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El legado del Sumo Pontífice

Francisco, promotor de una justicia penal humana

El Papa Francisco saluda a la multitud durante una misa en la plaza del Vaticano en junio de 2015.

Roberto Carlés

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El Jueves Santo, en su última salida del Vaticano, Francisco visitó la cárcel de Regina Coeli. No pudo, esta vez, realizar el rito del lavado de pies como era su costumbre desde los tiempos en que era arzobispo de Buenos Aires. Era una ceremonia que amaba, imitar con los últimos el gesto que tuvo Jesús con sus discípulos, un gesto de servidumbre.  

En cada una de sus visitas a las cárceles, Francisco llevaba esperanza. Eso hizo el pasado 26 de diciembre al abrir de par en par la puerta del Centro de Detención de Rebibbia, la segunda que abrió luego de dar inicio al Jubileo con la apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. Un gesto cuyo significado, dijo, no era otro que el de invitar a los presos a abrir sus corazones a la esperanza.

“¿Por qué ellos y no yo?”, se preguntaba el Santo Padre. De este modo expresaba, con palabras sencillas y a la vez profundas, como era su estilo, que todos cometemos errores pero que sólo algunos los pagan.

Por ello no debería sorprender que desde el inicio de su pontificado la cuestión de la justicia penal estuviera en el centro de su magisterio. En una serie de documentos e intervenciones públicas promovió, a la luz del Evangelio y en continuidad con sus predecesores, un desarrollo de la Doctrina Social de la Iglesia que, a partir de la realidad de los sistemas penales en nuestro tiempo, sostiene que la justicia penal debe estructurarse en torno al respeto por la dignidad humana.  

En un documento de 2019 que sintetiza su magisterio en la materia, sostuvo que “uno de los mayores desafíos actuales de la ciencia penal es la superación de la visión idealista que asimila el deber ser a la realidad”, con el riesgo de “ocultar los rasgos más autoritarios del ejercicio del poder”. En esta afirmación aplicó a la cuestión penal uno de los principios que propuso en su documento programático, la exhortación apostólica Evangelii Gaudium: la realidad es superior a la idea. En consecuencia, el saber penal no ha de ser construido sobre la base de cómo creemos que debe ser el castigo sino a partir del conocimiento efectivo de la realidad de los sistemas penales.

Francisco describió y criticó esa realidad, caracterizada por el encarcelamiento masivo, el hacinamiento y las torturas en las cárceles, la selectividad del sistema penal, la arbitrariedad y los abusos por parte de las fuerzas de seguridad, la ampliación del alcance de la pena, la criminalización de la protesta social, la instrumentalización del sistema penal con fines políticos, el uso arbitrario de la prisión preventiva y el repudio de las garantías penales y procesales más elementales.

Se opuso en forma contundente a las iniciativas para bajar la edad de punibilidad: “los Estados deben abstenerse de castigar penalmente a los niños que aún no han completado su desarrollo hacia la madurez, y por tal motivo no pueden ser imputables. Ellos, en cambio, deben ser los destinatarios de todos los privilegios que el Estado puede ofrecer, tanto en lo que se refiere a políticas de inclusión como a prácticas orientadas a hacer crecer en ellos el respeto por la vida y por los derechos de los demás”.

Condenó la pena de muerte y promovió la nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, que la declara inadmisible y establece el compromiso de la Iglesia con su abolición en todo el mundo; una reforma que expresa “el progreso de la doctrina de los últimos pontífices así como también el cambio en la conciencia del pueblo cristiano, que rechaza una pena que lesiona gravemente la dignidad humana”.

Su condena no se limitó a la pena de muerte legal, sino que en reiteradas ocasiones llamó la atención sobre las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias. Ello lo llevó a observar con preocupación algunas reformas legislativas que se promovieron en distintos países con respecto a las eximentes de cumplimiento de un deber y de legítima defensa.

Denunció que la pena de prisión perpetua es una pena de muerte “oculta” porque compromete el “derecho a la esperanza” y las “perspectivas de reconciliación y reintegración” de las que la pena no puede prescindir.

Se ocupó también de fenómenos concretos como la criminalización de la homosexualidad, que “representa el modelo negativo por excelencia de la cultura del descarte y del odio”, expresó su preocupación por “la escasa o nula atención que reciben los delitos de los más poderosos” y promovió el reconocimiento del ecocidio como crimen contra la paz.

Francisco no se limitó a denunciar los males del sistema penal, sino que propuso un modelo superador del tradicional retribucionismo: “existe una asimetría entre el castigo y el delito […] la ejecución de un mal no justifica la imposición de otro mal como respuesta. Se trata de hacer justicia a la víctima, no de ajusticiar al agresor”. Para ello, alentó la construcción de un modelo de justicia penal restaurativa “basado en el diálogo, en el encuentro, para que, en la medida de lo posible, se restablezcan los vínculos dañados por el delito y se reparen los daños causados”.  

Francisco nos deja un legado enorme sobre el cual construir una justicia humana, “un reto al que todos debemos enfrentarnos si queremos abordar los problemas de nuestra convivencia civil de una manera racional, pacífica y democrática”.

MU

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