Los ochenta están teniendo su momento. Con el 40 aniversario del retorno democrático ya en el horizonte, la publicación de libros destacados y el estreno de la película Argentina, 1985 han puesto a la década – y al gobierno de Raúl Alfonsín – en el centro de escena como quizás nunca antes desde la muerte del ex-presidente en 2009.
Hay un relato dominante de la historia reciente de América Latina que salta desde el terrorismo de Estado al neoliberalismo de los 90. Es innegable que los gobiernos de facto de los años 70 sentaron las bases de las políticas neoliberales que fueron consolidadas por gobiernos constitucionales dos décadas después. Pero este relato desdibuja una década: la llamada “década pérdida”, nombre que refiere sobre todo a la crisis económica y fiscal de los 80, la peor desde los años 30.
Esa crisis se puede leer en toda su furia en dos libros sobre la época, los complementarios tomos de Pablo Gerchunoff y Juan Carlos Torre, dos integrantes del equipo económico del gobierno de Alfonsín. Por momentos se leen como relatos de suspenso, casi cinematográficos. A pesar de que sabemos cómo va a terminar todo, no podemos dejar de seguir a los funcionarios del quinto piso, sus negociaciones con el FMI y los sindicatos, el estallido de la hiperinflación y la renuncia de Alfonsín meses antes del final de su mandato. Son libros demasiados lúcidos para buscar respuestas contrafácticas. Y sin embargo una pregunta implícita recorre sus páginas: “¿podría haber salido distinto?”
El suspenso tiene un registro más heroico en Argentina, 1985, la película del año, que llenó las salas de gente aplaudiendo el “Señores jueces, nunca más” de Julio Strassera, un triunfo de la justicia, columna vertebral de una democracia recién renacida, y el Juicio a las Juntas como un regalo de la Argentina a la jurisprudencia internacional y a la historia.
Es tentador ver estos relatos – los libros y la película – como antípodas de la década. El triunfo de la democracia y los derechos humanos por un lado, y el fracaso económico por otro. Un reflejo del ciclo de esperanzas y desilusiones que se suele asociar con el gobierno de Alfonsín.
Pero para entender la década no deberíamos ver estos dos extremos por separado, sino como parte indivisible de la audaz promesa de la democracia alfonsinista. Una promesa que representaba una combianción de derechos políticos, socio-económicos y humanos que se reforzaban mutuamente y que eran capaces de refundar el país.
Volvamos al 1985. En junio se lanzó el Plan Austral que atacaba la inflación y trajo un rápido equilibrio económico. En noviembre las elecciones legislativas mostraron el apoyo popular al mandato de Alfonsín y confirmaron a la UCR como fuerza mayoritaria en el Congreso. El año terminó con el juicio a las juntas. Fue un buen momento para el gobierno de Alfonsín, en retrospectiva quizás uno de los mejores. Las partes constitutivas de su proyecto democrático parecían encaminadas. Pero mirando de cerca, ya se pueden ver sus fisuras.
En abril de 1985, unos meses antes de que se pusiera en marcha el Plan Austral, Alfonsín convocó a un acto masivo en la Plaza de Mayo en defensa a la democracia. El juicio a las juntas recién empezaba y corrían fuertes rumores sobre un posible levantamiento militar. Con la plaza llena Alfonsín habló de los logros de la joven democracia y agradeció la “presencia multitudinaria” que representaba a “una sociedad que no es indiferente, sino que está dispuesta a luchar por conservar sus derechos”. A mitad del discurso, Alfonsín cambió su tono: “Aquí me interesa, sobre todo, hablarles de las dificultades extremas que vamos a atravesar”. Y dedicó el resto del discurso al duro camino por delante en cuestiones económicas, que resumió con la frase más notoria de la noche: “Es decir, en este estado difícil, frente a esta economía desangrada, tenemos que dar respuesta a requerimientos populares y, al mismo tiempo, tenemos que ordenar la economía y tenemos que crecer. Esto se llama, compatriotas, economía de guerra y es bueno que todos vayamos sacando conclusiones”.
El impacto de estas palabras fue inmediato. Desde el balcón de la casa de gobierno se podían escuchar los gritos y ver cómo columnas de organismos de derechos humanos, sindicalistas y partidos políticos se retiraban de la plaza con una mezcla de bronca y consternación.
La apuesta económica del Plan Austral salió bien por un tiempo. Pero con el pronunciamiento de la economía de guerra Alfonsín alteró los términos de su propio proyecto político, desestabilizando la alquimia frágil entre derechos, economía y democracia que nunca se recuperó.
Vale decir, claro, que la confluencia de condiciones globales y locales en que operó el gobierno del Alfonsín no fue obra del expresidente. Pero para el final de su mandato, el hombre que tanto había hecho por consolidar una idea más holística de la democracia fue testigo del colapso de ese proyecto por efecto de las propias medidas de su gobierno. La exuberancia de la primavera democrática encontró un paralelo igualmente intenso en el reconocimiento por parte de la población de que la “democracia”, lejos de ser la panacea que venía a restañar los dolores del pasado, podía también perpetuarlos y producir sus propias y novedosas contradicciones. Alfonsín mismo lo resumió en 1992, sobre el final de una última ola de hiperinflación y en vísperas de las severas desigualdades de la década que venía, con una sutil enmienda a su célebre definición de la democracia: “Creo que con la democracia se come, se cura y se educa”, dijo, “pero no se hacen milagros”.
Cuando Alfonsín murió, en marzo de 2009, miles de personas abarrotaron las calles para darle su adiós final, una escena emotiva con la que empieza el libro de Gerchunoff. Las procesiones, con sus cantos y sus carteles, traían a la memoria las grandes e impactantes movilizaciones del comienzo del gobierno de Alfonsín el 10 de diciembre de 1983.
En las semanas que siguieron a su muerte, los homenajes a Alfonsín parecieron asegurarle un lugar en la memoria colectiva como el gran portador de las virtudes cívicas y la decencia política. “Se fue un hombre digno”, declaró el entonces presidente de la Sociedad Rural Argentina, Hugo Biolcati. Esta valoración, formulada desde una de las instituciones más notoriamente opositoras al gobierno de Alfonsín, se reiteró en los pronunciamientos públicos de adversarios y amigos por igual: “Gran estadista argentino”, “Hombre de la ética”, “Anti-corrupto” y desde luego, la más oída, “Padre de la democracia”.
¿Qué es ser “Padre de la democracia”? El título deja a Alfonsín como símbolo de una nueva frontera, que se abriría entre los ciclos cada vez más violentos de alternancia cívico-militar y una era de constitucionalidad y derechos. Pero el rótulo también se presta a confusiones, en la medida en que simplifica las expectativas y disputas que definieron la extensa participación de Alfonsín en la escena política nacional.
En cuanto a la historia, el relato de esperanzas y desilusiones en torno al gobierno de Alfonsín en cierta forma funciona. Pero al igual que con el título de “Padre de la democracia” hace que la mirada sobre Alfonsín sea incompleta. Convendría entonces revisar los intersticios entre los momentos de gravitación de Alfonsín en el escenario nacional. El dramático ir y venir del retorno a la democracia, atenazado entre el ocaso de la guerra fría y el alba de la era neoliberal, dio cuenta de los intentos de un proyecto hegemónico que, en última instancia, facilitó la transición de una época a otra.
Los recuerdos sobre los ochenta revelan tanto las preocupaciones del presente como respecto de las realidades de los años del gobierno de Alfonsín. Hace unas semanas José Manuel Salazar-Xirinachs, flamante secretario ejecutivo de CEPAL, declaró que la actual crisis económica de América Latina es peor que en los años ochenta, y amenazó con una nueva y duradera “década pérdida”. Ahora, que la democracia está por cumplir 40 años, la búsqueda de una democracia capaz que dar de comer, educar y curar sigue siendo tan urgente hoy como en 1983.
JA