte de federación laxa de comunas de trabajadores y campesinos, con un mínimo de autoridad estatal. Este programa se parecía bastante al de los llamados maximalistas, una variante radicalizada de los socialistas revolucionarios, una de las corrientes del campo de la revolución. Como sostiene la escritora libertaria Ida Mett en su libro La comuna de Kronstadt, no hubo una influencia directa y organizada de los anarquistas en el levantamiento. La anarquista norteamericana Emma Goldman, que pasó una larga temporada en Rusia, intentó mediar entre los insurgentes y el gobierno bolchevique para evitar un enfrentamiento que anticipaba traumático.
En un primer momento, los bolcheviques intentaron negociar y enviaron al presidente de la República soviética, Mijaíl Kalinin, quien era de origen campesino, pero la combinación de falta de tacto del enviado con el clima de exaltación en los marineros terminó con una catarata de insultos y la retención temporaria del funcionario bolchevique. A partir de entonces todo se desmadró. El Comité Revolucionario, sin éxito en sus intentos de expandir el movimiento a Petrogrado, se dedicó a organizar la resistencia al asalto gubernamental, mientras que el gobierno comenzó a preparar la conquista a sangre y juego de la fortaleza antes del deshielo, que liberaría a los barcos de guerra en manos de los sublevados e impediría llegar con artillería a través de la superficie congelada.
Los bolcheviques, por su parte, buscaron mostrar que los marineros de 1921 tenían poco que ver con los de 1917. Por el contrario, florecieron los viejos prejuicios: estos eran ahora campesinos pequeño burgueses en uniforme, producto de los cambios durante la guerra civil. Según escribió Trotsky, los marineros “incluían un gran porcentaje de elementos completamente desmoralizados que lucían vistosos pantalones de bota campana y cortes de pelo deportivos. La desmoralización, basada en el hambre y en la especulación, había aumentado en gran medida a fines de la guerra civil”. Pero sobre todo, los bolcheviques creían verdaderamente que no se podían permitir dejar ningún resquicio para la contrarrevolución tras los padecimientos que conllevó la victoria sobre los ejércitos monárquicos.
Finalmente, tras un primer asalto fallido con numerosas bajas gubernamentales, el general Mijaíl Tujachevsky desplegó un ejército de alrededor de 50.000 hombres, muchos de ellos mimetizados en el hielo con mamelucos blancos, y además atacó con aviones desde el aire y con cañones desde el continente. Sola y aislada, y hambrienta, la fortaleza sufrió once días de fuego de artillería.
El 17 de marzo, cuando todo estaba perdido, once miembros del Comité Revolucionario, incluido Petrichenko, escaparon a través del hielo hacia Finlandia, y los refugiados ascendieron a unos 8.000. Los muertos se contaron por centenares en ambos bandos. Las fuerzas gubernamentales tenían la desventaja de avanzar por la explanada de hielo a campo abierto, pero los marineros sufrieron la represión posterior. No hay cifras de los fusilamientos y enviados a trabajos forzados, más allá de los 13 supuestos cabecillas condenados a muerte, pero fueron sin duda varias centenas. Petrichenko admitiría luego que la rebelión fue prematura y mal organizada: se lanzó cuando las huelgas de Petrogrado estaban en retirada y no esperaron a que se derritiera el hielo, lo que habría dificultado el asalto gubernamental a la fortaleza. Sea como fuere, sus posibilidades de éxito eran casi inexistentes: en 1921 pocos imaginaban ya vencer a los bolcheviques por medio de las armas.
Desde el comienzo, los bolcheviques acusaron a los marineros de Kronstadt de ser funcionales a los blancos. Es cierto que, como revelan algunos documentos históricos, hubo apoyos del Círculo Militar de Petrogrado liderado por el profesor V. Tagantsev. Círculos de emigrados, sobre todo del partido Kadete (demócrata constitucional) así como socialistas revolucionarios, buscaron apoyar materialmente a los marineros e incluso se comunicaron con ellos. Se descubrió un documento del Centro Nacional –un grupo en el exilio– que hablaba de un estallido en la isla semanas antes de que ocurriera. Y en numerosas publicaciones los exiliados se entusiasmaban con que Kronstadt fuera la tumba del bolchevismo. Pero las potencias se mostraron reticentes a intervenir en una sublevación improvisada. Y si bien estos hallazgos explican la susceptibilidad bolchevique, la evidencia histórica hace difícil sostener que los blancos hayan tenido una real influencia en la rebelión.
“Después de realizar la Revolución de Octubre, la clase trabajadora había esperado lograr su emancipación. Pero el resultado fue una esclavización aun mayor de la personalidad humana. El poder de la policía y de la monarquía gendarme pasó a manos de los usurpadores comunistas… En Kronstadt se ha puesto la primera piedra de la tercera revolución [después de las de Febrero y Octubre], rompiendo las últimas cadenas de las masas laboriosas y abriendo un nuevo y amplio camino para la creatividad socialista” , decía un extracto del manifiesto Por qué estamos luchando de marzo de 1921.
Luego, correrían ríos de tinta sobre este acontecimiento. Como sostiene el historiador Simon Pirani, Kronstadt no terminó formando parte de ninguna “tercera revolución” ya que por entonces no había una unificación de las luchas ni tampoco apoyo generalizado para sacar a los bolcheviques del gobierno, aunque los deseos de restaurar los soviets multipartidistas se mezclaran con ciertos sentimientos antibolcheviques.
La rebelión de Kronstadt, aunque de manera exaltada, puso en evidencia las tensiones entre las fuerzas emancipatorias de la revolución y la deriva autoritaria del partido único que se iba procesando en la Rusia soviética. Luego de vencido el alzamiento, los bolcheviques rechazarían cualquier tipo de apertura que todavía pudiera representar una alternativa al unipartidismo y se aferrarían con fuerza a su dominio.
(Este artículo se basa en el libro “Todo lo que necesitas saber sobre la Revolución Rusa”, publicado por los autores en editorial Paidós en 2017).