Hubo una época en que los artistas eran algo así como soldados del pueblo. Yo no había nacido. No existía. Sobre todo en Latinoamérica en la década del setenta, las artistas inventaban manifiestos que decían detalladamente que había algo que cambiar de base, porque la existencia así, de ese modo en que se había organizado, era inviable. Iban en contra del capitalismo y a favor de cierta tolerancia e igualdad que deshiciera ciertos estamentos – dicho así tampoco sepamos bien qué forma hubiera tomado eso–. Daban la vida. En esa época vivió Víctor Jara, por ejemplo, uno de los grandes líderes de la Nueva Canción chilena. Ese hombre de sonrisa ancha que escribía canciones que eran insignias, en pleno rumor de una guerra civil en Chile, en donde el pueblo había empezado a radicalizarse y él había decidido tomar una posición. Como si eso fuera parte de su trabajo, también. Ese hombre que no sabía leer música, que no había aprendido armonía ni había estudiado guitarra, a la manera de la cantautora Violeta Parra, pero igual tocaba a la perfección. Porque su destino no estaba en conquistar sonidos novedosos, sino en ponerle voz a un pueblo muerto de hambre. Jara escribía: El derecho de vivir, Poeta Ho Chi Mi, que golpea de Vietnam, a toda la humanidad, ningún cañón borrará, el surco de tu arrozal, el derecho de vivir en paz. Jara decía: Un artista es un auténtico creador, es un hombre tan peligroso como un guerrillero.
Pero entonces llegó el Siglo XXI.
La semana pasada se llevó a cabo uno de los festivales más importantes de la Argentina: El Cosquín Rock, en Córdoba. Pasaron más de treinta artistas nacionales e internacionales, entre los que estuvieron Babasónicos, Los tipitos, Miranda, el guitarrista británico Slash, Ciro y Los Persas, Dillom, Lali, entre otros. El festival llegó en medio de un clima tirante. Un país ampliamente dividido entre un apoyo cuasi ciego a las políticas del nuevo presidente Javier Milei, y la desesperación de una clase media baja que no llega a fin de mes, una clase que debe decidir si pagar el alquiler, la prepaga médica, los servicios, o recortar alguna, o recortarlas todas, o pagarlo todo y no saber qué será de sí, o incluso irse del país, o quedarse, pero tampoco sin saber cómo, dónde y con quién. Como en un videojuego en el que al protagonista le queda una vida y tiene que conservarla para llegar, exitoso, al gran premio final. Con una inflación de 254% en el último año, con un 20% únicamente del mes de enero, con las tres fuerzas policiales en la calle, mientras se dirimía en el Congreso la aprobación del paquete de leyes que redactó el nuevo Gobierno en un tiempo récord, y que, entre otros puntos más o menos asfixiantes, le delegaba facultades al Presidente para que pudiera avanzar vía decreto. Como la represión que se llevó a cabo en el 2017 con la reforma que propuso Macri a las pensiones de jubilados, la Plaza de los dos Congresos volvió a convertirse en un campo de batalla este verano. La cortina de fondo sonaba así: “Nosotros somos jubilados, nosotros subsistimos. No vivimos. Violencia es morirse de hambre, que la policía me pegue no me da miedo, ¿qué van a hacer? Lastimarme el cuerpo, nada más.”
¿Y los artistas? ¿Hablan los artistas?
Hace unas semanas, la cantante argentina Emilia Mernes, uno de los nombres más famosos de la industria del momento, con mayor proyección internacional, fue entrevistada para un medio de España a propósito de la gira por el lanzamiento de su nuevo disco. La periodista, con un lógico sentido común, le preguntó a Emilia cómo estaba viviendo ella, como mujer argentina y artista, los recortes que se estarían llevando a cabo con el nuevo gobierno. Emilia llevaba puesto un par de anteojos espejados y la boca muy pintada. Miró hacia un costado, como pidiendo rescate, y su asesora respondió por ella: No vamos a hablar de política. Algo así como un canto de guerra, una faja generacional. No vamos a hablar de política, no vamos a hablar. Si responder una pregunta tan liviana es hablar de política, me pregunto entonces qué será, realmente, hablar de política. Más allá de las empresas que sponsorean, que en la mayoría de los casos reúnen el mayor capital para llevar adelante giras dantescas, ¿qué hay de los pies en la Tierra de una artista que roza la treintena, en plena modernidad, viviendo en un contexto que se incendia? La respuesta es: nada. Mientras pueda mantenerse en silencio, sin ofuscar a nadie, viendo como se derrama algo que ni siquiera la rozará, sin un asomo de rescate a esa clase trabajadora, de la cual, incluso, ella viene, mejor así. El silencio también es hablar de política, esas posiciones pueden ser una marca imborrable. Incluso imperdonable.
Pero el Cosquín Rock estaba ahí, deshilvanandose, como último bastión. En el medio de ese calor horripilante, entre climático y anímico, el rapero Dylan León Masa, más conocido como Dillom, unos años menor que Emilia Mernes, se subió al escenario un domingo por la tarde y entre otras cosas, llevó a cabo un cover de la canción Sr. Cobranza del grupo argentino Las Manos de Filippi. El revuelo de la artista silenciosa había causado una especie de resquemor en la escena musical, sobre todo, en la industria joven. Pero Dillom tomó el micrófono y ladró, como un perro encerrado en un balcón porteño. Irguió la rabia. Mencionó, entre otros nombres y con esa energía de descargo que se hacía necesaria, el del Ministro de Economía Nicolás Caputo. Fue aplaudido y sus menciones se volvieron virales. Del otro lado estuvo la cantante pop Lali Espósito, también. Fuertemente criticada por una amplia cantidad de seguidores del partido de La Libertad Avanza por ser una artista que supuestamente se aprovechó del Estado durante el Gobierno de Alberto Fernández, por cobrar altas sumas en recitales municipales, mismas sumas que cobra la mayoría de artistas de este país. Después de ser cruelmente señalada durante semanas, Lali subió al escenario y aggiornó una canción propia en la que ironizó respecto de su vivir del Estado. “El arte, la cultura, esto que generamos los argentinos, nadie nos lo va a sacar. Depende de nosotros, las artistas, de nuestras responsabilidades”. Una chica preciosa, envuelta en brillos, puede hablar de responsabilidades en el escenario, con el sudor que le dejó esa última coreografía. Ella sabe que ese también es su trabajo. Igual que Dillom. Las reacciones a las performances de ambos artistas fueron de esperanza. Hay pulso, estamos vivos.
Hacer lo contrario es como mirar a una multitud que se está incendiando sin decirle nada. ¿Qué puede haber más penoso que el discurso vacío de un ídolo de masas? Es como un mal sueño, en el que tenemos que decir la oración de nuestras vidas y la voz no sale. No hay nada. Está vacío. La artista es justamente esa que trabaja para no vaciarse jamás. Hablar por su gente no es solo un gesto amigable, es su compromiso. Su bandera. Podríamos darle las gracias a estos artistas, también, por no dejar que el Siglo XXI los distraiga. Como decía el rapero venezolano Canserbero, quien murió en 2015, en sus letras atravesadas por el mundo real: “nos quieren ignorantes, nos quieren complacientes, nos quieren como zombies sin dientes, nos prefieren sin juicio, sumisos al vicio. Yo solo soy un rapero, no se asusten”.
CF/DTC