No es indispensable haber pasado por la experiencia de un psicoanálisis para asociar su nombre con Complejo de Edipo. Quedó inscripto en letras de oro desde que Freud encontró su relación con la novela familiar de los neuróticos, para quienes el padre aparecía como un intruso que llegaba para imponer la ley e interrumpir el goce del supuesto paraíso con la madre. Mito que Freud complementó con otro que relata el acto de parricidio por el cual los hijos incorporan la ley al mismo tiempo que conquistan el acceso al objeto de deseo y goce.
No solo la doctrina del psicoanálisis tuvo a estos mitos como piedra angular de la estructuración psíquica, sino que los pacientes mismos se interesaban en develar sus vínculos edípicos, las dificultades de su apego a la madre y la identificación o rivalidad con el padre.
Avanzando el siglo XX, la combinación del discurso de la ciencia y del capitalismo, fue resquebrajando la trasmisión de las tradiciones y paralelamente la mitología edípica fue perdiendo no sólo brillo, sino que comenzó a ser fuertemente cuestionada. Se inscriben en esa crítica distintas perspectivas, desde el esquizoanálisis de Deleuze y Guattari, hasta los feminismos y sus denuncias del patriarcado, por mencionar sólo dos momentos.
Durante ese trayecto, Lacan iba impartiendo su enseñanza, siguiendo el movimiento de la clínica de su tiempo. Señaló la importancia que tiene, en la estructuración psíquica, la inscripción de un significante fundamental. Lo llamó Nombre del padre, pero hay que destacar que esa operación no necesita de la presencia concreta del padre, ya que es en el discurso de la madre que el niño encuentra o no esa referencia.
En un segundo tiempo opera la función efectiva del padre, ya encarnada en alguien que haya inspirado en una mujer el deseo de tener hijos. Ese alguien se autoriza a cumplir una función que no es otra que articular el deseo con una ley que lo precede. Si es un estrago que el infante quede sujeto al deseo de la madre, también lo es que aquel que ocupa la función-padre, se tome a sí mismo por la ley. Hasta aquí, la mitología acompañaba bien las novelas familiares más corrientes.
¿Adiós Edipo?
Como todo mito, el complejo de Edipo es una ficción que responde por un enigma real, que sólo se puede nombrar por algún semblante. Ha sido -es- una construcción de saber, que permite una donación de sentido al enigma libidinal de todo síntoma.
Ocurre que el semblante de la ley que tradicionalmente recaía sobre el padre, hoy se encuentra diseminado entre las nuevas configuraciones familiares, que han modificado los roles que se repartían en la familia. Vislumbrando el progresivo declive de la figura paterna, Lacan había advertido sobre la pendiente religiosa que implicaba sostener el culto al Dios padre, además de asociarlo al discurso amo y al lugar del poder. Llega a afirmar que el mito edípico no tiene otro valor práctico que el de recordar de forma grosera el obstáculo que puede representar el apego a la madre en cuanto a la posibilidad de dirigir el deseo hacia la exogamia.
Hoy asistimos a la convivencia de diversas formas de familias; tradicionales, ensambladas, monoparentales, parejas del mismo sexo y mujeres u hombres solos que deciden procrear a partir de donación de material genético o alquiler de vientres, separando el acto sexual de la reproducción. Muchas veces es difícil localizar a ese “alguien” que inspira en una mujer el deseo de tener un hijo. Los nuevos hijos con una nueva pareja, conviven con medio-hermanos que provienen de la primera familia del padre y otros de una posterior de la madre, hermanos que por edad podrían ser sus padres.
Los casos pueden abarcar un arco que va del rechazo a ejercer la parentalidad, hasta un empuje reiterado a conseguir la procreación bajo la asistencia de la ciencia que desafía el límite de lo imposible. Comienzan a presentarse temáticas que hasta hace poco eran material de la ciencia ficción. Superando las fantasías de adopción bastante comunes en la infancia, la procreación asistida con material genético anónimo, “realiza” estas ideaciones, generando inquietud respecto a la posibilidad de armar pareja con alguien que podría ser un familiar sanguíneo, lo cual refiere a la ley de interdicción del incesto que opera en el inconsciente. Por otro lado, recibimos a jóvenes adultos que solos o en acuerdo con la pareja, han decidido no tener hijos.
En este contexto de acelerado cambio, cuando un paciente comienza a hablar de su familia, resulta cada vez más dificultoso armar una genealogía. La función del padre, si opera, hay que ubicarla entremedio de todos esos ensambles. Su efecto es cada vez menos el de la represión de la sexualidad que conformaba los síntomas de las neurosis de antaño. Tomemos, por ejemplo, las patologías del acto, a la orden del día, que refieren la búsqueda de un límite que no opera. La intervención del profesional suele requerirse luego de actos de violencia –intra o extra familiares-, impulsiones desenfrenadas que generan restricciones perimetrales, llegando incluso al encierro real, carcelario, como último dique de la ley.
Aún en estos casos, cuando comienza un análisis, cuando lo amorfo quiere tomar forma, fluyen los relatos sobre las demandas y deseos, ideales e imperativos de sus mayores. Ya sea que en ellos el padre figure como presente o ausente, como prohibidor o abusador, idealizado o degradado-, su referencia sigue siendo casi inevitable, aunque más no sea para ubicar lo que no ha operado.
Son datos de la clínica que no pueden soslayarse. La cuestión es qué valor darles cuando ya no se trata de rendir culto al padre. Se impone ir más allá de él, sustituyendo el saber mítico que hacía de semblante de la ley. Sustitución que sólo puede conseguirse reconociendo el valor instrumental en una función semejante, a partir de lo cual podrá ubicarse algo que opere en su lugar, como límite al des-padre pulsional que muestran muchos síntomas actuales.