Opinión

La dilución del kirchnerismo

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Los cambios en el gabinete de Alberto Fernández, percibidos como un retroceso y un giro conservador, causaron bronca entre propios y ajenos. Puestos en perspectiva histórica, sin embargo, hay que decir que no son inesperados. Continúan un proceso de mediano plazo por el que el kirchnerismo viene perdiendo su disposición a actuar como una fuerza disruptiva capaz de motorizar cambios decisivos en la relación entre la soberanía popular y el poder de facto que ostentan los agentes del mercado, locales y trasnacionales.  

El kirchnerismo fue hijo inesperado de 2001. Su suerte es a la vez índice y condicionante de los efectos de largo plazo que la rebelión tuvo sobre la política argentina. En lo económico, debe recordarse, fue la rebelión la que volvió inviables los reclamos patronales de mayor ajuste y forzó al Estado a un aumento sin precedentes en el gasto social, una de las primeras medidas del interinato de Eduardo Duhalde. Las bases fiscales que lo permitieron también fueron posibles gracias a la movilización popular, que impuso una moratoria de la deuda externa y la reinstauración de las retenciones a las exportaciones, decretadas por Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde respectivamente. Ninguna de estas medidas estaba en el horizonte de lo posible antes de 2001. La renegociación de la deuda externa, que incluyó la mayor quita a los acreedores de la que se tenga registro, es impensable sin el dato de fondo de la gente en las calles y el profundo cuestionamiento a las instituciones financieras (los bancos porteños, cabe recordar, funcionaron durante más de un año con sus ventanas tabicadas). Fue la amenaza constante del saqueo, del escrache, de la desobediencia callejera, lo que disciplinó a los sectores patronales y financieros locales e internacionales, abriendo un espacio impensado para la política. Ese fue el espacio que aprovechó el kirchnerismo para proponer un “capitalismo en serio” que significaba, en términos concretos, la renegociación de los términos de la relación entre mercado y Estado.

El kirchnerismo fue hijo inesperado de 2001. Su suerte es a la vez índice y condicionante de los efectos de largo plazo que la rebelión tuvo sobre la política argentina.

La relación del kirchnerismo con la movilización popular, sin embargo, fue ambivalente. Por una parte, en su retórica y en varias de sus medidas buscó hacerse eco de los reclamos del 2001 y canalizarlos a través del Estado. Sus mayores éxitos fueron en aquellos momentos en los que estuvo a la altura de los deseos de cambio que se expresaron entonces. Pero al mismo tiempo, desde muy temprano Néstor Kirchner buscó desmovilizar a los movimientos sociales que habían dominado la escena en 2001. En ese sentido, su papel fue tanto el de captar, traducir y canalizar algunas de las reivindicaciones de 2001, como el de desactivar otras que apuntaban a cambios más profundos (entre otros, el repudio de la deuda externa, la investigación de las responsabilidades empresariales en la debacle económica o una reforma profunda del sistema democrático-representativo). Desde esa ambivalencia, sostener la vocación de cambio de una fuerza política nueva era tarea complicada; desde temprano ello puso obstáculos en su capacidad transformadora. El primer signo fue el destino de la propuesta de “transversalidad”, abandonada por Néstor Kirchner para recostarse, en cambio, en las seguridades de corto plazo que brindaba el aparato del PJ. Hubo allí una decisión estratégica que, equivocada o no, eludía la oportunidad de cambios más profundos. La desazón de hoy por la designación de Manzur es comparable a la que, en ese momento, produjo la aparición de las peores figuras del pasado –por mencionar dos, Aldo Rico y Raúl Othacehé– como parte de su política de alianzas.

Inesperadamente, luego de la derrota electoral de 2009 el kirchnerismo logró renovar sus credenciales de fuerza transformadora. Mientras todos esperaban una derechización, Cristina Kirchner reaccionó adoptando una serie de medidas audaces, entre otras, la Asignación Universal por Hijo, la recuperación del control estatal sobre Aerolíneas Argentinas e YPF y el fin de las AFJP, todas medidas que tocaban de manera directa los intereses patronales. Ese giro fue acompañado de un cambio muy notorio en la retórica oficial, que comenzó a echar mano de ideas, vocabularios y símbolos de los años setenta. Enfrentar a la “oligarquía” y a las corporaciones, tener a raya a los “gorilas”, recuperar la soberanía nacional, se entrelazaron como temas de una épica de lucha contra los enemigos del pueblo que imbuyó el discurso oficialista. Una nueva línea interna del kirchnerismo –a la que no casualmente se bautizó La Cámpora– adquirió una vertiginosa notoriedad y espacios de poder. Tanto, que muchos imaginaron que terminaría controlando completamente al viejo PJ. 

El giro neocamporista fue exitoso en el corto plazo. Toda una generación de jóvenes se acercó al kirchnerismo, que alcanzó el pico de su intensidad emotiva y política. Si algún momento le generó adhesiones apasionadas y duraderas, fue ese. Sin embargo, la nueva estrategia pronto dejó ver límites evidentes que la fueron erosionando. Es que existía un desacople, que se volvió cada vez más visible, entre el uso de esa retórica izquierdista venida del pasado y la realidad de las políticas presentes. Porque el horizonte del gobierno de Cristina Kirchner –como ella misma aclaró en muchas oportunidades– no era el del socialismo soñado en tiempos de Cámpora, sino el de un “capitalismo en serio”. Las diatribas contra las grandes corporaciones y el imperialismo yanqui combinaban mal con los elogios que dedicó la ex presidenta a Monsanto, el apoyo entusiasta a Chevron, a la megaminería y a la sojización, con la entrega del espacio urbano a los emprendimientos inmobiliarios de IRSA en la ciudad de Buenos Aires con acuerdo de los legisladores kirchneristas. Todas estas políticas, claro, eran previsibles en el horizonte de un “capitalismo en serio”. Pero resultaban injustificables desde la retórica neocamporista. 

El horizonte del gobierno de Cristina Kirchner –como ella misma aclaró en muchas oportunidades– no era el del socialismo soñado en tiempos de Cámpora, sino el de un “capitalismo en serio”.

Que esa ambivalencia decantaba hacia un corrimiento al centro se hizo claro ya en las elecciones de 2015. Las bases del kirchnerismo se impacientan hoy con la “tibieza” de Alberto Fernández, pero el candidato de ese año fue Daniel Scioli, de quien (por decirlo suavemente) no se podían esperar medidas menos tibias que las del mandatario actual. La de 2019 fue la segunda elección consecutiva en la que quien representa al kirchnerismo es un “moderado”. Puestos en esa serie, los cambios en el gabinete actual no deberían sorprender a nadie. 

Con los resultados de las últimas elecciones a la vista, puede que sea tiempo de decir que la apuesta política que en su momento hicieron los Kirchner está agotada. No me refiero a que el kirchnerismo vaya a desaparecer en el mediano plazo, sino a que su potencia transformadora se ha diluido. Al menos tal como existe hasta hoy. Los Kirchner apostaron a superar la crisis de legitimidad política del 2001 sin apoyarse en la movilización popular sino en el fortalecimiento del sistema institucional previo. La apuesta estratégica fue la de restaurar un sistema bipartidista en el que el peronismo (transversal o con un aparato colonizado por La Cámpora) representara la opción de centroizquierda. Para tener éxito, esa estrategia requería quitar de en medio a otros jugadores que aspiraban a ese lugar, básicamente, el conjunto de fuerzas que confluyeron en 2013 en el Frente Amplio-UNEN. Había que atraer a una porción de los radicales, los socialistas y los del ARI y dejar sin nada a los partidos que los representaban. Y para ello, nada mejor que tener, como adversario, a una fuerza claramente de derecha que ayudara a polarizar las identidades. Macri fue la figura elegida por el kirchnerismo para ocupar ese lugar. Opuesto a un empresario de derecha sin una pizca de carisma, con su control territorial inigualable, su intensidad emotiva y una identidad progresista –pensaban–, el peronismo sería imbatible. 

La apuesta salió mal. Y no sólo porque Macri ganó en 2015 y dejó, a pesar del desastre de su gestión, un nuevo partido patronal capaz de volver al poder en cualquier momento. Un partido que, dicho sea de paso, dirige una alianza en la que –al contrario de lo esperado– confluye el grueso de los que antaño ocupaban el espacio del “progresismo”. Salió mal, sobre todo, porque el propio kirchnerismo parece ya embarcado en una dinámica que lo corre inexorablemente hacia el centro del arco político. Nada es definitivo en la vida, menos aún en Argentina, tierra de sorpresas y movilización popular. Pero todo indica que el sistema político volvió a decantar en un bipartidismo, como esperaba Néstor Kirchner. Pero, contrariamente a lo que él quiso, es uno que se parece cada vez más a los de los países “normales”, en los que la oferta electoral se resuelve entre un partido de derecha y uno, en el mejor de los casos, de centro. Una alternancia entre una fuerza que encarna la rapiña feroz del capital y otra que viene a efectuar algún control de daños antes de la siguiente etapa de rapiña. Algo demasiado parecido al horizonte gris que se avizoraba antes de 2001.

EA