A Luba no le gustaba que su nieta, Tamara, la filmara. No quería que registrara sus recuerdos. Era coqueta, Luba, además; le pide, en varias escenas, que no muestre su panza. Y exigente: No me gusta cómo explico las situaciones, dice. Yo explico mal, dice. Luba fue una sobreviviente de los campos de concentración en el nazismo. Lo dice una de sus hijas en la película: Somos hijos y nietos de Auschwitz. Luba logró escapar. Fueron los rusos los que finalmente le abrieron esas puertas. Y Luba pudo llegar a la Argentina, donde formó una familia. Ese es el cuento corto.
La historia completa o, al menos, el fragmento largo de la historia que cuenta la actriz, bailarina, coreógrafa y fotógrafa Tamara Mesri, se ve en su ópera prima, El campo en mí, que estrenó ayer. Aquí, el tráiler:
Me inquietaba el nombre de la película. Cuando leí el título, me llamó la atención: ¿será ese campo? No habla del agro, de la 125, del conflicto, de la soja, silo bolsa, dólar de exportación, ¿no? Porque en la Argentina, decir campo… Dispara muchos sentidos.
Pero eran distractores, porque El campo en mí fue como una estocada. Para cualquier descendiente de judíos asesinados o desaparecidos en la Shoá, eso que está en nosotros, nos sobrevive.
El título me interpeló, y después, cuando vi la película, me dejó pensando: entonces, ¿mi abuela no fue sobreviviente? Porque ella no estuvo en un campo, vino antes. Estuvo su familia, los mataron a casi todos; siempre hay un primo que se va a vivir a Israel, o algún otro a Estados Unidos, pero eso es antes, o después. Fui corriendo a preguntarle a mi mamá: ¿Entonces la baba (así le decíamos, las vocales varían en idish, bobe, bubo) no era una sobreviviente?
Bueno, me dijo ella, en un sentido estricto, sobreviviente de los campos no porque no estuvo. Pero haber venido a la Argentina significó que sobrevivió a un destino posible, el que les tocó a todos sus familiares, los que se quedaron. En ese sentido, sí. Por eso sufrió tanto. No pudo soportar la culpa de haber dejado a una hermana querida. Tu abuelo, en cambio, vino con su hermano, me explica siempre mi mamá.
La famosa culpa del sobreviviente, ¿se hereda? ¿cómo? ¿por qué?
Pienso: el campo, en su materialidad, entonces, ¿no está en mí? ¿es un concepto abstracto? ¿una metáfora de cuántas cosas?
Hago otro link, el que une la década del cuarenta con la del setenta del siglo XX. Lo hago siguiendo el camino que un sociólogo como Daniel Freidemberg, experto en genocidio, o una psicoanalista como Perla Sneh, estudiosa de la cuestión judía, emprendieron: el link entre la Shoá y la última dictadura militar argentina (en el contexto de las del Cono Sur). Y también, el que establece la socióloga Ana Jemio, cuando estudia cómo el adentro del campo de concentración en Tucumán durante el Operativo Independencia derrama sobre el afuera, sobre la sociedad.
Si Jemio considera este derrame en su espacialidad siguiendo la metáfora de “el caldito y la sopa” o del pulpo y sus tentáculos, yo lo pienso en su temporalidad. Lo que ya se sabe, y El campo en mí reafirma, es la presencia del campo de concentración en las generaciones que no vivieron “eso” (hasta tres, dicen). Entonces el campo derrama en el tiempo. Nos afecta (a mi madre, a mi hermana y a mí).
Sigo la línea del ADN mitocondrial (femenina, la que se transmite vía materna) porque es la que propone la película, con una particularidad: en la biografía de la directora hay un eslabón faltante en la cadena de transmisión del legado, y es la madre de Tamara, que murió muy joven, con lo cual su abuela cumplió una función materna y fue la encargada de la herencia del relato. De nuevo, las equivalencias: eso les pasó a muchos hijos e hijas de desaparecidos de estos otros campos, los de “acá”, los Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio (que no es el caso de Tamara). El relato que escucha la nieta saltea una generación: ella es a quien se destinan los relatos sobre aquel campo.
Aunque hay imágenes de la madre, joven, incluso del casamiento con el papá de Tamara, la transmisión del legado es responsabilidad de la abuela.
“¿Cómo influyó su historia en la educación de sus hijas?”, le pregunta la voz en off de un entrevistador a Luba.
“De eso no quiero hablar”, dice ella con firmeza.
Pero está la nieta para contar cómo influyó en ella, y en varios momentos de la película dice que la abuela “la torturaba” con historias del campo. Se entiende: Luba cuenta que había chicas que tomaban cianuro para no entrar en la cámara de gas, y una doctora que se quiso suicidar cortándose las venas para morir porque no tenía veneno. Como era médica, por lo tanto, sabía dónde cortar, otras condenadas le pedían que antes de hacerlo ella, lo hiciera con ellas. Duro, más, para un oído infantil.
¿Robarle imágenes, filmarla “de canuto” pudo haber sido una forma de elaborar algo que hubiera sido imposible? ¿El campo en mí es también poder contarlo?
Se trata de una docu-ficción autobiográfica de hechura intencionadamente casera. También cuenta, Tamara, que Luba era una persona violenta. A las anécdotas que describen esa violencia dentro de la película, Tamara agrega otras en una charla en un prestreno para periodistas. La violencia, le pregunto, ¿no se justifica por toda la violencia que sufrió? Digo: quien ejerce violencia antes tuvo que sufrirla.
Era su carácter, dice, en cambio, la nieta.
Las dos cosas, pienso.
Tamara Mesri escribe en el dossier de prensa:
“Este proyecto surgió hace muchos años cuando aún vivía mi abuela Luba. Ella era una persona muy fuerte y amorosa, con un ímpetu avasallante. Violenta por momentos, se llevaba el mundo por delante. Yo quería explicar y justificar esa violencia a través de un documental que contara su historia como sobreviviente de la guerra. Quería mostrar su lado afectuoso y decir al mundo que no era culpa de ella, que la guerra la había marcado a fuego”.
“Este documental es una búsqueda personal, íntima, un intento de transmitir a mis hijas y a su generación las vivencias de una persona cercana y presente en nuestro recuerdo como lo fue mi abuela. Para que el holocausto no sea una página más en los libros de historia y algo de ese linaje continúe en ellas también, aunque queramos perdonar, aunque queramos olvidar. Que sea algo palpable y tangible. Personas de carne y hueso vivieron ese horror y las marcas de lo sucedido nos acompañan aún y lo seguirán haciendo. Por lo menos a través de esta película.”
El legado está a salvo.
GS/MF