PSICOANÁLISIS

Ser alguien

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Una de las entrevistas compiladas en Vida de vivos, de María Moreno –recientemente reeditado en una versión ampliada, por Random House–, es a Maitena. La entrevista es de 1999 y María Moreno la introduce diciendo que Maitena “todavía no se lleva bien con la fama” y relata que “cuando una señora la descubre en el supermercado y le grita «¡Maitena!», ella suele creer que se trata de una amiga de su mamá. Una vez, mientras estaba en el piso de un canal de televisión, una chica se le abalanzó, llamándola. Ella, creyendo que se trataba de una productora a quien creía recordar, le preguntó «¿y vos quién sos?», «No, yo no soy nadie», le contestó la chica. «¡Boluda, seguramente alguien debés ser!», se enojó”.

No sé qué sería llevarse bien con la fama, pero no creo que sea suponer que una persona es alguien mientras que el otro es nadie. La suposición de que ser alguien sería equivalente a ser alguien famoso, o de renombre, o de no sé qué, es una suposición que se desprende, como toda suposición, de una atribución fantaseada. Sólo que en este caso lo que se le atribuye al otro es nada menos que un ser. Y suponerle un ser al otro está paradójicamente muy cerca de una hostilidad posible. Porque muchas veces, la hostilidad se dirige exactamente ahí: al ser del otro, a que el otro sea. De hecho las formulaciones agresivas tienden a posarse ahí: “¿Quién se cree que es?” “¿Quién chota es?” “No existe” “No lo conoce nadie”, etc.

Quizás haya algo, en una manera de la circulación, de la lógica del fan –el doble filo de la admiración–, la de la suposición de que el otro tiene, que goza, que sabe –acaso las tres cosas que cifran la neurosis–, que es alguien, mientras el fan quedaría así despojado de todo eso. La figura del fan ha cooptado muchas de las relaciones de este momento. Quizás por lo que de vidriera tienen las redes sociales, quizás porque todos somos famosos en las redes sociales, es que todos somos el fan de alguien. Noté, por ejemplo, que se habla de ser fan de un escritor, no de ser su lector. Ese deslizamiento quizás nombra algo de estos tiempos. 

El asunto de la suposición me interesa muchísimo –tal vez porque la transferencia está hecha de eso–. Me interesan, en este caso, la suposición y las atribuciones permanentes que circulan a cielo abierto en el espacio público. Suelo estar atenta, porque las atribuciones y los prejuicios llegan hasta el delirio y son muy hostiles ahí donde desconocen a aquel al que se le atribuye lo que sea que se le atribuya. No sólo no lo conocen, sino que lo desconocen. Es un procedimiento casi deshumanizante, uno más en la serie de procedimientos deshumanizantes de hoy en día. No me acostumbro, tampoco pienso hacerlo, a leer la liviandad y la certeza con la que se dice cualquier cosa de alguien, cuando me consta que se está diciendo cualquier cosa. El “asuntito” de la agresividad es igualmente ineluctable. La relación con la propia imagen, que nunca es propia, y con esa imagen del otro que suponemos, conlleva siempre agresividad. El punto es si estamos dispuestos a advertir –no siempre se puede– que esa agresividad está desplegada a partir de suponerle un ser al otro, un ser que pondría en peligro el nuestro. Un ser que es el que a nosotros “nos falta”. El otro tiene lo que nos falta. Tiene, sobre todo, un ser. Y es que el ser, como dice Lacan, está perdido en el basurero del otro. Hay demasiadas personas comiendo de esa basura.

Me interesa el asunto, también, porque esa manera de mirar fascinados a los otros tiene consecuencias en los lazos. Los lazos que vienen rompiéndose aún más, porque ya están frágiles desde hace tiempo. En esas roturas más nuevas, he notado que, en la desesperación por ser alguien –en la clave de que ser alguien es estar en un lugar determinado, es ser conocido, etc.– hay personas que arrasan con los lazos por querer estar en todas, por querer estar en alguna. En ese caso, todo es lo mismo, todos son lo mismo: un vehículo para ser alguien, un medio para llegar a su fin. Y en nombre de eso se arrasa también con las afectividades, se usufructúan relaciones, se especulan contactos, se hace lobby de sí mismos. Así se van degradando, rompiendo, arruinando también los lazos que no son estrictamente de amistad, pero que conllevan un afecto. No hay, en esos casos, ninguna ética de la afectividad. Esto no es nuevo, sólo que ahora queda a la vista de todos en la vidriera de las redes. Hay muchos ejemplos de cómo en estos tiempos de exposición de la vanidad (incluida la vanidad del que dice ser un looser) –en la que todos más o menos participamos, no del mismo modo, pero ahí estamos– van haciendo que las relaciones que se establecen también estén tomadas por la lógica de la vidriera y se vayan tiñendo de suposiciones de lo que el otro hizo para ser alguien. Cynthia Fleury, en su libro Aquí yace la amargura, de Siglo XXI editores, dice: “Compararse todo el tiempo acaba por hacer de sí una medida o, mejor dicho, secuenciar un ser para que pueda comparárselo con el de otro, él mismo integralmente incomparable por ser singular; pero el afán de compararse traiciona el vacío que lo anima, el miedo de no ser nada: entonces el sujeto busca, y se compara, para verificar que es mejor o, a la inversa, –lo que equivale a un tipo de alienación diferente pero igualmente dañina–, que es inferior y he aquí lo que se torna insoportable, tanto que será preciso viciar los valores y denigrar al otro para invalidar esa comparación que nos ha devuelto una imagen tan mala de nosotros mismos”. Para algunos se va configurando una especie de sociabilidad sostenida en esos supuestos. Hay personas que sólo se relacionan con gente a la que le pueden sacar algo, de quienes pueden obtener algo –y también hay gente con poder a la que le encanta que le pidan cosas–. Son personas siempre atentas a quién es quién, que saben de memoria los nombres de los que ocupan lugares fundamentales.

Hablando de una reunión a la que había sido convocada en Casa de Gobierno, y en la que iba a estar Néstor Kirchner, Pedro Rosemblat le pregunta a Beatriz Sarlo si para ese entonces ya lo conocía: “Yo me caracterizo por no conocer gente importante, nunca voy a un cocktail y digo viste nos encontramos con fulano de tal, me caracterizo por no conocer gente importante, la única gente importante que conozco es la gente que a mí me parece importante”, contestó contundente Beatriz Sarlo (la excelente entrevista que le hizo Pedro Rosemblat puede verse acá). La posición de Sarlo apuntaba, justamente, a que sus relaciones no son “contactos”, a que no se “mueve” de esa manera –también se dice de algunos, como virtud, “sabe moverse”–. Pienso en la diferencia enorme que existe entre querer ser alguien, moverse en pos de eso llevándose puesto todo, incluso los lazos afectivos –de hecho también se dice de alguien como virtud que “se lleva el mundo por delante”, y me parece horrible–, y los efectos de una elección orientada por el deseo, incluso cuando no se sabe, sobre todo cuando no se sabe. Una de las tantas diferencias es el tiempo. Aquellos que quieren ser alguien quieren pegarla, hacerlo lo antes posible, ahorrarse –porque lo piensan en términos de ahorro– pasos, tiempos, recorridos, rodeos, fracasos, vueltas. Pretenden que no hay tiempo que perder –acaso la cifra de la imposibilidad más radical, no perder tiempo–. Y ahí van extrayendo de los otros, con los que establecieron cierta relación, todo lo que necesitan para instituirse en el ser alguien. Muy de estos tiempos, el querer pegarla –al igual que los jóvenes que circulan con sus videos de cómo hacerse millonarios en una semana–, sólo que las personas de las que hablo la quieren pegar en otros sentidos, en el sentido de otro tipo de capital. El deseo requiere tiempo, pero no mucho ni poco, sino una temporalidad distinta a la de la prisa. El deseo no es sin tropiezos, sin fallas, sin demoras, sin rodeos, sin enredos, sin obstáculos, sin vacilación. Pero no es una carrera hacia el éxito, no es un camino de superación ni de progreso. No es eso. Nunca es eso. El deseo es fuera de programa y fuera de tiempo, fuera de lugar y hasta desfasado, desquiciado.

Hace un tiempo conversamos con Maitena sobre las vocaciones, y coincidimos en que no haber dudado de eso que uno eligió hacer, incluso sin saber por qué, es una suerte enorme. Pero que sea una suerte, no significa que sea una buena suerte. El camino está también plagado de dificultades, impedimentos, inhibiciones. Nunca es un camino directo, sin rodeos. El deseo es rodeo. Nunca es cómodo, ni mucho menos fácil. El deseo es un poco infernal, oscuro. No digo que uno esté obligado a pasarla mal, digo que justamente porque se trata del deseo es que la cosa se traba, uno se tropieza. Hay zozobra, angustia, ir y venir, dejar, volver. Pero nunca, nunca es sin eso. Sin eso no hay deseo, sino manual de instrucciones, consejos de otro-que-sabe (“escuchame a mí que tengo más experiencia que vos”). Hay camino hacia el éxito, objetivos, gestión empresarial de sí. La opacidad del deseo es una cosa; el humo de querer ser alguien, es otra bien distinta. Disipar el humo de querer “ser alguien”, “ser algo”. Si tuviera que resumir qué efectos tuvieron en mí los análisis, diría eso.

Pretender ser alguien, así, desconociendo el deseo, conduce a lugares bastante molestos. Juan José Saer dice: “Cuando se cree ser alguien, algo, se corre el riesgo, luchando por acomodar lo indistinto del propio ser a una abstracción, de transformarse en un arquetipo, en caricatura”. Pretender ser alguien está en el extremo opuesto del deseo. Porque el deseo va dibujando ciertas coordenadas que son, justamente, las que nos permiten desorientarnos de esa pretensión de ser alguien. Saber perderse, saber perder; saber inventar un recorrido que no está previamente señalizado. El deseo se abastece de nada nombrable, es un rollo –en el sentido también de temita, de problema–, hecho de nuestras fibras más singulares. El deseo no es un camino prístino, sino bastante oscuro, en el que uno va a tientas, sin ver demasiado hacia adelante, y por supuesto sin garantías. El deseo es opaco, enigmático, imposible de definir. Es errático, discontinuo y no depende de la experiencia ni del saber. “El deseo es brillante y aceitoso como un pez vivo. Cuanto más genuino, más escurridizo”, dice Nicolás Baintrub en uno de los mejores textos que se han escrito acerca del deseo. Y es que el deseo no es el anhelo, ni es la aspiración. El deseo es un verbo intransitivo, no se trata de desear algo, sino de desear, a secas. El deseo es inconsciente, no es lo que decimos que queremos. A veces no sabemos ni por qué hacemos algo, o por qué deseamos algo, ni de dónde viene la fuerza para sostenerlo. Deseo es también un nombre de la pequeña resistencia que cada uno encuentra para cerrarle un poco la boca vociferante a la época, apagar los ruidos de esas pretendidas verdades que se gritan y que nos aturden. Fabián Casas escribió recientemente una columna que también habla de estos asuntos. La tituló Ahora me llaman nadie. Ahí dice: “Adrián Dárgelos acaba de publicar un libro que se llama La voz de nadie. Hay ahí un trabajo contra la voz personal, esa que sólo balbucea sentido común. Entre las muchas personas que uno puede ser, alguien decide desertar del ejército de la personalidad, y deja poemas como éste: En el único lugar/ en el que todavía queda oro,/ es entre las páginas de un libro/ El secreto de la tristeza / de las primeras cosas/ presente en todo/ imposible/ entender de una sola vez/ el camino/ donde convertirse en nadie”. Adrián Dárgelos, el mismo que canta una canción que dice: Quiero ser el murmullo de alguna ciudad/ Que no sepa quién soy/ Yo daría hasta mi sueño/ Por ver la farsa fallar.

El deseo, como resistencia, es casi inaudito, sin épica, sin estridencias. Es la resistencia a una vida acorralada según la marca y el marketing del ser alguien.

AK/DTC