Chatura y chatarra. Detritos de una campaña electoral al límite de la agrafía en algunos casos. Sobre esa superficie me ha llamado la atención el momento lúdico de un programa que se trasmite en Internet, Gelatina, sobre jingles imaginarios de los partidos que compiten en las PASO. Más que apelaciones condensadas y consignas cantábiles, se trató de un juego de incrustaciones. En el corazón de ciertas canciones populares se adosaron nombres propios de los candidatos y sus razones a medias para pedir el voto. Casi todos tuvieron su momento en esa gala virtual. Ese playlist, fruto de la colaboración de oyentes y las facilidades del home studio, no hizo más que adornar de modo festivo el cuadro yermo de la política argentina. Porque el canto, finalmente, es un habla deformada, un desafío a la inteligibilidad. Dicho de otra manera: cantar es una renuncia consentida al significado de las palabras. La voz se aleja de una posibilidad argumentativa, la de “cantar la justa”. La “Fábrica de jingles”, como se llamó ese espacio del programa que conduce Pedro Rosemblat tuvo el tono de una estudiantina a bordo del Titanic. Un canto zumbón, con algunas apropiaciones hilarantes, como el uso de “Chipi chipi”, de Charly García, para promocionar la reelección de Axel Kicillof (“yo lo quería de presidente/ en la provincia lo quiero aquí”), o los segmentos favorables a Juan Grabois (“si digo no no no, no estoy resignado”, con el soporte de “Perro dinamita”, de los Redondos) y Guillermo Moreno. “Vasos vacíos”, de los Cadillacs, con un imitador del insufrible Vicentico y una doble de Celia Cruz, se puso al servicio de Leandro Santoro.
Las canciones tienen recorridos insospechados. La experiencia de las últimas décadas es fecunda. De la voz de los autores se pasa a la voz de las tribunas o el canto colectivo de las manifestaciones, y de ahí retornar a los medios, cambiando en cada estación de piel. No me canso de sorprender frente a ciertas derivas. Pensemos, una vez más, en “Todavía cantamos”. Víctor Heredia la compuso en una situación límite: la desaparición de su hermana. La canción fue un símbolo de la memoria frente a lo ocurrido durante la dictadura. El adverbio “todavía” marcaba esa tensión con el presente. Al ir a las tribunas, la garganta de las hinchadas de fútbol habilito el paso de la “resistencia” al “aguante”. Faltaba una torsión más. El programa TVR convirtió la melodía de “Todavía cantamos” en el soporte de su momento mimético. Y así, se saltó de un tema “sobre” los desaparecidos, es decir, las víctimas, a “los parecidos”. Y si el oído no pudo captar esas mutaciones, el problema es político.
Claro que cambiarle la letra a una canción popular tiene un origen que se pierde en el tiempo. No pertenece siquiera a las tecnologías de la reproducción. Eso viene de muy lejos, como señala Una Mcilvenna en Singing the News of Death. Execution Ballads in Europe 1500–1900. Las “baladas de ejecución” fueron un modo de comentar en el espacio público las novedades punitivas. Se compusieron miles de miles, siempre sobre la base de una misma fórmula. Primero, el cantante llamaba a los transeúntes al grito de “vengan todos” para escuchar las “últimas noticias” del palacio o la corte. Entonces se cantaba la historia de alguien que admitía su culpabilidad antes de ser pasada por las armas. Cantar era “confesar” los delitos, y eso, perdonen la digresión, se conecta a su vez con otra tradición del castigo: la de hacer cantar al convicto sobre la base de la tortura.
Veamos un caso típico. En 1609, Violante de Bats du Chasteau, una noble viuda, fue decapitada en Toulouse por ordenar el asesinato de su segundo marido. La mandaron al patíbulo por conspirar con sus cuatro amantes: un sacerdote y profesor de teología, un concejal, un abogado y un estudiante), que también pagaron con sus vidas. Los términos de la sentencia se conocieron cinco años después. Una balada “Complaincte faicte par feue damoiselle Chasteau (Queja hecha por la difunta señorita Chasteau)” funcionó mientras como comentario judicial. La propia Chasteau medita ahí sobre su caída en el crimen, expresa su remordimiento por sus malas acciones y su horror ante la idea de su muerte violenta: “Se me ha ordenado/ Ser ejecutada/ Y para castigar mi vicio/ Requiere de mí este pago”. Las canciones se cantaban en primera persona, como en este caso, o en tercera, un modo de experimentar indirectamente las emociones del condenado. Lo que facilitaba el canto de los otros y su proliferación, a partir de una hoja impresa, era el conocimiento previo de la melodía. Su título solía figurar en el panfleto, con una indicación como “al son de...”, lo que permitía a cualquiera injertarle las nuevas palabras. Gran parte de los “usuarios” eran analfabetos y, sobre ese pacto, podía hacerla suya. Un modo práctico de comentar las noticias de ayer. Mcilvenna nos informa que ese mecanismo de transmisión informativa se extendió hasta el siglo XIX. “Son actos multimedia y performativos (el enunciado y la acción van de la mano) que se cantaban y se volvían a cantar cada vez que alguien compraba una o la veía pegada en un lugar visible”. Además de reportar sobre un hecho judicial, las canciones tenían un efecto moralizante e intimidatorio. El oyente internalizaba, a través de la voz de sentenciado, aquello que le podía suceder si torcía su camino de la probidad y la obediencia.
Desde ya que los jingles de Gelatina no se apoyan en los mismos principios disciplinarios e informativos. La instancia jocosa es apenas un reconocimiento musical de la imposibilidad de pensar el drama circundante. La escucha no habilita una risa subversiva, que quiere dar vuelta la tortilla. Suena más al autoconsuelo de una comunidad. O, para conectarlas con las baladas de ejecución, el reconocimiento de una pena, la de una sociedad “condenada” a elegir entre males menores y sin horizontes a la vista.
“La más maravillosa música”, definió Rosemblat a ese fresco sonoro. Apelación a la frase de despedida de Juan Domingo Perón, el 12 de junio de 1974. No deja de ser interesante que varios candidatos hicieron propias las invenciones de la “Fabrica de jingles” y las divulgaron en sus redes sociales. Más allá de Gelatina, me ha llamado la atención el carácter fantasmal de la “Marcha peronista” en las PASO. Silente, debería decir. “Y como siempre daremos/un grito de corazón”. Esa promesa que se hacía contra el paso del tiempo (“siempre” es un adverbio mucho más poderoso y enfático que “todavía”, que habla de un empecinamiento y una adversidad) fue reemplazada por las consignas publicitarias. Aquello de “a la gran masa del pueblo/combatiendo al capital” ha pasado por el filtro de las inversiones de sentido: el capital combate alla (con) Massa o a través de sus variantes más draconianas y extractivistas.
En cuanto al “grito”. ¿Quién ha gritado en las tribunas proselitistas?
Dice la antropóloga mexicana Ana Lidia Domínguez Ruíz: “el grito es la emisión vocal más intensa que puede producir el ser humano; intensidad que no solo radica en su potencia acústica sino en las fuerzas afectivas que lo engendran, y que aquello que lo singulariza como fenómeno vocal es su violencia”. Y aclara que, al hablar de “violencia”, apela a la acepción etimológica del término latino violentus (de vis, vigor y olentus, abundancia). “Cuando digo que todo grito es violento me refiero a su característico exceso de energía, que no necesariamente se descarga sobre algo o alguien —por lo menos no de manera intencionada—, aunque, por supuesto, este sea uno de sus usos más frecuentes”. Así es, si pensamos en la voz de Milei, esa ronquera de cantante de heavy metal que también tiene intenciones performativas y cumplir aquello que profiere. Si, como dice Domínguez Ruíz en Una historia cultural del grito, este siempre viene de la mano de un sobrante, con distintas gradaciones de intensidad, el candidato de La Libertad Avanza satura a los parlantes: supera parámetros de aceptación (el vúmetro de la consola de audio muestra con su aguja que se pasó la línea roja, el único momento tolerado de esa coloratura), convierte en valor la distorsión de una señal sonora, en este caso su garganta, para comunicar un programa y un nuevo orden. Esa emisión es la de la ira misma del capital en su estado beligerante. Alarido y alarde. Milei no escatima decibeles frente al micrófono. Ese es un gasto necesario. Si a veces gritamos porque no podemos más, el economista que quiere tanto a sus perritos obra en sentido contrario. Exhibe a través de la voz una musculatura. El corazón del grito mileaiano es, en su escala mayor, amenazante como quisiera llevar mucho más lejos uno de los propósitos de aquellas baladas de ejecución: avisa qué haría y temblamos. Estamos frente a un fenómeno acústico, psíquico, sociocultural y político. Un grito que, sin embargo, para las orejas de sus seguidores, parece sonar como un acto creador, inaugural e instituyente. Música celestial.
“Hola a todos, yo soy Milei/voten por mí o los cago a trompadas/me recalienta la inflación/me recalienta la concha de mi hermana”, se mofa uno de los jingles de la fábrica gelatinosa, en un palimpsesto sonoro entre la vocalidad del ultraderechista y la canción de La Renga, “El león”. Carcajada que no parece tomárselo realmente en serio. Hasta cuando vemos una foto suya, con la boca bien abierta, nos aturde. Es un grito silencioso que no da para la chacota. Esas representaciones anidan tormentas. Domínguez Ruiz piensa especialmente en el cuadro de Edvard Munch, una de las grandes imágenes del expresionismo, a comienzos del siglo XX. “Se trata de una suerte de implosión cuya energía no se proyecta a través de la, voz, pero, en cambio, se imprime en todo el cuerpo”. El grito aviva la imaginación sonora, al igual que la momia peruana del guerrero de Chachapoyas, en cuyos rostro y manos están marcados todos los horrores de la vida y de la muerte, o La Medusa, del siglo XVI. Caravaggio pintó sobre el lienzo una mirada llena de espanto. El mismo grito, que es el de Perseo en el momento que se le corta la cabeza. Un pavor similar nos provoca escuchar/ver a Milei o los otros aspirantes presidenciales que sacan de sus pulmones las pulsiones restauradoras y blanden sus espadas en el aire tan polucionado de nuestra democracia.
AG