En mar abierto, paseando relajadamente en un barquito con su esposa, un hombre común y corriente de clase media es alcanzado por una extraña niebla. De regreso al hogar, con el correr de los días empieza a achicarse. Primeramente, nota que la ropa de siempre le queda un tanto holgada. Al poco tiempo, ante la inquietud creciente de su mujer, advierte que su tamaño va menguando paulatinamente. El hombre, ciudadano estadounidense, va al médico, le hacen estudios, sigue encogiéndose. Cuando llega al tamaño del Ken de Barbie, su sufrida esposa, que le hace el aguante, le arma una casa de muñecas (foto), le cose ropita ad hoc. Afuera, enterada la prensa, los paparazzi acechan. Adentro, el tipo se sigue achicando, el gato de la casa deviene un monstruo enorme que lo persigue como a un ratoncito y lo lleva a huir hacia el sótano, donde se topa con una temible araña que le hace sombra.
A esta altura, más pequeño que un liliputiense, el hombre la enfrenta con alfiler de costura y logra huir hacia el exterior. Deja atrás la vida que había tenido en un final insólito para el Hollywood de los años cincuenta, época en que Jack Arnold, basándose en la estupenda novela de Richard Matheson (quien también participó de la escritura del guion), dirigió El increíble hombre menguante. Una película que resultó exitosa pese a no ofrecer el convencional final feliz que querían los productores del sello Universal. Y que, con el tiempo, se convirtió en un muy estimado clásico del género fantástico de la serie B (por Budget, presupuesto).
Ah, el señor de marras había sido alcanzado por una nube radioactiva, detalle que implicaba una crítica velada a la carrera armamentista en plena guerra fría. Y también una reflexión sobre los riesgos de ciertas experimentaciones de la ciencia, amén del ya citado cierre con meditación filosófica sobre el sentido de la vida. Obviamente lejos de la era digital, este film se las apañó con convincentes trucos mecánicos y un decorado que va creciendo desde la nueva perspectiva del protagonista que, entre otros aprendizajes, descubre que el suyo no es un mundo dispuesto a aceptar a los diferentes. O a los disminuidos, para más exactitud. Arnold -un cineasta talentoso, humanista y un toque ecologista- entre westerns y policiales, se mandó joyas del género como El monstruo de la Laguna Negra (1954, que depredó y edulcoró Guillermo del Toro en La forma del agua, 2017) o Tarántula (1955).
En vez de achicarse, cualquiera que haya estado yendo durante la pandemia al chino de la esquina para abastecerse de vituallas, pudo haber sufrido esa vacilación propia del fantástico frente a un quiebre de su mundo familiar: ¿el local estaba menguando o él/ella estaba creciendo? Porque que los precios aumentaran no era ninguna novedad, pero que las galletitas de agua, el envase del queso crema, el rollo del papel higiénico -cuyo peso y medidas conocía de memoria- se hubieran empequeñecido, sí que era algo inaudito, tirando a alarmante. No es que este tipo de reducción no sucediera en las grandes cadenas de supermercados o, incluso por caso, en el tamaño de ciertos alfajores tradicionales que antaño solo se conseguían viajando a Mar del Plata…
Cualquiera que haya estado yendo durante la pandemia al chino de la esquina para abastecerse de vituallas, pudo haber sufrido esa vacilación propia del fantástico frente a un quiebre de su mundo familiar
Pero ya sabemos que el chino más cercano es el lugar al que acudimos siempre en un apuro, de una corrida por un ingrediente que nos falta o por una botella de vino (que ya se fue a las nubes también en estos enclaves). Y varias cosas en las góndolas de nuestro chino hace meses que comenzaron a decrecer. Que estos negocios sean habitualmente lugares menos luminosos, a veces con mercadería apiñada en el suelo para ganar espacio, no es óbice para que al tomar un paquete de esas crackers que conocemos al dedillo, hayamos dejado de advertir a través del celofán que, en primera instancia, quedaba un espacio libre para dos galletitas. Y que, unos pocos meses después -adaptadas las maquinas empaquetadoras- el envoltorio se ajustaba correctamente, pero ya con las galles más pequeñas que las originales.
Durante el confinamiento, inflación y cuidados de por medio, aprendimos a probar productos de segunda marca más baratos y a evaluar su calidad (veces, de primera); asimismo, notamos que volvernos un cachito minimalistas como consumidores no le hace mal a nadie y beneficia el medio ambiente (menos basura, menos plásticos, menos bosques reventados), y quizás tratamos de ir dejando de lado lo que Edgard Morin llama “la adicción a productos de valor ilusorio o imaginario, a veces tóxicos”. O sea, a elegir en lo posible lo necesario y dejar de lado lo superfluo. Pero, ¿por qué tenemos que bancarnos esta inflación solapada del papel higiénico menguante, de las servilletas que no traen doble capa y absorben menos, de los 200 gramos de queso crema que se convirtieron sin aviso en 180 o 190? Y si nos desviamos de los súpers orientales u occidentales, de los bares que te sirven por 300 pesos un café intomable que parece homenajear al jugo de paraguas d’altri tempi, podemos arrimarnos a alguna sucursal de nombre germano que vende excelentes hogazas integrales orgánicas y comprobar in situ que, además de subir los precios, achicaron sus panes. Que se sepa, ninguno de los fabricantes de productos menguantes fue atacado por una niebla radioactiva.
MS