Hace unas semanas, luego de que un hombre tocara el timbre de mi consultorio y yo me acercara a la puerta para abrirle, lo encontré haciéndole el nudo de la corbata a un muchacho. La escena fue de lo más divertida: él en bermudas y remera, el joven con una camisa blanca y el remedo de un traje formal.
Como tercera figura del collage, estaba la que sería la madre de quien cargaba con la ficción de tener que vestirse masculinamente. Ella sonreía y agradecía. En ese momento, tuve la idea de que esa sonrisa me alegra a mí también. El hombre al que yo había salido a buscar se las arregló con dignidad, pero cuando le pasó el nudo al muchacho… sobraba un resto de la parte más fina de la corbata.
Sus palabras fueron: “Bueno, y esta parte la escondés entre los botones de la camisa”. La escena me despertó ternura. Después me quedé pensando por qué. Durante mucho tiempo yo escuché a este hombre hablar de sus hijos. En ese punto me di cuenta de que también eran las suyas las palabras de un padre.
Así como no es lo mismo que una mujer sea madre por hablar de un hijo, la palabra de un padre también tiene su particularidad. Hoy diría que hay transmisión paterna ahí donde se juega algún consejo respecto de qué hacer con lo que no anda, con lo que sobra o, mucho más sencillamente, con un resto inasimilable.
Un padre no es quien le explica a un hijo cómo ser hombre. La transmisión no es asunto de enseñanza. Y el padre, en un aspecto más pragmático, es ese que muchas veces no puede hacer su intervención sin un dejo de torpeza. Al padre se lo convoca cuando no anda algún tipo de aparato y, después de zamarrearlo un poco, lo rompe. “Es que estaba roto”, dice.
“El padre es el boludo” dijo alguna vez Jacques Lacan. Sin duda a un hombre le cuesta ocupar ese lugar, renunciar al ideal viril, sacrificar su narcisismo para ponerle el cuerpo a la estupidez de lo irremediable. Mejor dicho, para interpretar con su estupidez aquello que no tiene remedio.
La paternidad como la transmisión de un fracaso, a partir del modo en que los padres suelen hacer con su impotencia y, si son dignos de amor, no es por su virtud, sino por aquello que habilitan con la ofrenda sacrificial de su grandeza
Por qué cada vez más hombres deciden no tener hijos, o bien optan por una paternidad idealizada, incluso por una que funciona como sucursal materna, menos por intención de ser colaboradores, que para preservar su imagen –¿cómo no advertir que detrás de esta pantalla de bondad se esconde un desprecio?–, este es un tema sobre el que volveré en otra ocasión, en otra columna.
Aquí prefiero detenerme en la paternidad como la transmisión de un fracaso, a partir del modo en que los padres suelen hacer con su impotencia y, si son dignos de amor, no es por su virtud, sino por aquello que habilitan con la ofrenda sacrificial de su grandeza. Es sabido que un padre que no se deja matar simbólicamente es arrasador y nunca se le agradece tanto a un padre el relato de la vez en que le pasó mismo que nos aqueja.
“Cuando seas grande y tengas tu casa –o vivas solo– hacé lo que vos quieras” es una frase ridícula (entre otras) de las que suelen decir los padres. Es ridícula si se la toma literalmente y no se tiene en cuenta la legalidad que transmite. Porque la ley no se transmite de modo abstracto, sino encarnándola.
Y encarnar la ley es fuente de todo tipo de contradicciones en los padres. Por encarnar la ley, los padres se vuelven contradictorios y ridículos. Y los hijos lo saben y a veces lo señalan. Eso les permite tomar distancia respecto de su autoridad, pero porque ya incorporaron la ley.
Cuando un padre dice semejante ridiculez (como la de que cuando el hijo sea grande…) no le está prometiendo un goce a futuro o fuera de su órbita. Al contrario, así es que lo cobija y sí le asegura que crecerá y tendrá lo suyo. El punto es qué lleva a un padre a decir algo que, en su enunciado, es tan tonto. Es cierta irritación, y esto es lo interesante: el padre dice una ridiculez porque no es indiferente ante el goce del niño, pero no en sí mismo, sino porque –como decía Sigmund Freud– le recuerda su propia privación infantil.
¡Qué problema lo que ocurre hoy cuando los padres no quieren encarnar la contradicción y decir ridiculeces y prefieren identificarse con el goce autoerótico del niño!
Entonces, es como si el padre le dijera al hijo: Vas a tener que domeñar tu autoerotismo como yo tuve que hacerlo cuando tenía tu edad. Por eso es gracioso cuando los chicos señalan la contradicción ridícula y dicen: Pero si no se puede, ¿por qué vos los hacés? Y ahí los padres trastabillan: Porque yo soy grande, porque para mí es distinto… entre otras tonterías.
Estas tonterías pareciera que sitúan a los padres en un lugar de transgresión, pero en realidad es esta la apariencia con que la ley se transmite: la fantasía de un padre gozador es el velo de la contradicción. Así se articulan las figuras de un padre real (de la contradicción), un padre imaginario (del goce de la transgresión) y un padre simbólico (de la ley).
Ahora bien, qué problema lo que ocurre hoy cuando los padres no quieren encarnar la contradicción y decir ridiculeces y prefieren identificarse con el goce autoerótico del niño: que nada lo limite, que sea libre para gozar y que lo deje cuando quiera, etc. Desde el punto de vista de la constitución del sujeto son preferibles los padres ridículos a los padres que perversamente gozan de la perversión polimorfa de sus hijos, y todo en nombre del respeto y el cuidado.
De regreso a la escena del comienzo, vuelvo a la sonrisa de esa madre aliviada porque un hombre se prestó a hacerle el nudo de la corbata a su hijo. Mientras caminábamos hacia el departamento, ambos dijimos: “Ella lo hubiera hecho mucho mejor”. Sin embargo, es claro que no hubiese sido lo mismo.
LL/MF