El otro día escuchaba un programa de radio en que alguien se presentaba como biodecodificadora; contaba el caso de una mujer que llegó a la consulta con una “nudo en la garganta”, entonces le preguntó por las cosas que no había podido decir en su vida.
En un primer momento, me pareció trivial –aclaro igual que no pretendo hablar de biodecodificación porque no sé nada del tema, solo tomo el ejemplo más allá de la disciplina y asumo que quizá no sea representativo– y luego me quedé pensando en los relatos de quienes hacen constelaciones familiares, que muchas veces son muy parecidos; pero ahí sí pude pensar algo en lugar de juzgar.
Primero pensé que cuando se juzga no se piensa, después me pregunté por la diferencia entre los relatos de la biodecodificación, las constelaciones y los del psicoanálisis, porque nosotros los psicoanalistas también hablamos una lengua muy específica. Nuestra narrativa básica es el Edipo.
Y por supuesto, el Edipo no existe; es nada más que una matriz simbólica para hacer inteligibles ciertos procesos psíquicos para los que, seguramente, no hay palabras. Por eso, creo, Lacan decía que los analistas tienen que cuidarse de poner el saber (edípico) en el lugar de la verdad, o bien que el Edipo es un mito, o también la “boludez” de Freud.
Que el Edipo sea un mito no quiere decir que sea falso, sino que es una estructura combinatoria, que permite reconocer movimientos y transformaciones. Lo verdadero está en las lecturas e interpretaciones que permite, en función de sus efectos.
En este punto, el efecto es lo central, del que se espera que no sea sugestivo, sino que tenga alguna incidencia en lo real; no una realidad preestablecida, sino un real que se delimita como imposible de la práctica misma.
Dicho de otro modo, esa imposibilidad es la que hace que un analista desconfíe de la teoría psicoanalítica o la reconozca como ficcional.
Nosotros los psicoanalistas tenemos nuestras ficciones, los biodecodificadores y los consteladores las suyas; en todo caso habría que ver cómo aseguran el pasaje a lo real.
En psicoanálisis lo hacemos a través del vínculo con el analista (de acuerdo con el concepto de transferencia) y en relación a la imposibilidad que mencioné antes, lo que llevó a Lacan a decir que el análisis es una experiencia fallida y que se trata de dar razón de un fracaso.
Muchos analistas de hoy no hacen esto, no se toman este trabajo, pero critican con altanería a los biodecodificadores y consteladores, desde un supuesto saber que creen garantizado porque lo adquirieron en una universidad –pero esto es lo contrario del método del psicoanálisis.
En algún momento sería interesante conversar mejor con biodecodificadores y consteladores, escuchar mejor su práctica, sus narraciones y vías de acceso a un real, si es que se ocupan de eso.
El diálogo con otros es central para el pensamiento. El psicoanálisis no puede ser una disciplina de perseguidos –como lo fueron históricamente– que hoy se identifiquen con los perseguidores.
Espero que las consecuencias de estas breves líneas no sean que se diga que apoyo a las “pseudoterapias”, como me ocurrió la vez que participé de una conversación pública con una astróloga y me escribieron desde diferentes hemisferios para decirme que era vergonzoso para el psicoanálisis.
¿Por qué? ¿Por conversar? No se me ocurre otra vía mejor de reconocer los límites de mi conocimiento y tratar de entender qué hace el otro, sin suponerlo de antemano. Además, ya escribí unos cuantos artículos previamente sobre los falsos saberes terapéuticos actuales.
A veces intento leer, pero no siempre tengo el tiempo y la capacidad. No es un límite material, sino también práctico: es difícil hablar de ciertas disciplinas sin haber pasado por la experiencia, como paciente o por un espacio de formación.
La lectura por sí misma no alcanza, porque corre el riesgo de ser prejuiciosa o demasiado literal. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando los analistas leemos las críticas de Butler a Lacan y nos damos cuenta de que ella es una excelente académica, pero de psicoanálisis poco y nada.
Curiosamente, conocí a diferentes analistas que en este tiempo hicieron constelaciones familiares, como pacientes. Nunca lo reconocerían, lo dicen por lo bajo, con algo de temor. Esta doble vara me apena un poco.
Además, me hace pensar: ¿alcanza con que alguien diga que hace psicoanálisis (o se justifique con términos de teoría psicoanalítica) para que su práctica sea la que se espera de un análisis? Para esto, yo escribo sobre mi práctica y participo de diferentes espacios con colegas en los que presento regularmente los casos en que trabajo.
Pero volvamos a las constelaciones, a la lectura reciente que hice de un libro: Los órdenes de la ayuda, de Bert Hellinger. Como dije antes, no puedo estar seguro de haber entendido muy bien el dispositivo de trabajo, pero sí me recordó bastante a lo planteado por Kaës en torno a su noción de aparato psíquico grupal y la idea de sujeto de y en el grupo.
En particular, me dio la impresión de que se trabaja con otra forma del inconsciente –tal como Kaës lo destacó en Un singular plural. Una forma del inconsciente que no se basa en la represión y que, además, apunta a lo transgeneracional. No puedo ampliar aquí este concepto en Kaës, pero sería muy útil investigarlo mejor.
En todo caso, lo que me interesa es una noción particular de sujeto que parece haberse popularizado en estos años y que pareciera que es el más interesado en el recurso a las constelaciones. Me refiero a un sujeto que se considera atrapado en la repetición de un pasado que no le pertenece, en el cual ocupa roles predeterminados y que tendría que asumir o reformular.
La impresión –vuelvo a usar esta palabra, porque quiero ser explícito respecto de mi ignorancia– es que este sujeto no es el de la neurosis, es decir, uno que padece un conflicto interno cuya expresión es un síntoma que aqueja a la conciencia. El sujeto neurótico es fundamentalmente moral y se pregunta “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”, mientras que el de la constelación pareciera un sujeto pasivo, habitado por heridas que no le pertenecen y dependen de otros.
Me voy a corregir, porque temo ir demasiado lejos en esta conclusión: ese sujeto pasivo no es el de las constelaciones, porque no es eso lo que leí en el libro de Hellinger, pero sí existe hoy una pasivización en el modo de pensarnos a nosotros mismos que puede ser el motivo por el que cada vez se recurre más a las constelaciones.
Es la nueva concepción del sujeto en nuestra época: todos estamos rotos, heridos, dañados, etc. Así nadie tiene que responsabilizarse por nada. Es una especie de histeria paranoide: yo no hice nada, el otro es malo. Y de aquí a los tóxicos, los psicópatas y demás perseguidores no hay más que un paso.
Y aquí quisiera ser explícito nuevamente: el punto no son las constelaciones, pero sí el crecimiento en el uso de este método, por la noción de sujeto a la que se pueden prestar. Después estarán las variables de cada situación: si quien practica es alguien formado, si tiene un título de psicólogo o especialización en psicoterapia, pero aquí no se puede generalizar ni dar por sobreentendido.
En este punto, quisiera hacer una reflexión general sobre cómo se construye el sentido en un espacio terapéutico. Creo que, sin importar a qué teoría o disciplina se suscriba, lo más importante es no apresurar los tiempos del paciente en la comprensión de su sufrimiento. El riesgo de un terapeuta demasiado ansioso podría estar en generar una inscripción psíquica en la conciencia, con un contenido semejante al de una huella inconsciente, pero que no está en conexión con este.
Es un riesgo, porque esa inscripción tendría el valor de un delirio, que no solucionará el sufrimiento, sino que reforzará una explicación consciente, para justificarlo. El síntoma no se analizará, quedará intacto, pero ahora el paciente tendrá una explicación cuasi cosmogónica a partir de la cual producir una nueva enfermedad, crónica y sumamente complaciente desde el punto de vista narrativo.
Para concluir, creería que si hay un imperativo técnico en psicoterapia está en el de no delirar, para que el terapeuta no sea un promotor de interpretaciones cerradas, unívocas, afirmadas con una certeza inquebrantable y sin implicación subjetiva, que disfrazan lo real con una verdad mentirosa y conformista; como alguna vez dijo Freud, a cada quien le toca velar porque su modo de practicar no sea a favor del delirio, aunque nuestras teorías muchas veces puedan parecerlo.
LL