Magdalena nació en una familia que no la esperaba. Su madre María Celina tenía 7 hijos y 44 años a comienzos del siglo pasado, en un tiempo en el que, a esa edad, casi nadie quedaba embarazada del octavo. Hija de un padre diplomático, se crió entre Ginebra y Roma y el Palacio San Martín fue su casa mientras su padre fue canciller. Deseó estudiar una carrera universitaria en un ambiente en el que nadie aspiraba a que las mujeres fuesen profesionales. Se casó, formó una familia con cinco hijos y en cuanto pudo se metió en la redacción de una revista para público femenino, que fue su forma de ingresar al periodismo. Se separó en una época en la que el divorcio legal no existía, cuando las esposas no se separaban.
Pegó el gran salto profesional cuando Cacho Fontana la llevó a trabajar de movilera para su programa en Radio Rivadavia y nunca más dejó de llevar un grabador en la cartera. Por las dudas que en la calle se le cruzara una noticia (no hace tanto tiempo, una mañana llegó a Radio Continental un poco más tarde de lo habitual, sacó el grabador de la cartera y nos contó que había frenado a entrevistar al comisario que tomaba declaración en un choque). Si Cacho la llamaba y le proponía algún viaje al exterior, demoraba segundos en armar la valija, y así fue siempre con su profesión.
Cuando Alfonsín la convocó a que formara parte de Conadep vivía sola con sus cinco hijos. Enfrentó amenazas y sintió la desaprobación de la parte más conservadora de su familia, pero tuvo la convicción de que lo suyo era un deber cívico
Con el Tano, el amor de su vida, su pareja por veinte años, sólo convivieron en vacaciones. Formaron una pareja de camas separadas, una excentricidad a la que ella no le asignaba ningún valor en particular, porque no era del tipo de persona que se jactara de nada. Se crió en una familia muy católica, fue amiga del padre Carlos Mugica y se pronunció a favor de la legalización del aborto cuando casi nadie lo hacía. Tenía una forma curiosa de ser feminista. Con Magdalena Tempranísimo, fue la primera mujer que ocupó un lugar de relevancia en la radio con un programa político de primera mañana; entrevistó a militares, políticos, empresarios y sindicalistas por décadas; y despertó a varias generaciones con las canciones de María Elena Walsh. Fue una pionera, pero nunca hizo hincapié en su condición de mujer. Como si marcar la diferencia hubiese implicado pedir que sus colegas varones le tuvieran algún tipo de contemplación especial, un signo de debilidad.
Le encantaba dormir, pero tampoco se quejaba de que su despertador sonara a las 4 de la mañana: lo consideraba parte de su trabajo. Todo le daba curiosidad y nada le despertaba más pasión que el oficio del periodismo. Amaba a sus nietos y a sus hijos, amaba el mar, el sol y su casa en Punta del Este, amaba el teatro, sus amigos y la literatura, amaba la radio, los dulces y los sandwichitos de miga de su panadería favorita, que traía envueltos en un repasador húmedo cuando nos tocaba trabajar los domingos de elecciones. Amaba la vida y odiaba que le preguntaran su edad. Si hacía falta mentía (creo que mentía) acerca de su edad.
Era coqueta -podía dormir con ruleros, ponerse polvo en la cara y delinearse los ojos de madrugada-, resguardaba su vida privada y era pudorosa con el dolor; lo mencionaba poco, pero el más grande que tuvo fue la muerte de su hijo médico, Prica, de 28 años. Recibía los reconocimientos con modestia, pero los valoraba. Ganó no sé cuántos Martín Fierro, incluido el de Oro, y siempre quiso el que estaba por venir. Me tocó ganar uno como columnista de su programa cuando empecé a trabajar a su lado en Radio Continental. Cuando llegué a la mesa que compartíamos, me abrazó y me dijo: “Es el primero”. Nunca pensó en jubilarse ni en escribir sus memorias: no era el tipo de persona a la que le gustara mirar para atrás, sentía que todavía le quedaban demasiadas cosas por hacer.
Rara vez hablaba de sus logros, mucho menos de su valentía. Una vez me contó, como quien relata una travesura, que en plena dictadura el general Albano Harguindeguy, adoctrinado por los franceses en métodos de tortura en Argelia y por los norteamericanos en la Escuela de las Américas, convocó a un grupo de mujeres que trabajan en los medios a la Casa Rosada. Las invitó a tomar el té. Magdalena sacó su grabador, le hizo preguntas, preguntas que le incomodaron, que el general no esperaba recibir de las señoras. Volvió al estudio y logró que la dueña de entonces de Radio Continental, Elizabeth Vieguener de Uadquiola las pusiera al aire a pesar de la censura. Siempre le atribuyó el mérito a Uadquiola: “Una alemana increíble”, me dijo.
Cuando Raúl Alfonsín la convocó a que formara parte de Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, en el año 1983, vivía sola con sus cinco hijos. Enfrentó amenazas -llamados permanentes a la línea de su casa de gente que se quedaba muda cuando atendían- y sintió la desaprobación de la parte más conservadora de su familia, pero tuvo la convicción de que lo suyo era un deber cívico al que no podía renunciar. Los argumentos de Alfonsín para promover las leyes de obediencia debida y punto final nunca la convencieron y enfrentó el indulto de Carlos Menem. Sufrió durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner la actitud de algunas madres y abuelas de Plaza de Mayo que repentinamente olvidaron su trabajo en la CONADEP y olvidaron también su actitud cuando aún gobernaban los militares. No dijo nada, hasta que un día Hebe de Bonafini anunció que le haría un juicio público por haber sido cómplice de la dictadura. A ella.
Ese día llegó a la radio con su grabador, como siempre, pero traía un casete viejo. Rebobinó la cinta y le pidió al operador que la pusiera al aire. En la cinta se escuchó a una Hebe de hablar suave que le decía: “Usted fue la primera que habló de las Madres por la radio. Eso no lo olvidamos nunca”. Bonafini se refería a una nota en la que se había quejado de que nadie más las atendía. Magdalena le respondió, como si ella no tuviese ningún mérito en particular: “Yo creo que nadie puede dejar de saber lo que significa los pañuelos blancos con los nombres de sus hijos”.
La chica que llegó al mundo en forma inesperada nunca se interpuso en el camino de una noticia para ser ella la protagonista, pero hoy no queda otra, toca despedirla: chau Magda. Gracias.
CC