Desde que Mavys Álvarez Rego declaró en una entrevista para la TV en Miami, no dejé de pensar hasta dónde ese testimonio desgarrador de una víctima de violencia de género cuyo principal victimario fue Diego Armando Maradona cambiaba el concepto, el amor, la admiración y la idolatría que profesamos hacia quien fue el mejor jugador de fútbol, ese argentino que voló desde un potrero de Fiorito hasta la cima del mundo “de una patada en el culo”. O cómo ese testimonio cambiaba lo que pensamos del 10. Más aún: hasta dónde, cómo, cuánto y por qué la acusación de Mavys, extensiva al entorno de Diego, y que hoy continúa con una causa judicial por trata de persona en la Argentina, cambia nuestras ideas, no solo sobre Maradona sino sobre nuestros actos. Para decirlo de otro modo: cuánto y cómo la causa Álvarez vs Maradona nos cambia y me cambia.
Porque Mavys me interpela. Cómo podría no hacerlo. Me duele, me pongo en su lugar, en sus 16 años de una chica cubana a quien le presentan al mejor del mundo y le ofrecen una salida. Diego no le propone pasar una noche sino mil y una noches despierta. Que lo acompañe en su vida, en sus insomnios, en sus consumos, en ese comienzo de siglo XXI, luego de haber estado muerto y redivivo, en un intento infructuoso de desintoxicación en Cuba.
Por entonces, Diego luchaba con sus demonios, su depresión y sus frustraciones y alguien, de pronto, le trae un ángel. Es él quien pregunta: “¿Y ese angelito de dónde vino?”. Ese diablo con el que D10S lucha (y Maradiablo está perdiendo la batalla) encuentra a un ángel salvador. Alguien que lo haga sentir menos solo. O que lo vuelva a hacer sentir.
Quiero salir de los adjetivos (tremendo, espantoso), de esos lugares comunes. No quiero calificar el hecho, ni juzgarlo, ni justificarlo. No soy quién. No tengo soluciones ni respuestas definitivas. Quiero tratar de pensarlo más acá (porque al más allá lo enviamos a Diego en vida).
Me solidarizo con el testimonio de Mavys, pero también me interpelan los posteos dolidos y enojados de Dalma y Giannina en relación al caso, las hijas siempre reconocidas, a quienes fueron destinadas las promesas, ese otro reloj que marca el tiempo a la distancia, las que Diego pudo admitir públicamente hasta un momento de su vida porque en su cabeza que el patriarcado ha sabido formatear, la familia es la oficial.
Dejo de lado lo obvio y ya dicho en lo que a violencia de género se refiere: que la víctima denuncia cuando puede y que, en el proceso de desvictimización, encuentra la cura cuando al final del camino, puede perdonar. ¿Mavys va a perdonar a Diego?
Pero qué pasa con Diego, que está muerto. No es solo que no pueda defenderse. Es que no puede pagar. (Lo dijo Néstor Kirchner: Los muertos no pagan sus deudas). ¿O sí?
Mavys dijo que pudo declarar recién después de que Maradona y Fidel estuvieron muertos y que su hija de 15 años la impulsó a hacerlo. Probablemente ya no se sintió amenazada (o los salvó de ser condenados en vida por esa causa). Contó que Diego quería traerla en una caja, un rack de pelotas (o instrumentos musicales) agujereado. Eso apunta a una cosificación de la adolescente que era entonces, y que se refuerza con el objetivo del viaje: una cirugía de agrandamiento de mamas contra su voluntad. Esa caja remite a un dibujo de El Principito, que guarda un cordero, y lxs adultxs no ven el cordero, solo la caja agujereada. Acaso Diego quería que ningún adulto pudiera ver a su corderita, su muñeca, esa Barbie con la que, criado con los criterios binarios, nunca pudo jugar. Fue Fidel, al margen del conflicto internacional que el caso pudiera suponer, quien evitó la caja al permitir salir de la isla a una menor de edad y viajar a la Argentina, donde fue ingresada sin problemas (gobierno de De la Rúa) y permaneció encerrada en un hotel, salvo unas pocas salidas. Trasladada de una caja a otra caja, y el secreto bien guardado.
Tan bien guardado que veinte años después, y a un año de la muerte del 10, nos enteramos del peor de sus pecados, el peor de sus actos: la violación que denuncia Mavys, en un cuarto también cerrado, mientras su madre lloraba del otro lado de la puerta ¿Aun así podemos verlo vulnerable?
Otro dato llamativo: el viaje de Mavys a la Argentina coincidió (porque Diego quería su compañía) con el partido homenaje en la Bombonera, el 10 de noviembre de 2001. Esa despedida en la que Diego, subido a una tarima y con la camiseta de Boca, pronunció las palabras: “Yo me equivoqué y pagué, pero lo pelota… la pelota no se mancha”.
En ese discurso volvió a NO reconocer a sus hijos extramatrimoniales, solo habló de “hijas”. ¿De qué errores hablaba? ¿De sus consumos problemáticos? ¿Los doping positivos? ¿Había pagado a priori por los delitos sexuales contra Mavys Álvarez, por la violencia que ejercería sobre Rocío Oliva, la que había ejercido sobre Claudia y otras mujeres?
En su libro Feminismo para el 99 %. Un manifiesto (Rara Avis), Cinzia Arruzza, Tithy Battacharya y Nancy Fraser señalan que en el ámbito del deporte: “Los hombres absorben y canalizan la misoginia institucionalizada, y compiten entre sí por estatus y por el ‘derecho a presumir’, por medio del abuso de mujeres”.
Pero en el caso de Mavys hay algo más: un crimen que no justifica la realización del deseo de posesión de un hombre de 40 años hacia una adolescente de 16 involuntarizada, algo de lo cual tenía el derecho y acaso el deber de presumir entre amigos, pero ocultar públicamente. Es, en la historia argentina (y del mundo), un clásico por mucho tiempo permitido y, en tanto encierra la palabra prohibida, pedofilia, una perversión. Cito a Elisabeth Roudinesco, que en su libro Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (Anagrama), pregunta: “¿Qué haríamos si ya no nos fuese posible designar como chivos expiatorios -es decir, perversos- a aquellos que aceptan traducir mediante sus extraños actos las tendencias inconfesables que nos habitan y que reprimimos?” ¿Qué hacemos, entonces, sin Maradona? ¿Y qué hacemos con él? ¿Dónde depositamos ese lado oscuro? ¿Lo necesitamos para mantener nuestra moral intacta? Porque, sin duda, sabemos lo que está mal y lo que está bien. Es preciso sostener esa certeza.
Y desde esa certeza que sostengo que no es a través de la cancelación de Maradona que vamos a avanzar, pero tampoco si clausuramos los debates.
Diego Maradona pagó con su autodestrucción todos aquellos “errores” cometidos, desmesuras y perversiones inconfesadas e inconfesables, aquellos que tienden a adjudicarse a una serie de entornos poco cuidadosos o inductores (que sin duda los hubo). Pagó carísimo ser el mejor en la competencia deportiva, y creérsela (la soberbia, otro de sus pecados, además de la gula, la ira y la lujuria). Y, como el D10S pagano y pecador que supimos construir (y que él mismo autoconstruyó) sigue pagando por sus crímenes, en esa eternidad que lo vuelve a tener como protagonista, a un año de su muerte.
GS