Opinión

El futuro de la muerte

6 de febrero de 2021 00:40 h

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¿Hay muerte después del Covid? Entre los abundantes debates y conjeturas sobre la vida después de la pandemia, podemos hacer un lugar para una especulación un poco más oscura pero no menos importante: cómo será nuestra relación con la muerte después de esta peste.

“Hay cosas más importantes que estar vivo—filosofó en abril el vicegobernador de Texas Dan Patrick, ante los costos económicos del lockdown—Y esas son salvar a este país para mis hijos y nietos, y para todos ustedes. Sé que otros abuelos pensarán como yo”. Más adelante, cuando la cuarentena se hizo insoportable, la misma ciudadanía que aplaudía a sus profesionales de la salud entendió que el riesgo de morir por Covid era parte de sus tareas (a la fecha murieron 362). Hoy la improvisación y precariedad que rodea a la necesaria vuelta a clases en Argentina permite sospechar que las vidas que cueste la operación son parte de su normalidad.

¿Qué efecto tendrá a futuro esta gimnasia covideana de asumir indiferentemente la muerte de porciones enteras de la sociedad? ¿Qué capítulo escribirá en la historia de nuestra relación con la muerte?

Morir en Occidente

Philippe Ariès fue un historiador extraño. Monárquico y católico en plena V República francesa, trabajó por años en una oficina estatal de estadística frutícola mientras dedicaba los fines de semana a estudiar historia rural francesa. Con el tiempo se hizo un nombre académico (gestionó la publicación de la tesis doctoral de Michel Foucault) y definió sus temas, igualmente extraños para la época: la intimidad, la infancia y la muerte. 

Su obra definitiva es El hombre ante la muerte (Taurus, 2011), un recorrido de las actitudes occidentales sobre la muerte: “Durante milenios el hombre fue el amo soberano de su muerte y sus circunstancias. Hoy dejó de serlo”. En la Antigüedad cristiana, y hasta los primeros siglos de la Edad Media, la muerte estaba domesticada, era próxima, casi banal. Morir era un hecho comunitario: el moribundo yacía rodeado de propios y extraños, los huesos se mezclaban y afloraban de la tierra, la gente levantaba casas en los cementerios, y en 1231 hubo que prohibir bailar en ellos. A partir del siglo XIV la muerte se hizo propia, individual, una instancia en la que la persona tomaba conciencia de sí. Las sepulturas se personalizaron con inscripciones y retratos, el lecho de muerte siguió rodeado de gente pero el individuo estaba solo, rindiendo cuentas a Dios antes de emprender su marcha solitaria al Juicio Final.

En el siglo XIX la muerte pierde toda familiaridad, pasa a ser una ruptura intolerable, vuelve a ser salvaje. “La imposibilidad de aceptar la muerte del ser querido es un signo, entre otros, de la revolución del sentimiento”. Es la época de la fascinación romántica con la muerte, de los duelos exuberantes, del culto a los cementerios, que comienzan a diseñarse como paseos: sobrios y parquizados en el mundo anglosajón; escultóricos y neobarrocos en la Europa católica.

Finalmente con el siglo XX, a caballo de dos guerras y el bienestar creciente, la muerte termina negada, escondida en los hospitales, decorada o silenciada. Al enfermo se le oculta su condición terminal por su bienestar, y en caso de saberla, debe simular ignorancia por el bienestar del médico y su familia. La dignidad de la muerte se cifra en su discreción: “Toda la sociedad se conduce como unidad hospitalaria. Si el moribundo debe vencer su trastorno y colaborar amablemente con los médicos, el sobreviviente debe ocultar su pena y continuar sin pausa su vida de relaciones, trabajo y ocio”. 

Ariès murió en 1984, Foucault escribió su necrológica y murió poco después. Podemos cruzar el largo relato del primero con las genealogías del segundo: hasta el siglo XVII el poder soberano hacía morir o dejaba vivir; la moderna biopolítica, en cambio, hace vivir o deja morir. El poder mantiene su capacidad de quitarnos la vida pero, teniendo en cuenta los enormes medios que tiene para gestionarla, morir es casi un abandono.

Quizás la experiencia del Covid marque el sentido de la muerte occidental en el siglo XXI. La negación sigue y se exacerba. Ya lo dijo Pablo Stefanoni: “no importan tanto las muertes como las imágenes de colapsos hospitalarios, camiones frigoríficos y fosas comunes”. Lo que no se vea será apenas un número, un insumo más a discutir y negar en la pulverizadora conversación pública. El resultado es una marginalización de la muerte: los que mueren son los otros, los menos, los viejos, los gordos, los pobres, los “trabajadores esenciales” que no tan paradójicamente son los peor pagados. 

Como en tantas cosas aquí el Covid no inventa nada, solo acelera lo previo. En estos años de paz y bienestar nos acostumbramos a tener una expectativa de vida cada vez mayor y una pastilla para cada problema, mientras la muerte estaba lejos: en Haití, en Formosa, en el Bajo Flores, en cada hogar silencioso de un femicida. Tan lejana y negada como el calentamiento global. Dejar morir, una vieja atribución del pueblo soberano.

Esa continuidad del pasado empalma el nuevo espíritu de época: son cada vez más los que nos prometen la inmortalidad. Lo hace Google a través de Calico, su compañía biotecnológica dedicada a combatir el envejecimiento; lo hace Peter Thiel, viejo socio de Elon Musk y referente libertario, financiando al Longevity Fund de Laura Deming para revertir el envejecimiento. Por ahora son proyectos lejanos que discute una minoría pero forman parte de un zeitgeist de autoconfianza radical a costa de los demás, ¿para qué limitarnos si el riesgo de muerte es ajeno? 

“Indestructible, invencible e inmortal”, se autodefine Carlos Maslatón, viejo ucedeísta retornado como militante anti cuarentena, bitcoinero y furor de las redes libertarias. Aún si los proyectos de Google y Thiel se concretan, es evidente que serán para la minoría que pueda pagarlos. La muerte después del Covid será un estigma de clase, pensarla o sufrirla será pobrismo, como comer pan o decir “pieza” en lugar de “cuarto”. 

Una nueva incorrección política

¿Qué operación cultural nos queda ante semejante futuro? La solidaridad no convoca; y el antiguo sentido religioso, más allá de una gestualidad reaccionaria, no va a volver. Lo que vuelve es lo reprimido. Siempre. La inhibición social del duelo empujaba al sobreviviente a aturdirse de trabajo o simular que no pasó nada. Con el lockdown de 2020 muchas personas no pudieron despedir a sus familiares muertos. Fue la invisibilización de la invisibilización del duelo, lo que paradójicamente hizo más visible que lo necesitamos. 

“Atreverse a hablar de la muerte—concluye Ariès—significa provocar una situación excepcional, exorbitante, siempre dramática (...) La muerte se ha convertido en un tabú que, al igual que antiguamente al sexo, no hay que nombrar ni obligar a otros a hacerlo”. Traer el tema, entonces, puede ser una provocación estimulante. ¿Acaso no fue el mérito de Act up, el grupo de acción directa creado en 1987 para concientizar sobre el sida como un problema que excedía a la comunidad homosexual? ¿O del Ni una menos, al recordarnos la incesante muerte violenta de las mujeres? 

Durante siglos la Iglesia católica nos asustó con sus imágenes de muerte y dolor. Hoy ya no lo logra: por ahí anda el feto ensangrentado de alambre y papel maché como triste souvenir. Hoy el memento mori debe ser laico y subversivo: aguar la fiesta de los inmortales, siempre ajena. Si de verdad queremos recuperar alguna incorrección política que no caiga en las garras de la nueva derecha, recordar que todos vamos a morir es un buen comienzo.