FICHA TÉCNICA

Cuidar algo vivo

0

Clima: 33 grados.

Geografía: Luján, Provincia de Buenos Aires.

Emoción original: Expectativa. 

Factores de estrés: Cuidar una mascota que no conocemos.

Factores de calma: La mascota demuestra una respuesta satisfactoria.  

Emoción final: Gratificación.

Los niños trajeron una misión. Debemos cuidar a un perro en ausencia de su dueño. No tenemos perro propio, ya lo he contado acá. Nuestra callejera va y viene, nos acostumbró a esa hermosa prescindencia. Pero una parte de nuestra vida sigue ocurriendo en el potencial “si tuviéramos un perro bla, bla, bla”. Es notable el tiempo que empeñamos hablando de perros. Mis hijos saben cosas que yo no. Un perro tiene cuarenta y dos dientes y dieciocho músculos en sus orejas, por eso no se pierde ni un sonido. Un perro transpira por la lengua y por las patas, por eso deja huellas los días de calor. Ajá. Yo después deslizo esos saberes en conversaciones, con solvencia. 

El perro invitado se llama Eme. Es mimoso como un niño mimoso. No le gusta estar solo. Su dueño nos dejó una suerte de manual de instrucciones, tipo Montessori, sobre cómo cuidarlo. 

Hace poco leí una novela cuyo punto de vista es el de un perro. Varios perros. No me convenció. Me pareció de un antropocentrismo extremo, intentar ver el mundo a través de sus ojos. Tanto como vestirlos, calzarlos, hacerles peinados incómodos. ¿No te parece un ejercicio de humildad?, me preguntó alguien que leyó el mismo libro. A mí me parece un ejercicio de soberbia. No resistirte a no saber lo que “piensa” o siente un animal. No bastarte con la elocuencia de sus gestos y, por eso, tener que darles un lenguaje humano, para humanos. Fabularlo. O sea, aniquilarlo. 

Los primeros días con Eme hubo tensión. Mis hijos competían por su afecto. Primero se encandiló con la pequeña y el mayor se sintió desplazado: la quiere más a ella, me decía. Desconsuelo. Al día siguiente el perro cambió de parecer, estaba perdido con el mayor. Lo quiere más a él, decía la pequeña, ¿qué le hice? Desconsuelo. Y el mayor se afligió de vuelta porque, dijo, era cierto: Eme lo había elegido y le daba pena con su hermana, porque él ya sabía lo que se sentía el desamor. Esa noche me fui a dormir preguntándome quién les habría inoculado tanto drama en el líquido amniótico.  

La tensión se disolvió rápido porque el perro demostró que su amor era un puro reflejo. No elegía, respondía. Como Cleopatra con sus uvas, Eme se echaba a recibir el afecto que llovía sobre él, indistintamente.

No me encanta cuidar perros, pero lo que más disfruto de la tarea es sentir que no tengo más opción que leer lo que pide y responder a su demanda. Se parece mucho a cuidar un bebé, lo que pide es puntual: comida, compañía. La transacción implica que: a) hay alguien que provee, b) hay alguien que recibe y c) una vez la necesidad está cubierta, la satisfacción es inmediata. Cuidar, en general, es una tarea que requiere más voluntad que afecto. Debes levantarte, ocuparte del otro, permitir que algo te quite el sueño, no esperar retribución. Si además lo quieres, supongo que es ventajoso. Pero no es una condición necesaria y está bien saberlo porque el afecto, cuando se fuerza, es una mueca. Una mueca cansa y después duele. 

Hay algo de esa responsabilidad impostergable (cuidar algo vivo) que me resulta esencial para sobrellevar la vida, grata o ingrata, como venga. Sospecho que tiene que ver con el tan anhelado “Ahora”. Ese concepto que la profesora de yoga repite porque leyó un bestseller y se tatuó a Buda en la nuca. Así y todo, es seductor. Cuando cuidas algo vivo eso del Ahora es bastante literal. Nada importa más que el instante en el que esa necesidad debe ser atendida. Si existiera un manual genérico de cuidados me gustaría que dijera algo así: ¿Tiene hambre? Dale de comer. ¿Tiene sueño? Ayúdalo a dormir. ¿Está inquieto, fastidioso, malhumorado, y no sabes por qué? En el 99% de los casos, el ser vivo quiere que le prestes atención. 

Eso, si me preguntan, es un ejercicio de humildad.

 

MGR/DTC