Con expresión feliz, el teórico izquierdista Sergio Almaraz se refirió a los últimos años de la Revolución Boliviana (1952-1964) como “el tiempo de las cosas pequeñas”. Ese momento crepuscular en el que se agota el deseo de cambio y los logros del periodo “heroico” previo se muestran, inevitablemente, limitados por los determinismos sociales. Digamos, la Unión Soviética hacia 1921, con las masas insurrectas cansadas y retirándose, y la burocracia afirmándose como su reemplazo en el poder. O Termidor, que inició la inacabable sucesión de los hechos franceses posrevolucionarios.
No dejemos, sin embargo, que estos ejemplos históricos nos arrastren hacia la exaltación y, finalmente, la falsedad. Hoy, para la mayoría, “Termidor” es solo el nombre de una salsa bechamel. No cabe duda, sin embargo, de que vivimos un periodo “reaccionario” –de repliegue– dentro del ciclo progresista de la región. El exvicepresidente boliviano Álvaro García Linera lo llama el periodo “administrativo”. Hasta aquí, la izquierda ha mostrado su necesidad y su poderío, pero también sus flancos débiles, y ya no hay sitio para las grandes ilusiones.
Para tales tiempos, estos hombres. Los presidentes de Bolivia y Argentina, Luis (Lucho) Arce y Alberto Fernández, se parecen en el hecho de que ninguno de ellos es el líder, por decirlo así, “natural” de las transformaciones de sus países. Ambos ocuparon la segunda línea durante la etapa álgida de estas transformaciones. Arce como ministro inamovible de Economía de Evo Morales y Fernández como el inamovible Jefe de Gabinete de Néstor Kirchner; luego cayeron de esas posiciones y la vida –el “destino histórico”– les ofreció unas oportunidades que algunos no dudarían en llamar “milagrosas”. Cristina Kirchner, carente de la fuerza necesaria para encabezar su fórmula presidencial, escogió a Alberto por encima de varias otras posibilidades; Evo, exiliado en Buenos Aires e imposibilitado de candidatear por la contrarrevolución que lo había tumbado y expulsado de su país, eligió a Lucho como su sustituto por encima de la opinión de su partido en Bolivia, tanto para atraer a las clases medias como para impedir que su némesis, David Choquehuanca, se hiciera del poder.
Quizá Lucho y Alberto no sean “hombres providenciales”, pero no cabe duda de que la providencia les ha sonreído. Aunque luego hayan tenido que pagar un peaje a quienes así los ungieron. Si en algo se parecen Lucho y Alberto es en tener todas las ventajas de sus respectivas investiduras sin contar al mismo tiempo con las bases tradicionales del poder, esto es, firmes caudales electorales y partidos leales o, mejor dicho, partidos a los cuales mandar. Para volver a Francia: son delfines que gobiernan con un rey y una reina vivitos y coleando. Estos los convierte en presidentes “débiles”, pero de una debilidad paradójica, ya que no han perdido la potestad de repartir los cargos (es a ellos que se dirigen las quejas y admoniciones de los “monarcas”) y –muy importante– pueden reelegirse. Esta opción tiene mayores posibilidades de éxito en Bolivia –donde Lucho es el político más popular–, que hoy en Argentina, así que ha puesto a temblar al aparato tradicional del Movimiento al Socialismo boliviano. En nuestros países siempre sería un error subestimar a los presidentes. A veces no lograrán reelegirse, pero siempre podrán intentarlo, segmentando el campo político en relación a ellos.
Alberto y Lucho gobiernan incómodos, no pueden mandar a sus anchas, si esto alguna vez es posible en política. Es que no hay peor acreedor que el que cree que el otro le debe obediencia (ni hay peor pagador que el que debe demasiado). Además, no deben compararse solo con el desempeño de sus enemigos sino con los periodos dorados de sus antiguos jefes. “Ser mejores que Macri es fácil, lo difícil será ser mejores que nosotros mismos”, discursó en su campaña Fernández. Y Cristina lo recuerda. Por su parte, Evo declara que “las cosas ya no van igual” que cuando él era presidente. Claro, porque ahora vivimos en el tiempo de las cosas pequeñas. Sobre todo, se acabó el súper ciclo de las materias primas; se acabó el dólar barato; se acabó el crecimiento latinoamericano “loco”; se acabaron la paz y la estabilidad mundiales. Alberto y Lucho pueden y deben ser mucho más realistas que Cristina y Evo.
En economía, a Lucho le va bastante mejor que a Alberto, porque el modelo económico boliviano cayó en la mediocridad, pero no en la ruina. Alberto, por su parte, ya ha entrado en la historia –por lo menos desde una perspectiva progresista externa– porque en su gobierno se aprobó la legalización del aborto. Hasta ahora Lucho no ha encontrado un hito importante que defina su “legado”, como dicen los estadounidenses. Quizá porque no lo está buscando.
Alberto y Lucho provienen de las filas de la burocracia pública –no se lea esto en clave trotskista: algo de burocracia siempre es imprescindible–; los dos son docentes universitarios; hablan con razones antes que con emociones; a Lucho no le gusta la relación con la prensa, a Alberto sí; ambos han metido bastante la pata en sus declaraciones, pero solo Alberto sale después a pedir disculpas; ambos tienen ese aspecto prolijo y solícito de los “clasemedieros” educados. Lucho representa bien al típico varón blanco de La Paz; Alberto es un porteño igualmente típico. Ambos tocan guitarra y cantan, aunque en esa área seguramente Alberto esté en un nivel superior. Ambos dejan de hablar por periodos con Evo y Cristina, respectivamente, cuando estos se ponen particularmente irritantes. Y luego se encuentran en público con ellos y les dan muestras de respeto y afecto. Y así van tirando.
FM