¿Podemos prohibir el odio? ¿Queremos prohibir el odio? La vocera presidencial aclaró que no está en agenda del gobierno impulsar ningún proyecto de ley al respecto, pero la idea reapareció con fuerza en los últimos días a raíz del atentado sufrido por la vicepresidenta. El año pasado, el actual canciller publicó un artículo en el que caracterizaba a los discursos de odio como aquellos que “estigmatizan a un grupo” (aunque incluyó dentro de la categoría, por algún motivo, a quienes dudaban de algunas marcas de vacunas o a quienes criticaban el tono de un discurso del presidente). La titular del INADI brindó ahora más precisiones: el discurso de odio, dijo, está claramente definido por la “Convención Internacional de Derechos Humanos [una convención que no existe, por cierto] y tiene que ver con aquellos discursos que buscan generar una acción… y siempre es contra alguno de los grupos históricamente vulnerados, los sectores sociales más empobrecidos, las mujeres, las personas que han sido esclavizadas, contra los sectores que representan a aquellos sectores”. En la Argentina, la prohibición del discurso de odio, aclaró, estaría destinada contra quienes quieren “aniquilar al peronismo”.
Como suele ocurrir, siempre hay algo de cierto. Parecería que hay algo mal en desearle la muerte a los opositores o a los gobernantes, agraviar a quienes piensan distinto o insultar a los pobres. También es cierto que la Convención Americana de Derechos Humanos obliga a los países a prohibir “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituyan incitaciones a la violencia”. En la Argentina, una ley de 1988 y redactada por el entonces senador Fernando de la Rúa, prohíbe la incitación “a la persecución o el odio contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas”. ¿Qué estamos discutiendo entonces? ¿Qué se busca prevenir que no esté prohibido ya?
Puede ser que lo que se busque combatir sea la desinformación. Las dudas sobre el funcionamiento de las vacunas contra el Covid-19, por decir algo, podrán en algún caso traslucir alguna actitud anticientífica o incluso constituir mentiras lisas y llanas, pero ¿puede decirse que “inciten a la persecución o el odio”? La información falsa, y la facilidad con la que puede propagarse en nuestra época hiperconectada, es un problema serio para el debate político. La existencia de “hechos alternativos” en el discurso público es un problema serio, al que aún no le hemos encontrado una respuesta adecuada. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa: es cierto que muchas veces los discursos de odio están plagados de mentiras, pero no todas las mentiras se dirigen a crear odio.
Probemos otra explicación. Tal vez lo que se busque sea, al igual que la ley ya existente, prevenir la incitación a la persecución o el odio, pero se tenga una noción distinta acerca del curso causal que lleva a ciertas palabras a producir ciertos resultados. Tal vez simplemente usar lenguaje divisivo lleve, en definitiva, a la violencia. El propio presidente denunció que la frase “ellos o nosotros”, escrita por un diputado opositor, incita al odio político. ¿Pero cómo tendremos un debate público sin permitir disyuntivas claras? “Braden o Perón”, fue el eslógan que inauguró la historia electoral del peronismo. El kirchnerismo también estuvo repleto de instancias de “ellos” y “nosotros” (no vale la pena enumerarlas, pero quien quiera puede buscarlas). La división en grupos simplifica, tal vez de más, pero al momento de llamar al voto tal vez sea pedir demasiado que los eslóganes reflejen la complejidad del mundo como si fueran un tratado.
Sigamos esforzándonos. Tal vez haya expresiones tan denigratorias que deban ser directamente prohibidas, por más que su vínculo causal con conductas violentas no puedan ser probadas en cada caso puntual. Por ejemplo, el filósofo David Livingston Smith sugiere que los genocidios comienzan con el discurso que deshumaniza a ciertos grupos (por ejemplo, hablando de ellos como “ratas”, como en el genocidio nazi, o “cucarachas”, como en el genocidio de Ruanda). Un episodio de Black Mirror retrata muy bien el fenómeno: al tratar retóricamente a una persona como un ser subhumano, nos dice Smith, nuestro cerebro elimina ciertos frenos inhibitorios y se permite la crueldad. ¿Tal vez entonces llamar “yegua” a una dirigente política esté, sí, fuera de la legalidad? Quizás; pero entonces deberemos decidir qué hacer con nuestros simpáticos “gorilas” y “gatos”. Parecería, sin embargo, que nos pasa como en Rebelión en la granja, donde todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros.
Un último intento, basta de elucubraciones: debemos detenernos frente a la crudeza de la muerte. No hay resquicio retórico que avale, digamos, desearle la muerte a un rival político. Y sin embargo, tampoco es tan fácil. A veces, incluso la metáfora de la muerte forma parte de nuestro repertorio: hasta en Gran Hermano se hablaba con soltura de la “fulminante”, término dramático que se refería solamente a someter a alguien a una votación para echarlo de un programa de televisión. Escuchamos recurrentemente que tal o cual es un “cadáver político”. Otras veces, la muerte irrumpe con mayor violencia, y sin embargo tal vez sea necesaria: ¿transmitiría el movimiento feminista sus consigas con la misma fortaleza si no pudiera usar eslóganes como “muerte al macho”?
Finalmente, y a riesgo de ser desagradable, a veces incluso jugar con la muerte de los dirigentes puede ser un acto de resistencia, o de resignación. El recientemente fallecido Tomás Várnagy compiló un libro con chistes populares de los países del bloque socialista, mostrando cómo se utilizaban como modo de mostrar complicidad en la resistencia contra la opresión. En uno de ellos, una anciana va todos los días al kiosko de diarios, mira la portada de uno de ellos y se va. Intrigado, el encargado le pregunta por qué. “Estoy buscando un obituario”. El encargado se ríe: “con razón no lo encuentra, los obituarios están en la última página”. Sin inmutarse, la anciana responde “el que estoy buscando yo va a estar en la primera”.
Este chiste, naturalmente, estaba prohibido.
SG