Una medida del actual gobierno, no del que viene, propone drásticos cambios académicos que podrían, entre otras cosas, suponer una estandarización de los planes de estudio y un acortamiento la formación de grado pero sin precisiones temporales ni diagnósticos claros. Se denomina sistema de créditos, y no parece favorable a la promoción de ofertas universitarias acordes con las dinámicas exigencias del presente.
En general, la palabra crédito nos hace pensar en una deuda, en acreedores, en cantidades de dinero que debemos pagar. Sin embargo, en las universidades norteamericanas y europeas, el crédito tiene otro significado vinculado con la enseñanza de materias de las carreras universitarias. Allí, los cursos tienen un valor medido en una cantidad de horas, ese valor se denomina crédito. En función de su cantidad de horas, los cursos pueden valer, por ejemplo 10 créditos o más. Por eso, es común escuchar a estudiantes de esos países decir que precisan conseguir una determinada cantidad de créditos para concluir un ciclo de estudios. Desde hace varios años en algunos posgrados argentinos se comenzaron a implementar créditos para computar los cursos que deben tomarse antes de realizar una tesis.
Ahora bien ¿qué es el sistema de créditos académicos aprobado por el actual gobierno? Según la resolución ministerial 2.598 (del 21 de noviembre), 1 crédito equivale a 25 horas de trabajo del estudiante, y eso abarca tanto las horas de clases presenciales como las horas de estudio autónomo, en el hogar. La resolución establece además que todos los planes de estudios de las carreras universitarias tendrían que tener 60 créditos anuales (o sea, unas 1.500 horas computando clases presenciales y estudio autónomo) y que la duración de las carreras de 2 años sería de 120 créditos, y las de 4 años tendrían 240 créditos. Con lo que se abre el paso a una estandarización de los planes de estudios y la reducción de la duración de las carreras.
El crédito a la vez podría dar lugar a un acortamiento de la formación de grado. Ciertamente, en nuestras universidades hay un problema en la duración real de las carreras universitarias, pero ello no sólo es producto del diseño curricular sino también de factores vinculados con la dedicación al estudio que tienen nuestros estudiantes, y la necesidad de trabajar muchas horas a la semana para financiar sus carreras.
La medida forma parte de un conjunto de resoluciones ministeriales, publicadas en la penúltima semana de noviembre. Y viene a cerrar un ciclo caracterizado por una errática política educativa del gobierno que dejará el poder el próximo 10 de diciembre, que incluyó un total de 592 días sin clases presenciales (uno de los períodos más extensos del mundo, que ha tenido profundas secuelas negativas en el desempeño escolar) y que ahora apuesta a provocar cambios académicos drásticos en las universidades.
Según las estadísticas oficiales, el país cuenta con 133 instituciones universitarias a las que asisten 2.549.789 estudiantes de grado. De este diverso conjunto de instituciones, son las 57 universidades nacionales las que poseen más definidas sus misiones.
Estas instituciones si bien se agrupan en el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), se organizan alrededor de los principios de autonomía académica y de gobierno, reconocidos en la Reforma Constitucional de 1994. El sector universitario a su vez se encuentra regulado por la Ley de Educación Superior, de 1995, que creó el máximo órgano de coordinación —el Consejo de Universidades— y también la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU).
Como vemos en estos antecedentes, a pesar de sus diversidades, las universidades argentinas han tenido varias regulaciones en las últimas décadas. Y si bien la resolución ministerial 2.598/23 se ubica en una línea de trabajo iniciada por el Consejo de Universidades y el CIN, cabe discutir algunos de sus supuestos y alcances.
En primer lugar, se presenta como una solución al serio problema de la brecha existente entre la duración real y la duración teórica de las carreras de grado universitario y, además, se propone reducir la duración de los planes de estudio con la incorporación —en el cómputo de la carga horaria— del tiempo estudio que tienen los estudiantes de forma autónoma, fuera de las clases.
Se deja entrever, por una parte, un modelo de estudiante estandarizado, para todas las carreras, en las cuales el trabajo autónomo en el hogar aparece uniformizado, cuando en realidad la formación en Agronomía es muy diferente a la de Psicología o a la Bioquímica. Por otra, los planes de estudios también son pensados de manera uniforme ya que las carreras deberían durar 4 años como máximo. ¿Ello es posible en todas las disciplinas y profesiones? Hay destrezas, como en la Odontología, que requieren más tiempo de formación del previsto por esta resolución.
En segundo lugar, la norma es taxativa en el rol que tendrá el Ministerio de Educación Nacional (que sería reducido a una secretaría a partir de la asunción del próximo gobierno) como autoridad de aplicación de este mecanismo de créditos pero con esto ¿se respeta la autonomía universitaria?
En tercer lugar, aparece una de las mayoras flaquezas de esta norma: instar a las universidades a adecuar con premura sus planes de estudio vigentes al sistema de créditos. Esa premura no se justifica ni tampoco se define de cuánto tiempo se dispone para hacer estos cambios.
En suma, esta propuesta de cambio curricular, dispuesta al final del mandato presidencial, no tiene precedentes en el país, y desconoce que —por su autonomía— nuestras universidades ofrecen títulos que habilitan directamente para el ejercicio profesional. Esto no sucede en otros países del mundo; en los Estados Unidos, por citar un ejemplo, al egresar de una escuela de leyes se debe rendir un examen —fuera de la Universidad— para poder ejercer la Abogacía.
La educación universitaria debería ser revisada desde una perspectiva global que respete su autonomía y las particularidades de las disciplinas, y que a la vez permita resolver la extensión de los estudios más allá de 5-6 años de duración. La promoción del derecho a la educación superior supone generar oportunidades para la alta formación científica y profesional, y no la reducción de las carreras, ni la homogenización de planes de estudio y de estudiantes, ya que con ello no necesariamente se logrará una mayor calidad.
GRR/JJD