Opinión

Su Alteza Milei nombra jueces de la Corte sin molestas votaciones en el Congreso

25 de febrero de 2025 19:02 h

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El decreto con el que Javier Milei designó a dos jueces para la Corte Suprema de Justicia de la Nación es un acto que recuerda más a los tiempos de monarquías absolutas que a una democracia republicana y constitucional. En una decisión que desafía abiertamente el equilibrio de poderes, el Presidente decidió esquivar al Senado y colocar a dedo a dos magistrados en el máximo tribunal del país, rompiendo así con una de las reglas más elementales de nuestro sistema político: la necesidad de consenso para definir los cargos de mayor trascendencia institucional.

El argumento del Gobierno es que el Senado fue negligente al no tratar las nominaciones de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla desde que se iniciaron los procesos de sus pliegos a principios del año pasado. Sin embargo, lo que en realidad revela esta demora es que ninguno de los dos postulantes logró reunir los acuerdos necesarios para su designación. Esto no es un dato menor, sino una señal clara de que su idoneidad para ocupar una silla en la Corte no convenció a una mayoría calificada de senadores. La Constitución reformada en 1994 estableció que los jueces de la Corte Suprema deben ser designados con el voto de dos tercios del Senado, precisamente para garantizar que quienes lleguen a este tribunal sean figuras de prestigio incuestionable y con un amplio respaldo político.

Con su decreto, Milei optó por prescindir de esta exigencia constitucional y proceder como si el país fuera su propiedad privada. La designación de jueces sin el acuerdo del Senado no es un tecnicismo menor ni una simple jugada política: es una violación flagrante del sistema de pesos y contrapesos que sostiene a cualquier democracia moderna. Si la ausencia de consenso habilitara al Presidente a imponer su voluntad por decreto, entonces la exigencia constitucional de los dos tercios del Senado quedaría reducida a una formalidad vacía, sin sentido alguno.

Lo preocupante de esta maniobra es su peligrosísimo precedente: si se permite que un presidente ignore el procedimiento constitucional para nombrar jueces, ¿qué evitará que en el futuro lo haga con otros órganos del Estado? ¿Qué seguridad institucional le queda al país si el Poder Ejecutivo puede decidir unilateralmente sobre la composición de la Corte Suprema, el organismo encargado de garantizar el respeto de la Constitución?

Este atropello institucional de Milei se suma a una serie de medidas que evidencian su desprecio por los límites al poder presidencial. Desde el inicio de su mandato, ha mostrado una inclinación alarmante por el uso de decretos para evitar el debate legislativo, lo que no solo debilita el Congreso sino que erosiona la democracia misma. En este caso, el abuso es aún mayor, porque no se trata de una política de gobierno que pueda discutirse más adelante en el Parlamento, sino de la integración del máximo tribunal del país, una decisión que marcará el rumbo de la Justicia argentina por décadas.

El Senado no ha tratado los pliegos de Lijo y García-Mansilla porque no ha habido acuerdo suficiente para aprobarlos. Esto no es una falla del sistema, sino su correcto funcionamiento: la Constitución exige una mayoría agravada porque la Corte no puede quedar en manos de jueces elegidos a la ligera, sin un amplio respaldo institucional y social. Pretender que esta falta de consenso justifica una designación por decreto es, en el mejor de los casos, una trampa retórica; en el peor, un abuso de poder de proporciones históricas.

No es la primera vez que un presidente de la Nación recurre a este artilugio. En 2015, Mauricio Macri designó a Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti en la Corte Suprema por decreto, aunque más tarde debió retroceder y someter las nominaciones al proceso constitucional. Aquel episodio fue duramente criticado en su momento, y la historia debería haber dejado una lección clara: los atajos institucionales pueden parecer soluciones rápidas, pero a la larga solo debilitan la democracia y deteriora aún más la confianza en las instituciones. Milei no está innovando, sino repitiendo una estrategia que ya fue rechazada por su gravedad institucional.

La democracia argentina no puede permitir este avance autoritario. La Corte Suprema no es un botín de guerra ni un espacio para colocar funcionarios afines sin debate ni acuerdo. Si Milei quiere que sus candidatos lleguen al tribunal, debería someterse a las reglas del juego democrático y conseguir los votos necesarios en el Senado. Hacerlo por decreto es un insulto a la Constitución y una amenaza directa a la división de poderes. Si esto se tolera, ¿qué vendrá después?

JJD/MC