Mi abuela era una iajne a mucha honra; esa era la palabra que ella usaba, y no tiene ninguna traducción mejor que “chismosa”. Fue maestra de tanaj de generaciones y generaciones de alumnas de colegios judíos de todo tipo, y usaba gran parte de su tiempo libre en recolectar información sobre ellas que podría haber utilizado para armar shidujim (casamientos arreglados o más bien “sugeridos”) pero que la verdad solo usaba para entretenernos a nosotras, sus nietas. Cuando nos cuidaba, los fines de semana, aprovechaba para saber si habíamos escuchado algún dato en el colegio (muchas de las hermanas menores de sus alumnas de secundario eran amigas nuestras). Así mi abuela nos fue entrenando cuidadosamente en el arte de la investigación y el cuereo. Mi mamá, su hija, odiaba: recuerdo, sobre todo, cuando mi abuela empezó a olvidarse las cosas pero antes de olvidarse de todo, en la época en que se quemaba con el horno o se iba de su casa con una canilla abierta, que mi mamá aprovechaba para decirle que lo que tenía que hacer era dejar de ser tan iajne, dejar de ocupar espacio en el cerebro con información inútil que luego no le dejaba memoria libre para hacer cosas básicas. Esto fue casi una década atrás. Hace poco, para convencerla de que se dejara cuidar por Lili, mi mamá le dijo a mi abuela que Lili también trabajaba en mi casa (lo cual es cierto), y que tenía “todos los chismes de Tami”; ya no creo que la bobe tenga espacio en la cabeza ni para entenderlo en el momento, pero el argumento le gustó. Mi abuela no quiere solamente saber las cosas que mi mamá le cuenta de mí; quiere saber cosas que, en su fantasía, no sabe nadie más.
Ellas dos, mi mamá y mi abuela, me parecieron desde chica la representación cabal de una cultura contradictoria; una cultura que se alimenta del trabajo de las iajnerai no solo para organizar matrimonios, sino también para sostener los lazos comunitarios y también para construir relatos, alimentar nuestras conversaciones, nuestras ficciones, nuestra literatura y nuestro teatro; una cultura que hace todo esto y a la vez dice, de la boca para afuera, que no hay que ocuparse en esas cosas, que el chisme es una cosa vulgar e incluso un pecado. Ahora que soy grande y tengo algo más de mundo pienso que, en realidad, mi mamá y mi abuela representan un choque simbólico que excede por mucho a la cultura judía: el conflicto entre los hábitos de comunidad, “de pueblo chico”, y el ansia cosmopolita de la generación siguiente. En el argumento antichisme, creo, hay también una cosa aspiracional en relación con los hábitos urbanos (o urbanos y anglosajones), e incluso quizás un componente de clase. A una amiga mía su madre, una persona muy refinada, solía reprenderla con una frase que podría ser de Emily Post: “no se pregunta lo que no te cuentan”. ¿Y no le encanta a la gente, acaso, decir que en Nueva York podés ponerte cualquier cosa porque “allá nadie te mira”? Hay también, por supuesto, una cuestión de género: el chisme es sobre todo, al menos en el imaginario, una cosa de mujeres.
Cuando empecé a pensar mi defensa del chisme lo primero que me vino a la mente fue su productividad, lo que el chisme produce, las sociedades y las formas de vida que alimenta. El mandato de no ocuparse de los asuntos ajenos (que a mi cabeza, al menos, llega primero en inglés como si viniera efectivamente de esa herencia: mind your own business) me parece en principio manifiesto de una vivencia que no me interesa. El chisme, en cambio, se me hace como un producto inevitable de un mundo en el que las personas están mirándose las unas a otras, el mundo en el que quiero vivir.
No digo esto sin contradicción: cuando yo iba al curso de ingreso al ILSE que se cursaba los sábados a la mañana (creo que ya lo conté en otra columna, caso en el cual me disculpo) dormía los viernes a la noche en la guardia del hospital con mi mamá para que no nos vieran salir en shabat con mochila, porque la gente iba a hablar. No tengo ninguna versión romántica para vender del pueblo chico que es un infierno grande, pero me pregunto qué lazo social no es finalmente un infierno; si hay, finalmente, vínculos no infernales, o si huir de esa oscuridad posible e inevitable no es necesariamente huir de los otros. Siento que hoy circula cierto ideal en ese sentido, como si el mejor de los mundos fuera uno en el cual nadie opina sobre nadie. Las opiniones pueden ser hirientes, y en eso también radica el valor del chisme por sobre el tan pregonado valor de la honestidad: el buen chismoso se maneja sottovoce, sabe cómo y por dónde hacer circular su información para producir más placer que dolor. No pretendo, y quizás me esté enredando demasiado, hacer una reivindicación moral del chisme: no creo que ser iajne te haga mejor persona ni que la curiosidad por escuchar y repetir asuntos ajenos sea una cosa completamente buena. Es más: en general, ese interés incluye necesariamente las ganas de criticar las vidas ajenas, de usarlas en nuestros argumentos sobre lo bueno y lo malo, de ridiculizarlas o indignarnos, pero ¿en qué interés por los demás hay solamente pureza? No hay forma de involucrarnos con las historias de otros sin una pizca de mezquindad o vampirismo. La idea de que es posible ocuparse solo de los asuntos propios me hace acordar a la ficción de la conversación adulta, en la que las personas intercambian información sobre cómo se sienten (como si eso pudiera hacerse de manera transparente, como si viviéramos en uno de esos países donde la gente no cree en el psicoanálisis). Son ficciones sobre cómo sería una vida conceptualmente más ordenada, una vida de comunicación transparente, pero que no tienen nada que ver sobre el modo en que de verdad la gente siente y piensa. Yo, al menos, necesito mirar a los demás para saber qué pienso, qué quiero o cómo me siento. Necesito los chismes como parábolas, como relatos rabínicos, como poemas que abren los sentidos sobre mis propios deseos.
Leí otros argumentos a favor del chisme, otros que hacen eje no en lo que produce sino en su improductividad. En su texto “El relato indefendible” (que yo conocí en su libro Museo del chisme), el escritor Edgardo Cozarinsky contrasta los chismes y las novelas con los relatos ejemplares; los chismes y las novelas son textos que no enseñan nada, que no sirven para nada, que entretienen imaginaciones ociosas con cosas de las que no hay nada que aprender. Hay algo, en el desprecio del chisme, de cierta superioridad moral y también intelectual de quienes pierden su tiempo en historias intrascendentes: vi muchas veces en Instagram una frase que dice “La gente inteligente habla de ideas, la gente común habla de cosas, la gente mediocre habla de gente”. Supongo que soy una persona mediocre: en el medio de la revolución más poderosa o de las cataratas más imponentes, yo solo puedo mirar a las personas. No se me ocurre de qué otro lugar podría salir el placer de las narraciones, el placer de escuchar historias de otros tiempos o de leer literatura.
Esta semana, en la que tuve que pasar un tiempo aislada por cosas de la vida en 2021, les pedí a mis amigos que me mandaran audios largos contándome sus cosas y todos los chismes que supieran. Hubo de todo: una amiga me empezó a hacer una especie de inventario de todas las parejas que tuvo y cómo se terminaron, otra me contó toda una semana de peleas y llantos familiares. Una tercera me mostró en Instagram a una desconocida que odiaba y me explicó por qué la odiaba. Disfruté cada monólogo y no crucé nada con nadie. Soy cuidadosa con la información que me llega, porque como mi abuela, la atesoro. En los nudos de los odios y rencores mezquinos, los amores lejanos y los divorcios ajenos se tejen las comunidades sucias y polémicas en las que vivimos, que son las historias que nos contamos, esas que repetimos pidiéndole al otro que por favor no se las repita a nadie.
TT