Sad Songs (Canciones Tristes) es un pueblo, o una ciudad, o un mundo, inventado por Rodrigo Fresán. Y es que es bueno que haya un lugar así. Un pequeño universo donde habite, sobre todo la memoria –esa “forma del olvido que los meros títulos refleja”, según Borges– y que rinda culto a las canciones que más no han gustado, las que más han marcado nuestras vida: las más tristes.
Podría decirse –sería una exageración pero, como todas, con una buena parte de verdad– que, con la excepción de Hollywood nadie se ha molestado demasiado en hacer canciones que cantaran amores felices. Y géneros enteros –el tango, el fado, el bolero– se han dedicado casi por completo a contar los fracasos y las soledades más espantosas.
Cada uno tendrá su propio catálogo –o playlist– de canciones tristísimas preferidas. Y a muchas de ellas –“Fuimos”, “Gricel”, “La Foule”– ya se le ha rendido homenaje en esta sección. Mi propia lista no podría no empezar con dos canciones que de chico –y creo que ahora también– me negaba a escuchar. Una, supongo que de origen español y popular, no era, ni debió haber sido jamás una canción para niños. Sé poco de ella. Ni siquiera conozco el título pero sí recuerdo el hecho de que contaba la muerte de una niña. La escuché una sola vez y nunca quise volver a hacerlo, por lo que aun iniciando este índice, está muy lejos de ser mi preferida. Y obviamente, al no saber cuál es ni cómo se llama, no hablaré aquí de ella. La otra sí. Una canción capaz de provocar por si sola el llanto es una gran canción, aunque no pueda –ni quiera– oírla. Y esa pájara viuda, cuyo marido ha muerto víctima de un cazador –el diminutivo y el color de esa “escopetita verde” no logran dulcificar su efecto sino, más bien, todo lo contrario– inaugura, en todo caso, mi pasión por las canciones tristes.
María Elena Walsh, cuya fuente confesa fueron los limmericks –esas rimas humorísticas y generalmente absurdas –, la Alicia de Lewis Carroll y las nursery rhymes británicas, era una especialista. Muchas de sus canciones tienen mucho de tristes, aún las más graciosas, y fuera del campo de las obras para infantes, le cabe haber compuesto –y cantado de manera inigualable– la despedida más desolada –y desoladora– en “Barco quieto”. La casa como escenario y metáfora de la separación aparece en otra pieza extraordinaria, “A House is not a Home”, creada por Burt Bacharach y Hal David en 1964, para un film protagonizado por Shelley Winters y Robert Taylor y grabada ese mismo año por Dionne Warwick y por Brook Benton (que la había cantado para la película). “Todo cansa, todo pasa/ y uno se arrepiente de estar en su casa/ y de pronto se asoma a un rincón/ a mirar con lástima su corazón./ Y afuera llora la ciudad/ tanta soledad”, canta Walsh en la segunda estrofa de la canción que incluyó en el segundo volumen de Juguemos en el mundo II, publicado en 1969. “Una silla es todavía una silla, incluso cuando nadie se sienta allí./ Pero una silla no es una casa y una casa no es un hogar/ cuando no hay nadie ahí para abrazarte con fuerza/ y no hay nadie allí a quien darle un beso de buenas noches”, dice Warwick. Incidentalmente, la canción no fue un hit en su momento aunque la versión de Benton, mucho más cursi que la de Warwick, perfecta en su contención, tuvo algo más de éxito. Y allí estuvo Bill Evans, en 1977, para demostrar que la tristeza no necesita de palabras.
Una de las canciones más tristes que se hayan compuesto, aunque nadie sepa ya quién lo hizo, es aquella en que Lord Rendall conversa, en un tono que solo podría describirse como “muy inglés”, con su madre. Las palabras son pausadas, tranquilas. En la versión que probablemente más se acerque a los orígenes folklóricos, la música recurre a un artificio típico del Renacimiento y de las primeras óperas del Barroco: edad y sabiduría se imponen, simbólicamente, al género y, por lo tanto, la voz de la madre es más grave que la del hijo, a pesar de ser ella mujer y él un varón. “¿Dónde has estado todo el día, Rendall, hijo mío; dónde has estado todo el día, mi apuesto muchacho], pregunta ella, y volverá a hacerlo en cada estrofa, con distintas variantes: ”¿Qué has comido, Rendall, hijo mío?“, ”¿Dónde recogió ella las hierbas, Rendall, hijo mío?“. Y el hijo, que termina invariablemente sus parlamentos pidiendo ”prepárame la cama rápido, siento el corazón enfermo y querría acostarme“, le contará con detallada lentitud cómo ha sido envenenado por su amante. Las versiones difieren. La canción, publicada en partitura por primera vez en 1787 con el título de ”Lord Ronald, my son“, era, según varios testimonios, ya popular en el 1600 y, según Walter Scott –que la cita en su Minstrerly of the Scottish Border, de 1802–, a la muerte de Thomas Randolph (o Randal), Conde de Murray (o Moray) y sobrino de Robert the Bruce, que fue envenenado en 1332.
Los nombres del personaje suelen ser distintos: “Lord Rendall”, “Lord Randal”, “Lord Ronald”, “Laird Rowland”, “Lord Reynolds”, e incluso “John Randolph” en una versión recopilada en Virginia y “Mc Donald” en una que aún se canta en Carolina del Sur, ambas en los Estados Unidos. Las músicas, por supuesto, nunca coinciden del todo y los textos van desde la versión de Scott, donde se cuenta paso a paso todo el envenenamiento (e incluso la muerte del perro que comió las sobras), hasta la incluida por los contratenores Alfred y Mark Deller –con el acompañamiento de Desmond Dupré en laúd y guitarra– en Folksongs (publicado en 1972) y nuevamente registrada, en 1996, por otro contratenor, Andreas Scholl, junto con el laudista Andreas Martin. En esta versión, la intención de la amante es ambigua, no se habla directamente del envenenamiento, todo es sugerido con vaguedad mientras se detalla la herencia que el Lord dejará a sus familiares y, recién en la última estrofa, cuando la madre pregunta “¿Qué le dejarás a tu amante, Rendall, hijo mío?”], este contesta: “Una soga para colgarla, madre”.
Los compositores ingleses de la época isabelina se especializaron en la tristeza. Hay canciones, como “Sorrow, stay” o “Flow my tears” (o su derivado, las geniales Lachrimae or Seven Tears Figured in Seven Passionate Pavans), de John Dowland (un depresivo crónico, por otra parte), que son verdaderas obras maestras de la melancolía. La tradición, desde ya, venía de antes y se prolonga hasta la actualidad, hasta Blur, Radiohead, The Smile (su continuación por otros medios) y, por supuesto, hasta “Eleanor Rigby” de The Beatles. Pero hay una subespecialidad, o, tal vez, un verdadero invento inglés: la galliard triste. La galliard era, en el renacimiento, una danza alegre, en tres tiempos, de las que se bailaban levantando los pies del piso (una “danza alta”). Y Dowland compuso dos variantes de una misma danza, ambas dedicadas al Earle de Essex, un conspirador contra la reina Isabel I que murió en un cadalso construido especialmente para él en la Torre de Londres. En una, titulada “Can She Excuse?”, le puso letra, un texto aparentemente de amor (“¿podrá ella perdonar mis errores?”, se pregunta) en el que, en realidad, pide clemencia –infructuosamente– para el noble. La versión de Sting junto con Edin Karamazov en laúd, posiblemente sea la que más se parezca a lo que sonaba en aquella época en que, según se cuenta, colgaban laúdes en las paredes de las barberías para que, mientras esperaban, cantaran y tocaran los parroquianos (Sting canta la pieza dos veces, la segunda de ellas con las otras voces, sobregrabadas y cantadas por él mismo). La otra versión es sencillamente una danza estilizada (con sus elaborados contrapuntos y su notable pareo de dos pies rítmicos diferentes al mismo tiempo, en el estribillo) llamada “The Earle of Essex Galliard” o “The Right Honourable Earl of Essex, His Galliard”, de la que existen versiones escritas por el propio autor para laúd y para conjunto de violas.
El epítome de la galliard triste, ese contraste entre música y letra –tan dramático– del que se ha ocultado el drama, es la figura de esa mujer que toma la carta de despedida y que, sola en lo alto de la escalera, le grita a su marido –aunque sin énfasis alguno en la voz de Paul McCartney– “papi, nuestra nena se fue de casa”. “She’s Leaving Home” –una galliard en tiempo y forma– cuenta, como “Can She Excuse?”, una historia triste. Y el carácter danzante de la música no le impide, tampoco, criticar las buenas costumbres burguesas, al intercalar el enunciado de “ella se fue de casa” con el pensamiento –los lugares comunes– de los padres: “Ella (le dedicamos la mayor parte de nuestras vidas) se va (sacrificamos la mayor parte de nuestras vidas) de casa (le dimos todo lo que el dinero podía comprar)”. La canción de The Beatles, incluida en el disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, es revolucionaria también por otro motivo. Como antes “Yesterday” y “Eleanor Rigby”, aquí el grupo pop está ausente. Arpa y cello solistas, junto con una orquesta de cuerdas (el arreglo es de Mike Leander, que reemplazó a George Martin, aunque honró su estilo) reemplazan a guitarras, bajo y batería pero, más importante, cambian el protocolo de la canción popular al darle status de “obra terminada”. Su acompañamiento ya no es intercambiable con otros y, de hecho, algunas versiones posteriores de la canción, miman aquella orquestación. En la repetición del estribillo, las voces de los padres (Lennon y el resto del grupo), dirán “Nunca pensamos en nosotros”, se preguntarán “qué hicimos mal” y concluirán en que “la alegría es lo único que el dinero no puede comprar”. El arpegio de arpa, el cello y la punzante rítmica de las cuerdas, à la Eleanor Rigby –o su inspiración, la música de Bernard Herrmann para la película Psicosis– expresan la tensión latente en las voces y el drama que habita, velado, entre esa danza alegre y esas vidas a las que el dinero no pudo comprar alegría. Son parte indivisible de esa pequeña (por la duración) obra maestra que jamás dejará de oírse entre las viejas y buenas almas de Sad Songs.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/