“Hay que dejar que florezca el aburrimiento para hacer volar la imaginación”, dice el canadiense Carl Honoré. Periodista y autor del best seller Elogio de la lentitud, es el referente del slow movement, un movimiento que nos insta a bajar, no uno, sino todos los cambios posibles, para vivir una vida desacelerada, de mayor conexión con una/e/o y con los demás.
¿Cómo darle espacio y tiempo al ocio creativo, a esa aparente nada que es dejar pasar el tiempo mirando el techo, el cielo, las copas de los árboles, en un mundo que nos pide correr, hacer, ser eficientes y eficaces bajo la amenaza de perder el tren? ¿Cómo hacer para no hacer, deshacer y rehacer la experiencia subjetiva de un uso del tiempo más amable, cuando nos piden resultados urgentes y nos gobierna el fantasma de la exigencia con el valor de la rapidez y la demora como defecto?
No hay fórmulas. Sí, la posibilidad de la reflexión personal y social de la inutilidad del apuro, de sus efectos contraproducentes.
Despacito, dice la canción. Yo no tengo prisa, yo me quiero dar el viaje/ Empezamo' lento, después salvaje/ Pasito a pasito, suave suavecito/ Nos vamos pegando poquito a poquito/ Cuando tú me besas con esa destreza/ Veo que eres malicia con delicadeza/ Pasito a pasito, suave suavecito.
Modo avión, para decirlo en términos virtuales.
Pero no. Saltamos de la cama, nos impacientamos cuando estamos en la fila del supermercado o del banco, programan los semáforos de modo que las personas viejas o con dificultades en su movilidad no puedan atravesar tranquilos las avenidas, se les imponen a las infancias cronogramas imposibles de cumplir. Movemos ansiosos cabeza, brazos y piernas cuando los demás hacen las cosas a su ritmo y eso nos tiñe el estado de ánimo, nos cambia el humor.
Durante las vacaciones, con suerte, nos lleva dos o tres días alcanzar el estado de relax. El cuerpo tal vez pueda hacerlo antes, pero la mente llega muy por detrás suyo, explotada de información y preocupaciones. Existimos apurados. Creemos desear acción en las películas, las que no tienen tanto movimiento nos aburren. ¿Y la siesta? Es pecado, culpa, culpa, culpa. Palabra como latigazos.
Atrapados y obsesionados con la velocidad, vamos perdiendo la memoria del tiempo agradable de la niñez, aquel de “jugar que es el mejor”, como cantaba María Elena Walsh.
Pero como todo se modifica y la historia tiene su propio devenir, “este mundo tal como lo vemos está por pasar”, tal las palabras de Pablo de Tarso. Y si se afirma esa condición cinemática, ¿a qué velocidad sucede? Nunca, a la de nuestra expectativa ansiosa, sino a su propio arbitrio.
Ya sea en el área de los vínculos personales o colectivos, en la economía, en los transportes, en la recreación, el cambio de estilo en el uso y percepción del tiempo ocurrirá. Quién sabe si no habrá un shock, un accidente que nos haga volar por los aires. La amenaza convive con nosotros y por eso obedecemos, todo parece dispuesto para ser deshecho. Lo escribe Paul Virilio en su libro, La velocidad de la liberación: se trata de la transformación de los hechos y de la propulsión de los acontecimientos para que nos emancipemos del tiempo sin pausa e ingresemos en una sincronización entre el tiempo biológico, nuestro cuerpo, y el cultural, nuestro contexto.
Existimos en un caos de sensaciones, acontecimientos y transitoriedad, condicionados por la automatización y el vértigo, que nos convierte en seres incapaces de apropiarnos de la experiencia. El cuerpo rebosa de imágenes, atrapado en una fragmentariedad punzante.
Es epocal, un océano tumultuoso de personas marcha unidas como engranajes de una misma máquina, aunque desafectivizadas entre sí. El tiempo social vertiginoso nos envuelve, nos arrastra de un lado a otro y nos tira.
El ruido de las pantallas nos aísla, deteriora nuestra capacidad expresiva, ensordece, deteriora la capacidad de comunicación. Hay un run run permanente, un palabrerío como vómito, compulsivo, sin puente. Pero pasará.
Lentitud y silencio son la contracara, el opuesto, pero dan miedo, resultan incómodos, porque los identificamos con la ineficacia y el vacío, con la detención del tiempo, como si darles espacio a esos otros gestos nos dejara agujereados, frágiles, expuestos. Lentitud y silencio son parte imprescindible de la escucha, de la mirada y del diálogo, es decir del encuentro con los demás. Nos ponen en estado de pregunta acerca de quiénes somos, de la materia de que está constituida nuestra subjetividad, no como esencia, sino en construcción, en un ir siendo y haciéndose, para que emerja la singularidad inapropiable de cada persona.
Dice Marcelo Percia en su libro Una subjetividad que se inventa que estar en lo que nos pasa “no excluye formas de ausencia. Sin la sucesión y la discontinuidad, sin las omisiones y olvidos, tendríamos la cabeza como una olla llena de grillos. La simultaneidad, la yuxtaposición, la continuidad infinita, la permanencia de todo sería insoportable. Y andaríamos aturdidos y sin existencia. A veces, resulta imprescindible librarnos de algo que se hace presente cuando moramos en nosotros mismos. Hablar es un modo de decir. Y es, también, un modo de acallar lo que no se quiere y no se puede escuchar.
Aprendimos durante la pandemia la diferencia entre presencial y a distancia y nuestra necesidad de vinculación física. Aquel confinamiento nos alejó de la posibilidad del calor humano, las risas, los abrazos, la vida buena, las relaciones entre cuerpos diferentes, la reciprocidad.
En El cuerpo cuenta, Daniel Calmels señala que “la escucha requiere de una temporalidad diferente a la que se capta con los ojos, la vista puede ilusionarnos con la falsa completud de un instante, en la cual todo está fácilmente disponible a su percepción, en cambio el que escucha conforma un sentido a partir de una demora... el narrador construye con sus actitudes y sus movimientos una textura tal, que cada palabra se enhebra en las fibras musculares que le dan cuerpo”.
LH/MS