La noticia concitó muy poca atención. Entre el 22 y el 25 de mayo pasado se reunió en Chicoana, Salta, el Tercer Parlamento Plurinacional de Mujeres y Diversidades Indígenas. Alrededor de 250 mujeres de más de veinte pueblos originarios decidieron allí promover la campaña #BastadeChineo e intimar al Estado a que tome medidas para poner fin a esa práctica. La demanda fue retomada por el movimiento feminista y se incorporó al documento oficial que se leyó en la manifestación del Ni Una Menos del 3 de junio pasado.
Lo que se reclama es algo tan elemental que desespera: que los varones blancos abandonen la práctica de salir a buscar niñas y muchachas indígenas, muchas veces en grupo, con la expectativa de obtener un desahogo sexual veloz. O dicho más claramente: que los varones blancos dejen de violarlas. Y que quienes las violan –especialmente si son policías, gendarmes o militares– no sean protegidos por las instituciones o empresas a las que pertenecen y reciban el castigo que merecen. Y que también lo reciban los varones indígenas que a veces son sus cómplices. Nada menos.
No se trata de una situación eventual de violación sino de una práctica sistemática, que tiene que ver con las expectativas con las que crecen los varones blancos y con el modo en que perciben a las muchachas nativas. La expresión “salir a chinear” o a “chinitear”, habitual en el norte del país, significa salir en busca de mujeres para el sexo sin compromisos. Algún diccionario de regionalismos la define simplemente como “cortejar a las chinas”. Se asume que las “chinas” están más disponibles, son “fáciles”. “Salir a chinear” no siempre implica la intención de violar, pero es esa misma asunción lo que hace que la salida, que puede desembocar en sexo casual pero consentido, se deslice fácilmente a la violación (si es que no arranca con ese propósito).
A la violencia de género que supone una violación, en el chineo se suma la dimensión racial. “China”, claro, alude a la mujer indígena o mestiza. Es un término bastante antiguo: era una de las etiquetas del sistema de castas que funcionaba en tiempos coloniales, cuando existía todo un ordenamiento legal que separaba y jerarquizaba a las personas según su origen étnico y su color. Un “chino/a” era quien nacía del mestizaje, según la región, entre españoles e indígenas o entre negros y mestizos. De hecho, la práctica del chineo permite percibir como ninguna la continuidad de la violencia colonial de la que surgió la sociedad argentina y que aún nos acompaña. El chineo conecta el presente con el pasado más remoto.
La colonización española se apoyó en las diferencias étnicas para montar sobre ellas las jerarquías de clase. El principio era simple: los españoles mandan, los no-blancos trabajan para ellos y tributan. Pero al mismo tiempo, como empresa abrumadoramente masculina, la conquista se apoyó en las diferencias de género. El privilegio español se materializó también en el control sexual, reproductivo y laboral sobre las mujeres indígenas. Aunque en la memoria colectiva solo haya permanecido el drama de las cautivas blancas, con frecuencia los españoles hacían sus propias incursiones –las “malocas”– orientadas al rapto de mujeres nativas. La casi total ausencia de europeas en las primeras décadas de la colonización implicó que las indígenas fueran utilizadas para satisfacer a los conquistadores. Su apropiación y posesión sexual se dio en un amplio arco de formas: desde el secuestro y la violación, hasta el sexo ocasional más o menos forzado, el extendido concubinato y, en algunos casos, el matrimonio legal. Formaron parte del botín colonial.
El intercambio y control de las mujeres también resultó decisivo en las relaciones entre conquistadores y pueblos originarios. La alianza con los varones guaraníes que les permitió a los españoles subsistir en Asunción, por ejemplo, se selló con un intercambio de regalos: un trueque de adornos y herramientas europeos por muchachas locales. Algunos llegaron a acumular allí hasta sesenta mujeres y no era raro que un español tuviera diez (algo impensable en Europa). Útiles para el placer sexual, eran también fuente de riqueza –por el trabajo agrícola o textil que aportaban– y de poder, porque a través de ellas se forjaban alianzas con sus parentelas. El control reproductivo fue crucial: los numerosos mestizos que dieron a luz proveyeron una hueste fundamental. Tales “mancebos de la tierra”, como se los llamó, resultaron indispensables para la fundación de las primeras ciudades y para su defensa militar. La colonia trajo así un reordenamiento de las relaciones entre las personas en diversos ámbitos. La desigualdad de clase montada sobre bases étnicas se combinó con la desigualdad de género de un modo que hundió a la mujer nativa en un lugar de opresión particularmente marcado.
Mucha agua pasó bajo el puente desde entonces. Pero la jerarquía que establecieron los españoles entre las personas, según su origen étnico y su aspecto físico, perdura hasta hoy. Como en tiempos de los conquistadores, también hoy las clases dominantes tienden a ser predominantemente de tez blanca y ascendencia europea, mientras que los más pobres y los que acceden a los peores empleos suelen llevar en sus pieles y en sus rostros huellas de otros orígenes. Y también son estos los más expuestos a la violencia estatal y privada. La continuidad del chineo nos muestra que persiste la expectativa de que los cuerpos de las mujeres no-blancas sean cuerpos disponibles, dóciles, apropiables, descartables. Cuerpos a mano para la posesión sexual, pero también para algo que nos escandaliza menos, aunque también marca el privilegio de los blancos: para el trabajo con pocos derechos y mal remunerado.
EA