Píldoras de Inteligencia Artificial

Amo al cuerpo eléctrico

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BARBIEHEIMER. Esta semana en Ginebra, Suiza, la ONU organizó una rueda de prensa con robots humanoides. La robot enfermera, la robot cantante con pelo de fantasía y la robot embajadora respondieron a las inquietudes de periodistas y curiosos. Acompañadas por sus creadores, coincidieron en algo fundamental: no son una amenaza para la humanidad. Su único propósito es ayudarnos a construir un futuro mejor. 

Las imágenes que nos llegan desde Ginebra, por momentos absurdas, recuerdan a la película “Lars y la chica real” en la que Ryan Gosling se enamora de una sofisticada muñeca sexual y la comunidad de su pueblo decide seguirle la corriente. La muñeca Bianca, asistida en su silla de ruedas y sin necesidad de realizar acción alguna, genera por voluntad conjunta de un pueblo, una “ilusión de persona” que atraviesa tanto el mundo diegético como el mundo real. En el caso de las robots humanoides que asisten a la ONU, cubiertas por la misma piel artificial que Bianca, la situación no es tan disímil.

LeCun lo tiene claro. No hay necesidad de que se lo digan robots humanoides: la IA no representa una amenaza existencial para los seres humanos. “La IA la hacemos nosotros, ¡la hago yo! ¿por qué haría una IA que me elimine?

Sus palabras son procesadas por lo que llamamos un gran modelo de lenguaje o LLM (sus siglas en inglés). Estos modelos se entrenan para generar texto automáticamente, pero sus dietas (datos qué procesan) y entrenamientos (cómo los procesan) fueron previamente diseñados por seres humanos. Al igual que en el pueblo de Lars, los deseos, pasiones y sesgos de seres biológicos determinan el fluir de lo que -al menos al día de hoy- llamamos vida artificial. 

El francés Yann LeCun, uno de los padrinos de la inteligencia artificial y actualmente investigador en el gigante Meta, se expresó en redes respecto de la conferencia de robots: “Complete bullshit. Pardon my french”. LeCun lo tiene claro. No hay necesidad de que se lo digan robots humanoides: la IA no representa una amenaza existencial para los seres humanos. “La IA la hacemos nosotros, ¡la hago yo! ¿por qué haría una IA que me elimine?”. En esta dirección argumentó LeCun en el Munk Debate, organizado por la Aurea Foundation (fundación del fallecido magnate Peter Munk, fundador de la Barrick Gold) del que participó junto a otros referentes de su campo.

¿Podremos conversar y compartir junto a nuestros camaradas digitales grandes epopeyas de 80, 100, 200 horas sin sentir ningún tipo de apego? ¿Podremos estar expuestos a su compañía y luego dejar de pagar la suscripción que los mantenga vivos en la nube?

Su título de “padrino de la IA”, lo comparte junto a sus dos colegas ganadores del premio Turing en 2018: Yoshua Bengio y Geoffrey Hinton. Hinton se jubiló de Google este año y fue noticia por sus declaraciones, opuestas a las que habitualmente nos tenía acostumbrados: “La IA presenta peligros inimaginables para nuestra especie”, “estas entidades van a ser capaces de tener sentimientos y sentir amor”. El tercer padrino, Bengio, está más cerca de las ideas de Hinton; tal es así que decidió orientar su carrera al estudio del problema del alineamiento: cómo hacer que los objetivos de estos sistemas de IA coincidan con los nuestros. Bengio también participa del Munk Debate enfrentado a su ex-compañero de armas, LeCun. La grieta es palpable a través de la pantalla, el debate por momentos es feroz. Pero los padrinos se respetan y si bien no comparten preocupaciones del mismo calibre, sí comparten algunas risas. 

ROBOTS SIN CARITA. La robótica orientada a la construcción de robots humanoides tiene algo del ejercicio del animismo: producir objetos con carita, con alma. Confundirnos a nosotros mismos entre ellos. La mayor parte de los robots no tienen cuerpo ni carita: los llamamos simplemente bots y hoy en día presumen de generar la mitad del tráfico de internet. ¿Quiénes son estos conductores y peatones que deambulan como bits en delicada danza de cortesía, permitiéndose los unos a los otros proceder sincronizados por las metrópolis cibernéticas? Cada vez es más difícil diferenciar el origen e identidad detrás de estos datos. Junto a la recordada bot experimental Lavonne Smythorsmith (la de las “caricias significativas” al ex presidente Mauricio Macri) conviven los chatbots de la empresa de gas, los que nos enseñan a seducir por Tinder, los que arman nuestras playlists, los que juegan al ajedrez, los que registran las fluctuaciones del dólar blue, los que arman nuestro timeline de Twitter, los maliciosos y otros tantos que sería imposible enumerarlos a todos. 

ROBOTS CON CARITA. La empresa Nvidia anunció hace pocas semanas que va a empezar a ofrecer un servicio en la nube para que los personajes de los videojuegos, inclusive los de relleno, estén motorizados por modelos de lenguaje generativo. Es decir, sus líneas de diálogo no van a estar previamente pactadas sino que vamos a poder interactuar con ellos en tiempo real. Unos desarrolladores ansiosos por probar cómo funcionaría esta tecnología, prototiparon un videojuego de código abierto en el que nuestra misión es evitar que una novia psicópata nos asesine con su cuchillo: para ello, debemos negociar o engañarla para que nos deje ir. 

El año que viene, quizás, tendremos a disposición juegos con personajes que solamente respeten arcos y no tengan cargada ninguna línea de diálogo. ¿Podremos conversar y compartir junto a nuestros camaradas digitales grandes epopeyas de 80, 100, 200 horas sin sentir ningún tipo de apego? ¿Podremos estar expuestos a su compañía y luego dejar de pagar la suscripción que los mantenga vivos en la nube? En “El ciclo de vida de los objetos de software”, el escritor ganador de un premio Nébula y también informático, Ted Chiang, problematiza sobre lo que ocurriría no solamente cuando el juego termine, sino también cuando la compañía deba cerrar y las entidades digitales migrar para redefinirse una y otra vez, teniendo como sostén a tan solo un puñado de seres humanos que aman a sus cada vez más cercanos amiguitos digitales. 

TODO ES POR AMOR. En “Canto el cuerpo eléctrico”, de Ray Bradbury, unos niños desconsolados por la muerte de su madre adquieren una abuela robot. La abuela robot registra cada palabra que se dice, cada momento que se vive, incorruptibles en su memoria digital. “Todo lo que digan, todo lo que hagan, lo guardaré, apartaré, atesoraré. Seré todas esas cosas que una familia es y olvida, pero que siente, y recuerda a medias. Mejor que los viejos álbumes de familia que hojeaban diciendo: esto fue en invierno, eso aquella primavera, recordaré lo que olvidan. Y aunque en los próximos cien mil años sigamos preguntándonos qué es el amor, quizá descubramos al fin que el amor es alguien capaz de devolvernos a nosotros mismos”. Como el cantautor platense Sâr Rulli solía entonar en su canción “Cuando un robot llora se vuelve humano”: el único profundo secreto -ya saben todos- es amar. 

LB/PI