Puede ser un trámite en el banco que tenés que resolver hace meses, pero das vueltas y vueltas o un turno con el médico, que igual lo podés hacer la próxima semana. Son pequeñas cosas, que no toman mucho tiempo si las hacemos, pero preferimos posponerlas hasta que se van agrandando y terminan ocupando una cantidad desproporcionada de nuestro tiempo. Las pequeñas cosas pueden escalar rápidamente y ocupar muchas horas de nuestra vida. Hablo desde la experiencia, pospuse tanto un trámite impositivo que terminé pasando varias mañanas en la oficina de un gestor judicial.
Hay mucho escrito sobre por qué demoramos esas pequeñas cosas de la vida cotidiana: porque son aburridas o desagradables, porque nos dan miedo, o nos generan ansiedad. Cuando, además, la tarea no tiene una fecha límite, hay un combo perfecto. “Cuando las tareas no tienen fecha de vencimiento, muchas veces se postergan hasta que se vuelven una bola de nieve”, explica Diego Laham, director de la consultora WA y especialista, entre otras cosas, en gestión del tiempo.
El hecho de no tener un tiempo límite es clave. Las tareas suelen expandirse para tomar todo el tiempo disponible, y si no le ponemos un plazo, siguen creciendo. Una investigación mostró esto a pequeña escala: le pedían a un grupo de personas que hicieran algo muy sencillo, tenían que clasificar una serie de fotos, sólo que a algunos les daban 5 minutos y a otros 15 como máximo. ¿Cuánto demoraban en hacerlo? El máximo posible, 5 y 15 minutos respectivamente, sin ninguna diferencia en el resultado. Si hay tiempo expandimos lo que tenemos que hacer.
Cuando tenemos cosas pendientes, en general somos conscientes de que sería mejor resolverlo de una vez. Y hay mucha evidencia sobre esto. En un estudio que hicieron con estudiantes universitarios, les dieron una tarea que tenían que hacer en algún momento durante los siguientes días, y después les fueron preguntando por mensaje de texto, varias veces al día, cómo venían con la tarea que les había tocado y cuán difícil les resultaba. Lo que encontraron es que mientras la posponían, la tarea les parecía más difícil, pero cuando finalmente la hacían les parecía bastante más fácil de lo que habían imaginado. Posponer las cosas las agranda.
Otro aspecto en el que se puede ver la dimensión que puede tomar lo “pequeño”, es en la toma de decisiones. Asumimos que el tiempo que le dedicamos a definir algo debería ser proporcional a su importancia. Definir la casa en la que vas a vivir debería llevar más tiempo que decidir qué comer hoy. Es lógico. Pero hay algunos casos en los que decisiones bastante sencillas pueden llevar mucho tiempo y volverse difíciles. Hay evidencia de que cuando nos empezamos a demorar en tomar una decisión, por la razón que sea, tendemos a adjudicarle más importancia y por lo tanto, darle más y más vueltas al tema, hasta que se nos hace más difícil todavía decidir.
¿No te pasó nunca? Una cena con amigos que venía muy sencilla y de pronto se abren 57 cosas a considerar antes de decidir dónde comer o dos opciones de un electrodoméstico que son casi iguales, pero no terminás de decidir si la marca vale la diferencia de precio. De pronto nos volvemos perfeccionistas con un tema poco relevante y nos empantanamos. Y así, las cosas pequeñas se expanden en el tiempo.
A estos agujeros negros de pequeñas tareas individuales se pueden sumar experiencias colectivas, como las reuniones. “El tiempo dedicado a cualquier tema de la agenda es inversamente proporcional al monto involucrado”, señaló medio en chiste Cyril Northcote Parkinson en los años ‘50, en su definición de la Ley de la trivialidad. El ejemplo que usa es el de un comité directivo de una empresa, que cuando se discuten cuestiones muy complejas, cómo la construcción de una planta nuclear, en donde suele haber pocas personas que realmente entienden del tema, se habla y se resuelve todo bastante rápido. En cambio, cuando se discuten cosas que todos podemos entender, cómo cuánto se debería gastar en café, hay muchas más opiniones y se le da mucho más tiempo. El ejemplo es extremo, pero hay registros de que es un problema común en las reuniones y se repite con muchas cosas: horas dedicadas al detalle del diseño de una presentación sin ver que faltaba información clave, argumentos que van y vienen sobre cuál es la mejor palabra para tal o cual texto mientras que el tema deja de ser relevante. La Ley de la trivialidad.
Los especialistas señalan que hay otros factores que influyen en que los temas más importantes no se discutan a fondo. “Pasa muchas veces en la reuniones de consorcio, por ejemplo, que se empieza con los temas menos relevantes que toman mucho tiempo, y cuando se llega a los realmente importantes, ya pasó la hora de la reunión”, explica Laham. Más allá de estos casos, agrega que si los temas estratégicos no se tratan en profundidad en ninguna reunión “también es posible que haya otras cuestiones que pueden estar vinculadas a la cultura organizacional, una resistencia al cambio o poca disposición a tener discusiones difíciles”.
Queremos pensar que las cosas deberían ocupar su justo lugar, que la cantidad de tiempo y energía deberían ser proporcionales a la relevancia de un tema. Pero no siempre funciona. Ya sea porque posponemos pequeñas tareas hasta que se vuelven grandes, o porque le empezamos a dar tantas vueltas a una decisión que se nos vuelve más relevante de lo que es, las cosas chicas pueden a veces tomar una dimensión enorme y llevarse un tiempo totalmente absurdo.
OS/MF