Cada mañana, al despertarse en el suelo de una escuela de la ONU en el sur de Gaza, Eman Basher comprueba que sus hijos sigan sanos y salvos. Cada vez que el ruido de un ataque aéreo cercano la despierta, se lo toma como una buena señal, ya que ha podido oirlo –los supervivientes de otros ataques le cuentan que no oyeron la explosión–. El marido de Basher estudia en el extranjero, por lo que el último mes de guerra en Gaza ha estado apañándose sola para que sus hijos estén seguros, protegidos, alimentados y distraídos de los bombardeos.
Primero, Basher hace una cola de una hora para conseguir pan y después va a la casa de su tío en Jan Yunis para tomar el desayuno y usar su baño –tendría que esperar horas para acceder a un baño en la escuela donde se refugia–. Sin embargo, sigue durmiendo allí porque la casa de su tío ahora da cobijo a 50 personas y ella considera que sería “egoísta” sumarse a esa muchedumbre.
“Intento hacerlo lo mejor que puedo para seguir siendo fuerte, pero es realmente difícil ser –en cierto modo– una madre soltera en esta situación”, dice Basher. “A los niños los tengo que mantener distraídos. Pase lo que pase, tienen que comer. No hay tiempo para llorar a los muertos, porque tengo tres hijos de los que ocuparme. No tengo tiempo para llorar, literalmente”.
La mujer es parte de los 1,5 millones de personas desplazadas actualmente en Gaza. Había estado viviendo en el campo de refugiados de Yabalia, donde un ataque aéreo israelí mató a 195 personas la semana pasada. Su familia se mudó al sur, como miles de civiles más, porque Israel dijo que la población estaría más segura allí. Pero el sur de Gaza también es escenario de frecuentes ataques aéreos y ahora se enfrenta a la falta de combustible, agua y comida.
Una rutina hecha de obstáculos
La rutina diaria de Basher está plagada de retos. El agua que puede encontrar ha dejado los estómagos de sus hijos descompuestos, pero la farmacia más cercana está a una hora caminando y es muy probable que no tenga las medicinas que necesitan.
Debido a la falta de electricidad, hay que comprar la comida fresca cada día, pero el camino hasta el mercado lleva dos horas. De vez en cuando, pasan coches en esa dirección, pero la escasez de combustible hace que un carro tirado por un burro sea más fiable. Una vez allí, Basher compra lo que puede para hacer una comida, con la esperanza de que los tenderos no se aprovechen de la gente desesperada. Le preocupa que pronto se quede sin gas para cocinar.
Según el Ministerio de Sanidad dirigido por el movimiento palestino Hamás, en Gaza han sido asesinadas más de 10.500 personas y Naciones Unidas dice ahora que la situación humanitaria es “catastrófica”. El bloqueo al combustible (decretado por Israel al comienzo de su ofensiva) está provocando el cierre de hospitales y dificultando el transporte y suministro de agua en la Franja. Ni siquiera los refugios son seguros: la ONU ha dicho que la semana pasada los bombardeos alcanzaron cuatro de ellos y mataron a 23 personas.
“No parece real: sin agua, sin electricidad”, dice Basher. “Ahora mismo hay personas gravemente heridas que se están muriendo por falta de servicios médicos y los ataques continuos”.
“Me duele el corazón”
El marido de Basher, Abdalrahim Abuwarda, está estudiando para obtener un máster en Estados Unidos. Su beca no le permitió llevarse a su familia con él y dice que siente impotencia, especialmente desde que los apagones totales de las comunicaciones le dejaron sin poder hablar con su familia en dos ocasiones.
“Es como si gritara al vacío”, dice. “Ni siquiera cuando llamo a mi mujer y a mis hijos puedo consolarles. Ni siquiera puedo mentir y decirles que todo irá bien. No sé si los perderé al día siguiente o en la próxima hora. Me duele el corazón, literalmente. Desde que comenzó la guerra, tengo este dolor físico en el corazón”.
Vivir en un colegio se ha convertido en algo surrealista para Basher: ella enseña inglés en otra escuela de la ONU en el norte de Gaza y había fantaseado con la idea de usar las instalaciones para hacer una acampada con sus alumnos, ya que faltan espacios abiertos. Ahora, ella y ellos, junto a cientos de miles de personas en toda Gaza, viven en escuelas.
Piensa a menudo en sus 200 alumnos y, mientras que algunos permanecen en contacto a través de las redes sociales o se topan con ella en Jan Yunis, otros no han respondido a sus mensajes. Sabe que uno de ellos ha muerto. “Siempre me han criticado por ser una maestra cariñosa, con apego a sus alumnos”, dice. “Sólo espero que estén bien, porque siempre tuve la idea de que ellos tienen la fuerza necesaria para cambiar las cosas. Pero si ya no están, no creo que las cosas cambien a corto plazo”.
Traducido por María Torrens Tillack.