Los hechos, como recipientes vacíos: así escribí mi novela Extranjera

Tres imágenes:
1. A principios del siglo veinte, un grupo de inmigrantes saltan de un barco en el río de la plata y desde la escotilla vuelan baúles llenos de ropa y baratijas.
2. Dos hermanos deambulan entre los matorrales de un campo y uno de ellos le clava la punta de una hoz a una liebre y flamea el cuerpo perforado y sangriento por sobre su cabeza.
3. Un joven acompaña a su padre al asilo de ancianos donde su mamá (la abuela del joven) está internada.
Tres hechos reales. Imágenes que se me grabaron como jeroglíficos en las paredes cavernosas de la memoria y me sirvieron para comenzar lo que cinco años después fue una novela.
A mediados del 2020 cuando los encuentros estaban restringidos, mi papá venía de visita clandestina a mi casa, se sentaba en un sillón, se servía un whisky y yo le hacía preguntas. En ese momento mi abuela Emme (se escribe “Emme”, pero se pronuncia “Emma”), estaba internada en un asilo porque un ACV le había dejado medio cuerpo paralizado. Le preguntaba sobre ella y grababa sus respuestas en un grabador del tamaño de un pen drive. Entre recuerdo y recuerdo él sonreía y me preguntaba, incómodo y desconfiado qué era lo que realmente quería saber y para qué. Evitaba responderle. En parte no lo sabía y en parte me daba pudor decirle que acopiaba material de escritura.
Entre esos inmigrantes que saltaron del barco estaba mi abuela Emme de bebé. Lo que mi papá me contó fue que, a principios del 1900, Emme junto a su papá y mamá llegaron en un barco desde Siria con destino a Brasil y que en medio del Río de la Plata una sudestada los obligó a desembarcar en la orilla más cercana. Ese lugar era Argentina y esa costa era Necochea.
Pero mi tío me contó otra versión: antes de llegar a Brasil, los tripulantes del barco les advirtieron a los inmigrantes que esas costas estaban llenas de piratas y que, si no querían perder sus pocas pertenencias, debían saltar del barco. En esa versión no había sudestada, sino que los inmigrantes se tiraban al agua junto a sus pertenencias y nadaban como podían hasta la orilla más próxima para escaparse.
¿A qué iban a Brasil? ¿Se escaparon? ¿Buscaban su propio destino? Mi papá no sabía. Sólo había huecos, espacios en blanco.
¿Cómo podía contar la historia de Emme? ¿a quién podía interesarle más que a mi papá, a mí o a mi tío? Además ¿cómo podía contar una historia que desconocía por completo y de la que mi papá y mi tío sólo tenían pedazos?
“Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”, dice Onetti en El pozo.
Mucho tiempo después de haber desembarcado en esa costa, mi abuela Emme contrajo matrimonio con un muchacho de ese mismo pueblo. Un poco para escaparse de ese padre autoritario y otro poco porque ya estaba embarazada de mi papá. El muchacho se llamaba Oscar, era tímido y retraído, con un oficio extraño (mecánico de suelos) y con una dificultad en el habla (era ceceoso). Los mecánicos de suelos se encargaban de estudiar los tipos de suelos para determinar cómo afectaría la estructura que se quería construir sobre él. Se la consideraba una profesión nómade ya que dependiendo del lugar donde se construía, la empresa te podía mandar durante meses a cualquier parte del país obligándote a residir ahí. Así que al matrimonio lo trasladaron primero a Lanús, donde vivieron unos meses y después a una localidad en la zona norte de la provincia de buenos aires llamada Munro. Al principio vivieron los tres en un espacio detrás del playón donde la empresa guardaba toda la maquinaria. Pero cuando Emme quedó embarazada de su segundo hijo se volvieron a mudar, esta vez a una casa un poco más grande (el terreno tenía una casilla y un descampado en el fondo) cerca de la estación de tren.
Eso es todo lo que sé, terminaba mi papá. Y cuando se iba de mi casa, yo le mandaba mensajes a su hermano (mi tío) preguntándole qué cosas recordaba de Emme. La pregunta al principio lo desconcertó y se mostraba reticente y frío. También me preguntó para qué quería saber y también le dije que no sabía. Más allá de eso contestaba mis WhatsApp con largos mensajes de voz.
“A medida que fuimos creciendo mi hermano y yo nos íbamos mucho de casa. No queríamos estar. Buscábamos comida para los animales de nuestra chacra. Pasábamos por las panaderías y levantábamos todo el desperdicio: pan viejo, facturas, colita de los fiambres, las migas de los sanguches. Lo poníamos en un barril y se lo dábamos de comer a los chanchos. También íbamos a cortar pasto a los matorrales. Pero lo que más recuerdo fue la primera vez que maté. Una tarde en uno de esos descampados, cortábamos pasto para los conejos y de entre los matorrales salió una liebre marrón. Estaba asustada y me di cuenta de que rengueaba. Tenía una de las patas delanteras lastimadas. Y lejos de toda pena se me ocurrió, no sé por qué, si por bronca, impotencia o resentimiento, clavarle la punta de la hoz en el medio del lomo. Fue visceral, instantáneo. La perforé de lado a lado. Después la alcé, empecé flamear el cuerpo como si fuera una bandera y corrí a mi hermano para asustarlo. Nunca me sentí tan poderoso”.
Desgrababa los mensajes de mi tío, las charlas con mi papá y transcribía todo a un Word. Releía intentando despegar las voces de sus personas, como si desprendiera la grasa de la carne. Buscaba una constante en el reverso del texto (si es que la había). Leía a Tizón, a Saer, a Di Benedetto, a Hebe Uhart, a May Sarton para que la atmósfera de sus escenarios se me pegaran en el tono a la hora de escribir. Recordé los hermanos Claus y Lucas de Agota Kristof.
En el papel, primero era la historia de mi papá, mi tío y Emme. Pero la pregunta seguía siendo la misma ¿a quién podía importarle esos trozos de realidad más que a mí o a ellos?
A principios del 2021, la restricción se había flexibilizado y acompañé a mi papá al asilo donde estaba internada Emme. Me recuerdo llegando al lugar, estacionando el auto a unas cuadras. Me veo a mí mismo caminando junto a él esas cuadras previas antes de entrar y me recuerdo pensando “no conozco a Emme”. Era verdad: no sabía nada sobre ella. Nunca tuvimos la relación abuela- nieto (que confieso me hubiera gustado haber tenido). Acompañaba a mi papá en ese momento porque sabía que lo necesitaba. Me daba más pena que él perdiera a su mamá a que ella se muriera.
¿Ser buen hijo te convierte en buen padre? ¿Cómo se transita esa intersección?
Cuando vi a Emme acostada en esa cama (hacía años que no la veía) estaba demacrada. Me dio impresión verla tan consumida, con la mirada completamente extraviada, su espíritu ausente y la mitad del cuerpo retorcido. Papá la saludó. Le preguntó cómo se sentía, le comentó que yo estaba ahí, que había ido a visitarla, pero ella no me reconoció. Cambiaba de tema, le pedía que la llevara a la casa, que no quería estar ahí. Lloraba sin lágrimas, se enojaba con la enfermera.
¿Cómo encerrar esas tres temporalidades distintas en un mismo universo? ¿Es posible escaparse de la herencia familiar, torcer el destino que de alguna forma se repite de generación en generación?
Cuando falleció Emme, unos meses después de esa visita, apareció la voz de su personaje. Una voz seguramente diferente a la que Emme tuvo en la vida real, pero que a medida que escribía escenas de su vida (y que el personaje escribía en la novela ya que redacta un diario), sentía más cercana.
Se podría decir que tomé esos recipientes llamados hechos, los vacié de todo contenido y a través de lecturas y reescritura los fui llenando con un nuevo sentimiento para ensayar una respuesta a la pregunta que siempre me lleva a sentarme a escribir.
¿No es acaso necesario que la ficción aparezca cuando la realidad está incompleta y no tiene sentido?
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