Hace varios años escribí, en este mismo espacio, dos textos sobre el duelo: Subrayados y Duelos. Desde entonces, las lecturas continuaron. Entonces me encuentro con las ganas de volver sobre el asunto. Y ahora pienso que, quizás, el duelo también sea eso: una lectura que no termina, un texto que se sigue escribiendo.
Si bien el duelo es íntimo, singular y hasta por muchos momentos requiere de la soledad, no hay duelo que no tenga efectos en la comunidad. El duelo, como casi todo lo que constituye el mundo del ser humano, no es algo natural y también está atravesado por vicisitudes históricas y culturales. La relación que tenemos con la muerte se transforma, no sólo a lo largo de los años, sino a través de las distintas concepciones culturales. Por eso resulta tan interesante el trabajo que hace el historiador Philippe Ariès en Morir en occidente y en El hombre ante a la muerte. No hemos muerto siempre de la misma manera, no hemos duelado siempre igual. Ariès indaga la pérdida de la familiaridad con la muerte que se fue produciendo hasta tal punto de que huir de la muerte es, para Occidente, una tentación. Las consecuencias que recaen sobre el dolor, la pena, el duelo son, sobre todo a partir del Siglo XX, notables: ocultarlos, no hacer ver que se experimenta la pena. El dolor se va replegando a la esfera privada. El autor habla de cómo la sociedad moderna ha privado al hombre de su muerte y, al mismo tiempo, ha prohibido a los vivos demostrar su dolor. De lo público a lo privado, casi a lo clandestino. Y de lo común a lo individual. El muerto en el placard, la pena en el closet.
Nicolás Baintrub escribió sobre la tanatopraxia en este texto impresionante. Ahí, luego de seguir la pista de Ariès, dice: “Pero en la actualidad ocultar la muerte no significa necesariamente ocultar los cadáveres. Es posible, en todo caso, ocultar la muerte de los cadáveres. A la vista de todos. La tanatopraxia se ocupa de borrar de los cuerpos todos los signos de la muerte”.
Otra cuestión fundamental que señala el historiador francés es que en la vida moderna “la prohibición del duelo empuja al sobreviviente a aturdirse de trabajo o, por el contrario, en el límite del desatino, a hacer como que se vive en compañía del difunto (...). Uno llega entonces a preguntarse (...) si una gran parte de la patología de hoy no tiene su origen en la evacuación de la muerte fuera de la vida cotidiana, en la prohibición del duelo y del derecho de llorar a los muertos”. Prohibir el duelo, aturdirse, no llorar en público, llevarse toda la pena al ámbito privado. Seguir como si nada, seguir, seguir, seguir, seguir corriendo en la línea de montaje. Llevarse puesto el dolor. Arrojarlo por la ventana, sofocarlo, soterrarlo, enterrarlo junto con el muerto. Acá no pasó nada. Muerte seca. Adiós ritos. Por supuesto que esta gestualidad negadora no recae solamente sobre el dolor a partir de la muerte, sino que, hoy en día, cualquier atisbo de dolor es tratado de esa misma miserable forma: no ha lugar, no hay tiempo que perder (de hecho, esa estupidez de “una lloradita y a seguir” lo demuestra muy bien). No hay tiempo que perder, qué idea fútil, necia, boba. El tiempo solo puede perderse, pero además, ahora que se perdió a alguien o algo, ahora que se perdió un “trozo de sí”, el tiempo se descuajeringa, se desfasa, se desgarra. El tiempo no pasa. Vir Cano en Dar el duelo (Galerna) lo dice así: “Los duelos desgarran todos nuestros tiempos. Quizás por eso a veces nos resultan tan insoportables. No hay calendario, ni cuenta, ni numeración que pueda conjurar el efecto desquiciante que inoculan nuestros muertos en los tiempos de sobre/vida, y tampoco es posible detener todo eso que vive en y con nuestros muertos”.
Time is out of joint.
Es por eso que la escritura de los libros sobre el duelo son un bálsamo. Leerlos implica la posibilidad de vivir el dolor en paz. Sin aprietes ni empujones; sin prescripciones ni patologizaciones; sin la necedad de la negación, ni la perversión de la desmentida sostenida, sobre todo por los que están alrededor.
No perturbar el duelo, dice Freud. Y es que no hay nada que hacer, no hay que seguir instrucciones, ni manuales. No hay etapas, ni tiempos cronológicos. No se trata de trabajar para el olvido, ni para que el dolor pase más rápido. Creo que en el duelo hay que confiar, eso se hace sin que lo sepamos, sin que lo empujemos, sin que lo agobiamos, sin que nos atosiguemos. Y no se hace nunca de una vez y para siempre. Guy Le Gaufey habla de los pequeños reajustes que el duelo produce sin que lo sepamos.
Las escrituras sobre el duelo suspenden también la linealidad del tiempo e introducen, como el duelo mismo, un destiempo singular. Son escrituras que no sólo dicen, sino que hacen. Y eso que hacen es ir variando apocada y sutilmente también nuestros duelos, los de los lectores. Mi amiga Carina me regala en enero, para mi cumpleaños, El velo negro, de Anny Duperey. Originalmente fue publicado en Francia en 1991. En Argentina fue publicado en 2021 por la magnífica editorial cordobesa Cielo invertido -nombre, además, bellamente spinetteano-. Es un libro que suelo tener cerca, de esos que uno abre solamente en determinados momentos. No lo leí entero de una vez, sino de manera discontinua y fragmentaria. Del mismo modo como está escrito: ensayos, entradas, fragmentos. Jean Allouch ya lo había mencionado en su libro fundamental sobre el duelo: Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca (Cuenco del Plata). Sin embargo, las veces que leí el libro de Allouch no fui en busca del de Duperey. Porque, ahora quizás lo entiendo, este tipo de libros no son una “referencia obligada”, sino un lugar al que uno llega a través del don de otro.
Duperey tenía 8 años cuando perdió a sus padres en un accidente doméstico -ambos se asfixian por una pérdida de dióxido de carbono-. Su hermanita tenía pocos meses (ambas además fueron separadas luego de la tragedia, un nuevo desgarro). Era un domingo por la mañana. Ella se salvó porque desobedeció la orden de ir a bañarse. Escribe el libro más de 30 años después, a partir de la decisión de revelar unos negativos de su padre fotógrafo que también son parte de la publicación. La autora no había podido revelar esas fotos antes. Fueron años de vueltas alrededor de esos negativos. “Estas fotos son para mí (...) lugar de la memoria. No tengo ningún recuerdo de mi padre ni de mi madre. El impacto de su desaparición arrojó sobre los años anteriores a su muerte un velo opaco, como si ellos no hubieran existido jamás”. Contrariamente a lo que suele decirse de las penas, que hay que olvidarlas, un duelo también es la posibilidad de recordar. El texto de la autora y las imágenes de su padre, Lucien Legras, son de una belleza sobrecogedora. Quisiera detenerme, ahora, en lo siguiente: Duperrey advierte de los peligros de la muerte seca: la sequedad de ahogar las penas, de cercenarlas, de pretender ahorrárselas. Y entonces titula uno de sus textos Hagan llorar a los niños. Ahí dice: “Si ven frente a ustedes a un niño golpeado por un duelo encerrarse violentamente sobre sí mismo, rechazar la muerte, negar su pesar, háganlo llorar. Hablándole, mostrándole lo que ha perdido, incluso si parece cruel, incluso si él se defiende tan brutalmente como yo lo hice, incluso si él los va a detestar luego por eso (...) atraviesen su resistencia, vacíen de su pesar para que no se forme en el fondo de él un absceso de dolor que le subirá a la garganta más tarde. Ese pesar encerrado no drena solo. Crece, se emponzoña, se nutre de silencio, en silencio envenena sin que se lo sepa.
Hagan llorar a los niños que quieren ignorar que sufren, es el servicio más piadoso que pueden prestarles“.
El velo negro es un libro sobre el duelo, es decir, un libro sobre el encuentro, sobre el tiempo, sobre la exhumación de imágenes, sobre el olvido y el recuerdo, sobre la supervivencia, sobre lo imposible, sobre lo imposible, sobre lo imposible.
Cielo invertido acaba de reeditarlo, ya que su primera edición se agotó. Ahora con un prólogo de Natalia Fortuny que dice “aquí, en estas imágenes, hay un secreto por descubrir. Algo que quizás pueda ser re-velado en estas páginas, en donde el trabajo de la mirada y el trabajo del duelo se unen para buscar allí donde no hay más que una promesa”.
Nunca había escrito poesía cuando soñé, a partir de la muerte de alguien, que escribía estos versos:
El duelo es
soportar vivir así
el resto de la vida
Y entonces vuelvo a la idea de Lacan de que la literatura es la acomodación de restos. Los restos que hay que acomodar, pero también el resto de la vida; y también lo que se resta de una vida. Y es por eso que, en algún sentido, un duelo también es un hallazgo,“el hallazgo de la pérdida”, como dice Patricia Fochi en su libro Duelo. La infición del mundo (Editorial Otro cauce). Porque la pérdida, dice Juan Ritvo, no es un dato, hay que construirla. Y es que, sigue Fochi, “la pérdida es difícil de circunscribir. ¿Qué es exactamente lo que se pierde?”.
Lo que fue, lo que nunca será, pero también lo que no fue; lo que ya no somos para el otro, y también lo que fuimos para él. El duelo es oscilante, fragmentario, discontinuo. Nunca es progresivo ni orientado a la superación. El duelo tiene algo de irresoluble y eso de ningún modo lo hace patológico. El duelo tiene algo de imposible, porque después de una pérdida, el cuerpo no vuelve a acomodarse ya del mismo modo, y el mundo tampoco.