La era de los colapsos localizados ha comenzado, escribimos hace muy poco tiempo en este diario. No es ninguna buena noticia, aun si creo ineludible el punto de partida para poder pensar y abrir a otros horizontes de futuro. Por eso hoy quisiera volver sobre el colapso ecológico y sus rostros actuales; porque el colapso está entre nosotros, sin que eso signifique que el planeta se acabará de un día para el otro o en el corto plazo, en una suerte de black out o apagón energético generalizado. Sin dudas, la crisis energética afectará severamente a nuestros países y nuestras vidas, pero ésta es de mediano plazo, si bien algunos países -Cuba, Ecuador, Venezuela y numerosos estados de Africa, entre otros-, por diversas razones, ya están siendo afectados por cortes generales de energía, con las consecuencias que todo ello conlleva.
Hecha esta primera aclaración, en el “mientras tanto”, somos cada vez más conscientes de lo que significa la aceleración de la crisis climática en los territorios. Ahora, hoy, en el corto plazo, como seres humanos que atravesamos estos nuevos tiempos del Antropoceno/Capitaloceno Postpandémico, vemos con claridad que sufriremos cada vez más los embates letales de los colapsos localizados, producidos por eventos extremos catastróficos (e incluso por cadenas de eventos extremos que se refuerzan entre sí) tales como las fuertes lluvias, inundaciones, sequias, incendios, tornados, fuertes vientos, olas de calor y/o de frío, entre otros.
Y lo que sucede ahora en Rio Grande do Sul es una ilustración tremenda y devastadora de un colapso localizado, sin duda; lo cual debe ayudarnos a pensar y preguntarnos a conciencia acerca de cuáles pueden ser nuestras respuestas como sociedad ante los desastres climáticos. En esta línea, me gustaría avanzar algunas ideas, que nos ayuden a comprender el desafío que afrontamos y nos sitúen en un plano no solo local, sino también multiescalar, porque después de todo, la crisis climática es global pero tiene decididos impactos locales.
La visualización trágica y letal que proporciona Rio Grande do Sul sobre los colapsos localizados nos muestra cómo estos pueden amplificarse y adoptar la gran escala. Para el caso de Brasil, no se trata solo de una gran ciudad colapsada (Porto Alegre), sino de unos 497 municipios afectados. Al día de hoy se contabilizan más de 163 fallecidos; más de 80 personas sin localizar; más de 640.000 personas que se han visto obligadas a dejar sus casas, incluidas 65.000 que están refugiadas en escuelas y gimnasios. La destrucción no solo continúa -porque la lluvia ha vuelto- sino que es inconmensurable, incontable y para millones de personas que lo han perdido todo o casi todo, ya nada volverá a ser como antes. Son, de ahora en más, vidas dañadas.
En términos alimentarios, las pérdidas son enormes y pueden afectar la soberanía alimentaria del gran país vecino. “Rio Grande do Sul aporta 12,6% del PIB agrícola de la nación, de acuerdo con Bradesco. Casi 70% del arroz y 13% de los productos lácteos de Brasil provienen de ese estado, según un informe de la corporación estadounidense S&P Global divulgado el 13 de mayo” dice un artículo reciente de AP. En términos económicos, grandes y pequeños productores rurales, numerosas empresas -desde automotrices, con sus maquinarias, hasta la industria cárnica- se han visto afectadas. La reconstrucción será lenta y requerirá toda la colaboración entre gobiernos regionales y el gobierno nacional, a cargo del presidente Lula da Silva.
En términos geopolíticos, no cabe duda de que lo sucedido en Rio Grande do Sul está ligado a la crisis climática, y debería colocar en el ojo de la tormenta la cuestión de la deuda climática o ecológica
Es aquí donde resulta oportuno y al mismo tiempo complejo, preguntarse sobre las responsabilidades políticas y geopolíticas de este desastre. Primero: en términos geopolíticos, no cabe duda de que lo sucedido en Rio Grande do Sul está ligado a la crisis climática, y debería colocar en el ojo de la tormenta la cuestión de la deuda climática o ecológica, que los países del Norte global tienen para con el Sur global. Verdad de perogrullo, no sólo los países del Norte y sus empresas petroleras –Estados Unidos, Europa-, potencias emergentes como China, hoy principal emisora de Co2 en el mundo y Rusia, potencia primario-exportadora (pónganla en la categoría geopolítica que mejor le corresponda), son los grandes contaminadores de nuestra atmósfera. No solo han generado las condiciones de la crisis climática actual, tal cual la conocemos hoy, sino que se han venido desresponsabilizando de modo sistemático en el plano internacional de la deuda ecológica que vienen arrastrando para con los países más pobres y periféricos, que además de no ser los responsables de la contaminación, son los que más padecen hoy los múltiples impactos del cambio climático, bajo la forma de los eventos extremos. Por caso, la región latinoamericana, es responsable solo del 8% de las emisiones de CO2 a nivel mundial y Africa apenas roza el 3%.
Para completar las vueltas del modelo imperial de la deuda ecológica, resulta ser que son los países centrales los que luego deciden los “préstamos” y “ayudas” y sus modalidades de implementación, a través de organismos internacionales, a los países del sur, afectados por colapsos localizados, para intentar reconstruir sus sociedades y economías siempre “vulnerables”, engrosando así la odiosa deuda externa. Así, al calor de la crisis climática, el círculo perverso entre deuda ecológica y deuda externa entra en una suerte de reproducción ampliada.
Primera conclusión, entonces: en la era de los colapsos ambientales localizados, la deuda ecológica y la deuda externa requieren de modo urgente ser revisitadas con nuevas propuestas internacionalistas desde el Sur global. Es necesario cortar este nudo gordiano antes de que sea demasiado tarde. Ni siquiera estamos hablando todavía de la transición socioecológica, sino de la adaptación a la crisis climática. Y no hay posibilidad alguna de pensar en respuestas efectivas y a gran escala a la crisis climática desde la periferia global, si no es incorporando la deuda climática y externa en el centro de nuestras agendas públicas.
La deforestación de la Amazonia combinada con el cambio climático global tiene consecuencias muy devastadoras
Segundo. Cabe preguntarse también, ¿son acaso nuestros países completamente inocentes frente a la gravedad de los colapsos localizados, asociados a la desesperante crisis climática? Arrastramos una larga historia de extractivismo, producto de nuestra inserción en el sistema de división internacional del trabajo. Mucho hemos escrito sobre esto. Como sostienen F. Cantamutto y M. Schoor, esto ha dado origen a un “mandato exportador” que fuerza a nuestras economías a convertirse en exportadora de commodities o productos primarios. No obstante, como decían los buenos dependentistas en los años 70, la dependencia tiene un “afuera” (dominación externa) pero también un “adentro” (elites cómplices y un sistema de relaciones de poder -políticas y económicas- acorde a ello).
La deforestación de la Amazonia combinada con el cambio climático global tiene consecuencias muy devastadoras. Asimismo, a nivel regional, los cambios en el uso del suelo y la expansión de la frontera del agronegocios es uno de los grandes responsables del desastre. Entre 1985 y 2022, Rio Grande do Sul, uno de los centros de la actividad sojera del país, perdió 3,6 millones de hectáreas de vegetación nativa, un 22%, según una red liderada por Eduardo Vélez, de MapBiomas, un consorcio climático de oenegés y universidades brasileñas. Esto se ha extremado en el contexto del gobierno bolsonarista y sus continuidades. Por ejemplo, Rio Grande do Sul es una región gobernada por sectores extremos -no todos ellos bolsonaristas-, que niegan el cambio climático. Sabemos que desde 2019 hubo un desmantelamiento agresivo de políticas ambientales por parte del gobernador Eduardo Leite, del centro derechista PSDB, para favorecer a los señores del agronegocios, entre otros grandes empresarios terratenientes. Sabemos que esta no fue la primera inundación tampoco, sino la cuarta en menos de un año, tras las inundaciones de julio, septiembre y noviembre de 2023, que produjeron la muerte de 75 personas. Finalmente, el actual gobernador fue advertido: el diputado local Adão Pretto Filho, del Partido de los Trabajadores (PT), sostuvo que “En su opinión, las severas inundaciones que afectan a Rio Grande do Sul podrían haberse evitado o haber tenido un impacto menor, si el Gobierno local no hubiese ignorado un informe elaborado por la Comisión de Representación Externa de la Asamblea Legislativa de Rio Grande do Sul. Finalizado en agosto de 2023, este documento presentaba distintas propuestas para combatir los efectos del cambio climático en varios municipios del estado”.
Segunda conclusión, entonces: a la hora actual, quien mira hacia el costado y crea que la crisis climática está disociada del extractivismo, sobre todo, de la expansión de la frontera petrolera (y ahora del fracking), así como de los desmontes de millones de hectáreas y los cambios en los usos del suelo en favor del agronegocios, no solo obra de mala fe o ejerce un cinismo de patas cortas, sino que contribuye a impulsar el ecocidio en ciernes. Más simple: vistos los estragos múltiples y de largo aliento que producen los colapsos localizados, la asociación entre crisis climática y extractivismos cobra ahora rasgos criminales.
Ojalá lo sucedido en Rio Grande do Sul no se lo trague el ojo miope de la desmemoria y del tiempo acelerado
Y, sin embargo, vemos que el extractivismo encuentra un impulso cada vez mayor. En Argentina, de ser aprobado el RIGI (Regimen de Incentivo a Grandes Inversiones), incluido en la Ley Bases, que tiene entre sus manos el Senado de la Nación, promoverá un extractivismo recargado en todas sus formas, a través de la transnacionalización y el otorgamiento de privilegios a mineras y petroleras que, entre otras cosas, tendrán más derecho al agua que cualquier ciudadano común. Con la aprobación del RIGI, nuestra pregunta ya no será con qué herramientas públicas afrontar la crisis climática –porque no las habrá, no estarán disponibles- sino más bien cuál será el próximo colapso localizado en el país de “la libertad individual” y del sálvese-quien-.pueda.
Una reflexión final. Todo indica que los colapsos localizados irán multiplicándose, afectando ciudades y regiones enteras, tal como sucedió y continúa sucediendo ahora en Rio Grande do Sul, una de las áreas más ricas y poderosas de Brasil. No obstante, en tiempos de memoria corta, el olvido todo se lo traga de modo acelerado. En septiembre de 2023 hubo un colapso localizado en Libia. Las fuertes lluvias de la tormenta mediterránea Daniel causaron inundaciones letales en el este de ese país y dos represas se desbordaron. Una pared de agua de varios metros de alto arrasó con la ciudad de Derna, en la costa, causando la muerte de más de 11.000 personas. La consternación internacional fue mayor. Durante días, el mar estuvo devolviendo lodo y cadáveres. Hoy nadie recuerda lo ocurrido en Libia, ya no aparece en los portales de noticias. Sin embargo, cuando los reflectores se apagan, y los medios de comunicación dejan de mirar, a oscuras el daño persiste, amplificado por la normalización de la catástrofe.
Ojalá lo sucedido en Rio Grande do Sul no se lo trague el ojo miope de la desmemoria y del tiempo acelerado. Y que esta dolorosa tragedia sea la plataforma latinoamericana para invocar y reclamar más que nunca la enorme deuda climática que los países del Norte tienen para con los del Sur, así como para cuestionar el criminal negacionismo climático que hoy se difunde en nuestros países, de la mano de sectores de derecha y ultraderecha. Urge tomar conciencia de que vivimos en un planeta dañado y que por ello nuestra meta debe ser proteger del daño mayor, con toda la energía individual y solidaridad colectiva, todo aquello que existe: vidas humanas y no humanas, territorios, ecosistemas y bienes. Nuestro imperativo de época es repensar los modelos de desarrollo e instrumentar políticas públicas con un Estado presente (un Estado ecosocial), para hacerlos sostenibles para la vida
MS/MF