Opinión

El cuerpo, ese intruso

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En el psicoanálisis, aunque sea una práctica de la palabra, siempre está presente el cuerpo de alguna manera. Ya sea porque alguien está contando algo e inesperadamente le hace ruidos la panza o porque una parte del cuerpo empieza a picar. 

El cuerpo es esa presencia que se hace sentir y genera intrusión, incluso algún tipo de vergüenza, o de incomodidad. El cuerpo no es tanto algo de lo que se dispone, sino algo que, muchas veces, interrumpe. 

Hay un libro muy lindo del filósofo Jean-Luc Nancy. Se llama El intruso y es un relato breve que él hace a partir de su trasplante de corazón. El libro es un pequeño texto acerca de lo que fue para él empezar a encontrar que vive por el cuerpo de otro. Su caso, ese trasplante que da la sensación de vivir por el cuerpo de otro, pone de manifiesto algo que a todos nos sucede, porque todos nosotros nacemos de otro cuerpo.

Somos un cuerpo arrancado a otro cuerpo, nuestro cuerpo se gestó como parte intrusiva de un cuerpo ajeno. Inicialmente, el embrión y, después, el feto. El bebé es un intruso, hasta el punto de que se alimenta de ese cuerpo y, por último, se arranca de él. Entonces, es difícil concebir el cuerpo como algo propio. 

Desde el punto de vista más cotidiano, existencial, mi cuerpo todo el tiempo se me resiste. Mi cuerpo es una decepción permanente a la propiedad, a lo propio. Y por cierto, esta circunstancia se ve en las más diversas situaciones, no solo aquellas relativas al nacimiento. En efecto, el erotismo es la experiencia privilegiada para mostrar que el cuerpo no es algo que uno tenga, sino que uno encuentra en otro cuerpo. 

Esta es una hipótesis para investigar: cómo es que alguien encuentra su cuerpo en otro cuerpo, cómo atravesar la paradoja de que, para acceder a un cuerpo, es preciso pasar por otro cuerpo. Porque lo propio del cuerpo aparece en su impropiedad. Es decir, es pasando por algo impropio, como el cuerpo del otro, que uno encuentra algo íntimo o algo que llama mi cuerpo

Si hay algo propio del cuerpo no es tanto el tenerlo, sino la afectación, que es una localización. Un cuerpo es un territorio. Tener un cuerpo afecta, produce vergüenza, produce pudor. Las pasiones son signos inequívocos de que alguien tiene un cuerpo. Sin embargo, aquí quisiera recordar una anécdota.

Hace muchos años yo trabajaba con un cirujano plástico que me derivaba algunos pacientes antes de pensar en intervenirlos. Como médico, tenía una perspectiva clínica y, además, escuchaba. A veces recomendaba la psicoterapia a personas que buscaban en la operación estética la solución a una incomodidad corporal.

“No es una cuestión de belleza, sino una cuestión anímica”, decía y agregaba: “El problema es que hoy se operan la nariz, mañana las orejas, pasado los labios y así”. Mario era un artista del cuerpo, no un comerciante; por eso cuando anticipaba que algo venía por ese lado –que en psicoanálisis llamaríamos “desplazamiento del síntoma”–, me pedía que yo hiciera algunas entrevistas y luego conversáramos.

A veces se avanzaba con la modificación, otras no; a veces él decidía decir que no; otras surgía una pregunta por “eso” en que se fija lo inasimilable respecto de la imagen del cuerpo. La pregunta, entonces, es por un detalle. Por ese “punctum” en que el cuerpo resiste a su imaginario y se revela incorregible –aunque se lo pueda rectificar, retocar, extirpar.

Mario me dijo una vez que hay personas que después de una operación se siguen viendo –a sí mismas– como eran antes. Es como un retorno invertido de la experiencia del “miembro fantasma”.

En todo cuerpo hay algo fantasmagórico y que no se puede demandar; con la mirada es fácil dárselo al otro y verse desde su lugar, pero está lo que resta del cuerpo, lo que permanece, que únicamente llegamos a conocer por su impacto imaginario. Verse (a uno mismo) es un acto imposible, pero sobre todo insoportable. 

La mejor definición del cuerpo que escuché está en una canción de Los tipitos que dice: “Es eso que hay que sentir con paciencia infinita”.

LL