PSICOANÁLISIS

Consumos problemáticos

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Pasolini. El fantasma del pueblo, de Massimo Recalcati, recientemente publicado por Facultad libre, interesa especialmente en este momento. No porque sirva para aplicarlo directa y linealmente a nuestro presente político, sino porque permite pensarlo tangencialmente, porque permite algunas pistas para rodearlo. Los buenos textos importan, no sólo por lo que dicen, sino por lo que hacen resonar en los subrayados de la lectura, esos que abren un horizonte de imaginación política. Los buenos textos, como este, no se cierran sobre sí y suscitan en el lector un estado de sosiego, el necesario para seguir pensando. Si, como sugiere Agamben, el contemporáneo es aquél que puede percibir en la oscuridad del presente, que tiene coraje porque es capaz “no sólo de tener fija la mirada en la oscuridad de la época, sino también percibir en aquella oscuridad una luz que, directa, versándonos, se aleja infinitamente de nosotros”, Pasolini, en la lectura que hace Recalcati, sin dudas lo es. La lectura de Recalcati, planteada en este presente, es la que hace, del texto de Pasolini, una contemporaneidad: “Una singular relación con el propio tiempo, que adhiere a él y, a la vez, toma distancia; más precisamente, es aquella relación con el tiempo que adhiere a él a través de un desfasaje y un anacronismo” (Agamben).

Me gusta mucho el comienzo del libro de Recalcati en el que cuenta que su encuentro con el texto de Pasolini sucedió después de encontrarse de joven con el cuerpo muerto, “ferozmente asesinado”. Primero el encuentro con ese cuerpo, luego el encuentro con los textos.

Dice Recalcati: “Pasolini ha sido sinónimo de anticonformismo, de libertad intelectual, de pensamiento crítico”. Y en esa pista, sugiere que las contradicciones de Pasolini, lejos de ser un inconveniente, son lo que le han permitido leer la época. “Razón y pasión, historia y naturaleza, pensamiento crítico y pulsión nunca encuentran una conciliación estable en Pasolini, sino que permanecen en un estado de perenne desacuerdo, sin síntesis posible”. Subrayo especialmente aquello que para Recalcati es el nudo del asunto: el modo en el que el pensamiento de Pasolini ha logrado descifrar “el infierno de la mutación antropológica del hombre, desde el súbdito hacia el consumidor (...)”. Es ahí, en la cuestión del consumidor donde se nota, especialmente, la mutación de los cuerpos: “Ya no está el contraste entre el cuerpo y el poder (...), sino la subsunción del cuerpo en las redes del poder, su sometimiento al nuevo sistema de consumos”. Quiero detenerme ahí, en esa mutación que hace de nosotros consumidores. Y no se trata del consumo de bienes y servicios –en este momento de nuestro país todos los índices de consumo están cayendo estrepitosamente–, sino de una posición subjetiva de estos tiempos. “Se trata de una nueva forma de ser, una ontología inédita que sustituye todo discurso posible”. Se trata, para Recalcati, de la “paradoja de una silenciosa revolución reaccionaria”. Pasolini no duda en decir que se trata de la tragedia siguiente: “extinción del humanismo, reducción del hombre a máquina, transfiguración del súbdito en consumidor”. Una nueva categoría: el hombre homologado al consumidor. Entonces pienso en las maneras en las que eso está elevado al paroxismo hoy. Las relaciones que establecemos con nuestro mundo son, muchas veces, relaciones de consumo: consumimos todo cuanto pasa por delante de nuestros ojos. Información, entretenimiento, libros, películas, música, política. La vertiginosidad y la euforia en la que estamos metidos –los algoritmos y las redes– nos impiden tomarnos tiempo, ese que se requiere para pensar, elegir, decir que sí, decir que no, no saber, dudar, balbucear, retroceder, arrepentirnos, retractarnos, desviarnos, quedarnos quietos, trastabillar, preguntar, despistarnos, perdernos, perder algo. Son tiempos de consumos problemáticos, esa toxicomanía de la que habló Agamben, la toxicomanía de masas, esa que destruye la experiencia. Porque el hombre moderno vuelve a la casa “extenuado por un fárrago de acontecimientos –divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros– sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia”. Devoramos, tragamos, nos atragantamos, nos damos atracones, vomitamos y seguimos. “No voy a parar/ Yo no tengo dudas”, canta Charly García. O como sugiere José Luis Juresa en La realidad por sorpresa (Paidós): “Podemos ser nuestros propios devoradores, nuestros propios consumidores, organizar nuestra vida y nuestros movimientos en función de un desgaste medido por el consumo, como si fuéramos un tanque de combustible que dura lo que dura, tratando de que se agote lo menos rápido que se pueda”.

Se habla de consumos culturales, por ejemplo. Se consumen libros –“me lo devoré” es un supuesto elogio–, películas, obras de teatro. Pienso ahora en la expresión que se usaba hace mucho tiempo para decir que alguien se había creído algo que no era verdad, se decía “me lo tragué”. Y pienso en cómo nos relacionamos, hoy en día, con la verdad y la mentira en la información, cómo ya ni siquiera hay tiempo para deslindarlas. Nos tragamos todos los sapos, todos los buzones.

Pero también hay personas que establecen con los otros lazos de consumo. Son los que se dirigen al otro sin advertir que no le están pidiendo algo, sino que están pretendiendo extirparle un pedazo, quitarle una libra de carne. Es la llamada lógica extractivista. Son los que no aceptan un no como respuesta, los que creen que eso es una virtud. Los que insisten porque no advierten, en esa insistencia, que se llevan puesto al otro. Pero también se llevan puestos a sí mismos, sobre todo a sí mismos. Esas posiciones son muy notables. En esas posiciones la pulsión se pone a veces un poco desenfrenada, desquiciada, desbocada. El discurso capitalista llevado al extremo. Ese discurso que presenta a un Otro que no está dividido, que es consistente, que hace que la cosa funcione, que todo lo puede. Es el Amo que, como dice Lacan, no desea saber nada en absoluto, lo que desea es que la cosa marche. Es el discurso que dice impossible is nothing, no hay límites, se puede gozar sin límites. Los objetos de consumo son presentados como objetos del deseo. La ferocidad del discurso capitalista radica en ese “no poder parar de consumir”. La obediencia esclavizante, la uniformidad obediente de consumo como paradigma. Los teléfonos móviles en el lugar de los cigarrillos que ya casi nadie consume, los teléfonos móviles que se consumen, incluso, en el cine y en el teatro. Las diferencias refractadas en pos de una uniformidad monolítica.

Recalcati se detiene, siguiendo a Didi Huberman, en la luz de las luciérnagas, “esa que ha desaparecido porque se encienden otras luces, luces más fuertes que aniquilan la luz débil e intermitente de las luciérnagas. Son luces artificiales de los estadios, los conciertos, los coches, las potentes luces de la tecnología, las de la «agitación mortífera de las pantallas de televisión»” –hoy, de las pantallas–. Desaparece la alternancia, esa que se necesita para que algo del deseo aparezca.

Pienso en Gastón Bachelard cuando asocia la imaginación a la intermitencia de la luz a través de la llama de una vela: “La llama es, entre los objetos del mundo que convocan al sueño, uno de los más grandes productores de imágenes. La llama nos obliga a imaginar”. Soñar despierto, dejarse ir. El sueño ante la llama, sigue Bachelard, es un sueño de asombro. Y la capacidad para asombrarse está muy cerca de la capacidad deseante. Imaginación, asombro, sorpresa en las antípodas de las apatías y anhedonias tan contemporáneas. Porque no hay deseo sino en los resquicios, en las intermitencias, en las fugacidades, en las opacidades. No hay deseo posible en la intrusión del consumo, en la invasión de las luces. Y es que el deseo, como sugiere Oscar Masotta, no está interesado en los objetos que el otro tiene, en aquello que se puede consumir, sino que se abastece de nada. Vuelvo a la frase tan potente de Jean-Luc Nancy: “Desear es desear que pase algo, no tener algo”. El veneno del consumo como modo de lazo social puede encontrar su antídoto en el discurso analítico, ese que introduce que no todo es posible, ese que introduce la castración como límite que, lejos de impedir, suscita, posibilita, abre, dibuja un horizonte posible. El capitalismo, dice Lacan, deja afuera las cosas del amor. Se refiere a la falta, la que nos dispone al estado deseante. El discurso analítico, en las antípodas del discurso capitalista, horada un poco el consumo, ese consumo que funciona para no querer saber nada de los agujeros –de los del otro, de los propios–. En un análisis a veces puede perderse un poco el empuje a la devoración, al tragar sin saborear. Un análisis a veces puede suscitar un tiempo y un espacio inusitados que hagan lugar al deseo entendido como erótica de la vida, como un pequeño entusiasmo vital. Y de eso también está hecha la imaginación política.

AK/DTC